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Ugh. Un indiecito tiene que aprender a sobrevivir con lo que encuentre, con tal de que consiga comerlo antes de que le devore a él.

No somos indios. Somos personas civilizadas y más vale que no lo olvides.

Tú me dijiste Papá. Cuando muera cuélgame del cielo con un alfiler.

Mamá se llamaba Bromden. Sigue llamándose Bromden. Papá dijo que había nacido con un solo nombre, que había venido al mundo directamente sobre ese nombre igual que el ternero cae sobre una manta extendida cuando la vaca insiste en incorporarse. Tee Ah Millatoona, el Pino-Más-Alto-de-la-Mon-taña, y juro que soy el indio más alto de todo el estado de Oregón, y seguramente también de California e Idaho. Nací directamente sobre ese nombre.

Juro que serás el mayor tonto del mundo si crees que una buena cristiana adoptará un nombre como Tee Ah Millatoona. Tú naciste con un nombre, muy bien, yo también nací con uno. Bromden, Mary Louise Bromden.

Y cuando nos traslademos a la ciudad, dice Papá, ese nombre nos será útil para conseguir la cartilla de la Seguridad Social.

El tipo persigue a alguien con una pistola de esas que usan en los astilleros para clavar los remaches, y puede que lo atrape, si se lo propone. Vuelven a aparecérseme esos destellos, relámpagos de color.

Ting. Tingle, tingle, tangle toes [8] , ella es muy buena para la pesca, atrapa gallinas, en jaulas las mete… pinzas, tenazas, tres gansos vienen en bandada… uno voló al este, el otro hacia el oeste, sobre el nido del cuco voló éste… f-u-e-r-a es fuera… ahí viene el ganso y a ti te lleva.

Mi abuelita cantaba esto, nos pasábamos horas jugando así, sentados junto a los bastidores donde ponían a secar el pescado, mientras espantábamos las moscas. El juego se llamaba Tingle, Tingle, Tangle Toes. Yo iba pasando los dedos de mis manos muy abiertas, un dedo por cada sílaba que anunciaba ella.

Tingle, ting-le, tang-le toes (siete dedos) es buena para la pesca (quince dedos, cada vez me golpeaba un dedo con su negra mano de cangrejo y todas mis uñas la miraban con sus caritas ansiosas, cada una con la esperanza de ser la escogida por el ganso).

Me gusta el juego y me gusta la Abuelita. No me gusta la señorita Tingle Tangle Toes, que atrapa gallinas. No me gusta. Me gusta ese ganso que vuela por encima del nido del cuco. Me gusta, y también me gusta la Abuelita con sus arrugas cubiertas de polvo.

La siguiente vez que la vi estaba fría y muerta, en una acera en pleno centro de Los Rápidos, rodeada de camisas de colores, unos cuantos indios, algunos ganaderos, algunos cultivadores. La llevan hasta el cementerio de la ciudad, le echan arcilla roja sobre los ojos.

Recuerdo las tardes calurosas y calladas de tormenta eléctrica cuando los conejos se meten bajo las ruedas de los camiones Diesel.

Joey Pez-en-el-Barril ha conseguido veinte mil dólares y tres Cadillacs desde que se firmó el contrato. Es incapaz de conducir ninguno.

Veo un dado.

Lo veo por dentro, yo estoy en el fondo. Yo soy el plomo, el peso que obliga al dado a echar ese número que destaca sobre mi cabeza. Trucaron el dado para que saliera un as y yo soy el plomo, esos seis bultos que me rodean como blancos almohadones son el reverso del dado, el número seis siempre quedará abajo cuando él tire. ¿Y el otro dado cómo lo han trucado? Apuesto a que también está trucado para que salga un as. Doble as. Emplean dados trucados contra él y yo soy el plomo.

Cuidado, ahí va. Ay, mi señora, la despensa está vacía y la niña necesita zapatos de charol. Ahí voy. ¡Fuui!

Se acobardó.

Agua. Estoy tendido en un charco.

Doble as. Lo atrapó otra vez. Veo ese as ahí, sobre mi cabeza: ya no puede agitar dados helados en el cobertizo del callejón… en Portland.

El callejón es un túnel y está frío porque el sol ya está muy bajo. Déjame… ir a ver a la Abuelita. Por favor, Mamá.

¿Qué es lo que dijo cuando me guiñó el ojo?

Uno voló al este, el otro hacia el oeste.

No me cortes el paso.

Maldita sea, enfermera, no me corte el paso, Paso ¡paso!

Me toca a mí. Fuui. Maldita sea. Mala suerte otra vez. Doble as.

La maestra me ha dicho que eres inteligente, muchacho, llegarás a ser algo…

¿A ser qué, Papá? ¿Un tejedor de alfombras como el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín? ¿Un cestero? O tal vez otro indio borracho.

Podrías ser dependiente, ¿eres indio, verdad?

Sí, así es.

Bueno, la verdad es que hablas bastante bien.

Psé.

Bueno… tres dólares para empezar.

No se envalentonarían tanto si supieran lo que la luna y yo nos traemos entre manos. Ningún maldito indio que se precie…

El que -¿cómo era?- no marca el paso es que oye otro tambor.

Otra vez el doble as. Anda, chico, estos dados están fríos.

Después del funeral de la Abuelita, Papá y el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín y yo la desenterramos. Mamá no quiso acompañarnos; nunca había oído nada parecido. ¡Colgar un cadáver de un árbol! Vaya inmundicia.

El Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín y Papá pasaron veinte días en la celda de borrachos de la cárcel de Los Rápidos, jugando al rummy, por Profanación de Muertos.

¡Pero ella es nuestra madre, maldita sea!

Eso no cambia las cosas, muchachos. No debisteis desenterrarla. No sé cuándo aprenderéis, demonios de indios. ¿Y dónde está ahora? Será mejor que lo confeséis.

Ah, vete al infierno, cara pálida, dijo el Tío-Lobo-Corredor-y-Saltarín, mientras liaba un cigarrillo. Nunca lo confesaré.

Muy, muy, muy arriba, en las colinas, colgada de lo alto de un pino, busca el viento con su vieja mano, va contando las nubes al compás de la vieja copla:… tres gansos vienen en bandada…

¿Qué me dijiste cuando me guiñaste el ojo?

Se oye la banda. Mira… el cielo, es el Cuatro de Julio.

Los dados se quedan quietos.

Me han aplicado otra vez la máquina… me pregunto…

¿Qué dijo?

… me pregunto cómo se las arregló McMurphy para hacerme crecer.

Dijo Pelotas.

Están ahí fuera: los negros con trajes blancos mean por debajo de la puerta sobre mi cuerpo, ¡luego entrarán y me acusarán de empapar las seis almohadas que tengo debajo! El número seis. Creí que la habitación era un dado. El número uno, el as que veo ahí arriba, el círculo, la luz blanca del techo… es lo que he estado viendo… en esta pequeña habitación cuadrada… eso significa que es de noche. ¿Cuántas horas habré estado inconsciente? Hay un poco de niebla, pero no me esconderé tras ella. No… nunca más…

Me levanté, lentamente, con la espalda entumecida. Las almohadas blancas que había en el suelo del Cuarto de Aislamiento estaban empapadas pues me había meado sobre ellas mientras estaba inconsciente. Aún era incapaz de recordarlo todo, pero me froté los ojos con las palmas de las manos e intenté aclararme las ideas. Me esforcé en conseguirlo. Era la primera vez que hacía un esfuerzo por recuperarme.

Avancé dando traspiés hasta la redonda ventanilla enrejada de la puerta de la habitación y la golpeé con los nudillos. Vi a un enfermero que se acercaba por el pasillo con una bandeja para mí y comprendí que esta vez los había derrotado.

Algunas veces me había pasado hasta dos semanas deambulando aturdido después de un tratamiento de choc, sumergido en esa bruma borrosa, confusa, que tanto se parece al final deshilvanado del sueño, esa zona grisácea entre la luz y la oscuridad, o entre el dormir y el caminar o el vivir o el morir, cuando sabemos que ya no estamos inconscientes pero aún no logramos discernir qué día es ni quiénes somos ni de qué sirve volver a todo eso… dos semanas así. Si uno no tiene un motivo que le impulse a despertarse puede pasarse largo tiempo vagabundeando por esa zona gris, pero descubrí, que si de verdad se desea, es posible salir inmediatamente de ella con un esfuerzo. En esta ocasión luché y conseguí salir en menos de un día, menos que nunca.

Y cuando por fin se disipó la niebla en mi cabeza, me produjo la misma impresión que si acabara de emerger de una larga, profunda zambullida, como si hubiera rasgado la superficie del agua después de permanecer sumergido durante un siglo. Fue el último tratamiento que me aplicaron.

A McMurphy le aplicaron tres electrochocs más esa semana. En cuanto comenzaba a emerger de uno, en cuanto recuperaba su guiño, aparecía la señorita Ratched con el doctor y le preguntaban si estaba dispuesto a mostrarse sensato, enfrentarse con su problema y regresar a la galería para un tratamiento. Y él se hinchaba, consciente de que todos los rostros de la galería de Perturbados estaban pendientes de sus palabras, y esperaba, y le decía a la enfermera que lamentaba no tener más que una vida que ofrecer a su país y que ni besándole el culo conseguiría hacerle abandonar el maldito buque. ¡Noo!

Luego se ponía en pie y hacía un par de reverencias en dirección a los muchachos que le sonreían, mientras la enfermera acompañaba al doctor a la casilla para telefonear al Edificio Principal autorizando un nuevo tratamiento.

Una vez, cuando la enfermera se disponía a marcharse, la agarró por detrás y le dio un pellizco que tino su rostro de un rojo tan intenso como el cabello de McMurphy. Creo que de no haber estado presente el doctor, sonriendo también para sus adentros, la enfermera le habría dado un bofetón.

Intenté convencerle de que le siguiera la corriente para escapar a los electrochocs, pero se limitó a reír y me dijo: Qué diablos, si sólo le recargaban la batería, y gratis.

– Cuando salga de aquí, la primera mujer que se enfrente con McMurphy el Rojo, el psicópata de diez mil watios, se encenderá como una máquina tragaperras y escupirá dólares de plata. No, no me asusta su ridículo cargador de batería.

Insistía en que no le hacía daño. Incluso se negaba a tomar sus cápsulas. Cada vez que el altavoz anunciaba que no debía desayunar y que comenzara a prepararse para ir al Edificio Número Uno, se le contraían los músculos de la quijada, se le iba el color de la cara y adquiría una expresión débil y asustada: el mismo rostro que había visto reflejado en el parabrisas cuando regresábamos de la costa.

Dejé la galería de Perturbados para regresar a la nuestra al cabo de una semana. Quería decirle un montón de cosas antes de partir, pero acababa de regresar de la sala de chocs y estaba sentado con los ojos fijos en la pelota de ping-pong como si los tuviera conectados a ella con un alambre. El enfermero de color y el rubio me llevaron abajo, me condujeron hasta nuestra galería y echaron la llave tras de mí. La galería me pareció terriblemente silenciosa después de la de Perturbados. Entré en la sala de estar y, por algún motivo, me detuve en la puerta; todos se volvieron hacia mí con una mirada distinta de las que solían echarme antes. Sus rostros se iluminaron como si estuvieran contemplando las luces de un escenario de feria.

[8] De una vieja canción infantil. (N. del T.)


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