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Más tarde, ese mismo día, ocho o diez de nosotros formamos un corro junto a la puerta de la cantina, mientras esperábamos que el negro acabara de robar ungüento para el cabello, y algunos de los muchachos volvieron a sacar el tema. Dijeron que no estaban de acuerdo con lo que había dicho la Gran Enfermera, pero que, qué demonios, la vieja también tenía su poco de razón. Aunque, maldita sea, Mac es un buen chico… la verdad.

Por fin Harding se decidió a hablar con franqueza.

– Amigos, protestáis demasiado para que se pueda creer en la sinceridad de la protesta. En el fondo de vuestros tacaños corazoncitos, todos creéis que nuestra señorita Ángel de Piedad Ratched tiene toda la razón en todas sus suposiciones sobre McMurphy. Sabéis que no se equivoca, y yo también lo sé. ¿A qué negarlo? Seamos sinceros y reconozcamos a este hombre por lo que vale en vez de criticar su talento capitalista en secreto. ¿Qué hay de malo en que ganara algo con todo esto? Lo que es seguro es que nuestro dinero ha estado bien invertido, ¿o no? Es un tipo listo siempre dispuesto a ganarse un dólar si se presenta la ocasión. Nunca ha intentado ocultarlo, ¿verdad? ¿Por qué ocultarlo nosotros entonces? Su actitud respecto a estas argucias es franca y sincera y la apoyo totalmente, igual como apoyo nuestro querido y viejo sistema capitalista de la libre competencia individual, camaradas, estoy a su favor y a favor de su obstinada desfachatez y de la bandera americana, bendita sea, y del monumento a Lincoln y todo lo demás. No olvidéis el Maine, P. T. Barnum y el Cuatro de Julio. Me siento obligado a defender el honor de mi amigo como un buen timador americano, rojo, blanco y azul al ciento por ciento. Un buen chico, ya lo creo. McMurphy se avergonzaría hasta las lágrimas si descubriera algunos de los altruistas motivos que la gente ha querido ver detrás de sus triquiñuelas. Lo consideraría un insulto a su pericia profesional.

Metió la mano en el bolsillo en busca de cigarrillos; al comprobar que se le habían terminado, le pidió uno a Fredrickson, lo encendió con rápido y estudiado gesto, y siguió hablando.

– Debo reconocer que al principio su actuación me desconcertó. Cuando rompió ese cristal… cielos, pensé, he aquí un hombre que realmente parece que quiere estar en este hospital, que no abandona a sus amigos y todo eso, hasta que comprendí que McMurphy lo hacía porque no quería perderse algo bueno. Está sacándole el máximo de provecho al período que le ha tocado pasar encerrado aquí. No hay que dejarse engañar por su comportamiento algo bruto; es un astuto hombre de negocios, desapasionado como el que más. Fijaos bien; todo lo que ha venido haciendo estaba bien meditado.

Billy no estaba dispuesto a ceder con tanta facilidad.

– Síi. ¿Y por qué me enseñó a bailar? -Apretaba los puños; y pude comprobar que se le habían cicatrizado casi por completo las quemaduras de cigarrillo del dorso de la mano y que en su lugar había dibujado unos tatuajes a base de chupar un lápiz indeleble-. ¿Qué me dices de eso, Harding? ¿Qué ga-ga-gana con enseñarme a bailar?

– No te alteres, William -replicó Harding-. Pero tampoco debes ser tan impaciente. Tómalo con calma y espera… y ya verás en qué acaba el asunto.

Al parecer, Billy y yo éramos los únicos que aún creíamos en McMurphy. Y, esa misma noche, Billy se apuntó al punto de vista de Harding cuando McMurphy volvió de hacer otra llamada y le dijo que la cita con Candy había quedado confirmada, para añadir luego, mientras le anotaba una dirección, que no sería mala idea enviarle un poco de pasta para el viaje.

– ¿Pasta? ¿Di-di-dinero? ¿Cu-cu-cuánto?

Miró a Harding que le sonreía.

– Oh, ya sabes… unos diez pavos para ella y diez…

– ¡Veinte dólares! El billete de autobús no vale ta-ta-tanto.

McMurphy le miró por debajo de la gorra, le lanzó una lenta sonrisa, luego se frotó el cuello con la mano y sacó una lengua reseca.

– Pero, amigo, comprende que estoy terriblemente sediento. Y lo más probable es que dentro de una semana aún lo esté más. ¿No te molestará que me traiga algo de beber, verdad Billy?

Y le lanzó una mirada tan inocente que Billy no tuvo más remedio que reírse, mover negativamente la cabeza, y correr a refugiarse en un rincón para comentar muy excitado los planes para el próximo sábado con el hombre al que seguramente tenía por un chulo.

Yo seguía con mis ideas -que McMurphy era un gigante venido del cielo para salvarnos del Tinglado que estaba cubriendo el país con una red de hilo de cobre y cristal, que era demasiado grande para prestarle atención a algo tan despreciable como el dinero- pero estuve a mitad de camino de pensar como los demás. Todo ocurrió así: estaba ayudando a trasladar las mesas a la sala de baños antes de una reunión de grupo, y se quedó absorto al verme de pie junto al panel de mandos.

– Cielo santo, Jefe -exclamó-, me parece que has crecido veinticinco centímetros desde que fuimos de pesca. Y, por todos los diablos, mira el tamaño de ese pie; ¡parece un vagón plataforma!

Bajé la vista y comprobé que mi pie tenía un tamaño que no recordaba, como si las palabras de McMurphy lo hubieran hecho crecer automáticamente.

– ¡Y ese brazo! Es el brazo de un ex-jugador de rugby indio, o yo estoy ciego. ¿Sabes qué estoy pensando? Creo que deberías tomarle un poquito el pulso a este panel, sólo para comprobar si vas progresando.

Moví la cabeza y le dije que no, pero él replicó que habíamos hecho un trato y que tenía la obligación de hacer la prueba para poder comprobar si su sistema de desarrollo era eficaz. No supe cómo librarme de él, así que me dirigí al panel con la intención de demostrarle que no podía levantarlo. Me agaché y lo cogí por las manijas.

– Eso es, Jefe. Ahora incorpórate. Coloca las piernas bajo el culo, eso… Tranquilo… incorpórate ahora. ¡Auuup! Bueno, ya puedes dejarlo en el suelo.

Creí que habría quedado muy decepcionado, pero cuando retrocedí un par de pasos, vi que se deshacía en sonrisas, mientras me señalaba con el dedo el panel que había quedado desplazado unos quince centímetros.

– Más vale que lo dejes donde estaba, amigo, y que nadie se entere. Nadie debe enterarse todavía.

Luego, después de la reunión, mientras daba vueltas en torno a las mesas de pinacle, llevó la conversación hacia el tema de la fuerza y el coraje y el panel de mandos de la sala de baños. Creí que iba a contarles que me había ayudado a recuperar mi tamaño original; eso demostraría que no lo hacía todo por dinero.

Pero ni me mencionó. Parloteó hasta que Harding le preguntó si estaba dispuesto a levantarlo otra vez y él respondió que no, pero que el hecho de que él no pudiera hacerlo no significaba que fuera imposible. Scanlon dijo que tal vez sería posible levantarlo con una grúa, pero que no había hombre capaz de levantar esa cosa por sus propias fuerzas, y McMurphy hizo un gesto de asentimiento y dijo que tal vez, tal vez, pero nunca se podía estar seguro en casos como ése.

Observé cómo los manipulaba, cómo consiguió que formasen corro a su alrededor y asegurasen, No, por Dios, no hay hombre vivo capaz de levantarlo… para acabar sugiriendo ellos mismos una apuesta. Observé cómo se mostraba muy reacio a apostar. Dejó que fueran aumentando la cantidad, los fue entusiasmando más y más hasta que cada uno había apostado cinco a uno que era imposible, algunos por un montante de hasta veinte dólares. En ningún momento comentó que ya me había visto levantarlo.

Toda la noche deseé que no siguiera adelante con esa apuesta. Y en la reunión del día siguiente, cuando la enfermera dijo que todos los que habían ido de pesca tendrían que tomar una ducha especial, pues había indicios de que teníamos parásitos, seguí abrigando la esperanza de que todo se arreglaría de algún modo, que nos haría ducharnos en el acto o algo… cualquier cosa con tal de no tener que levantar ese panel.

Pero, cuando terminó la reunión, McMurphy me condujo a la sala de baños junto con los demás, antes de que los negros pudieran echarle llave, y me hizo coger el panel por las manijas y levantarlo. No quería hacerlo, pero no tuve más remedio. Tenía la sensación de estarle ayudando a estafarles su dinero. Todos se mostraron joviales con él al pagar la apuesta, pero yo sabía cómo se sentían por dentro, como si les hubiera fallado lo que creían más seguro. En cuanto hube depositado el panel en su lugar, salí corriendo de la sala de baños sin siquiera mirar a McMurphy y me encerré en el lavabo. Quería estar a solas. Vi mi imagen en el espejo. Y comprobé que él había cumplido su promesa; mis brazos volvían a ser grandes otra vez, tan grandes como cuando iba al colegio, como en el poblado, y el pecho y los hombros eran anchos y fuertes. Estaba allí, mirándome, cuando él entró. Me tendió un billete de cinco dólares.

– Aquí tienes, Jefe, para chicle.

Moví la cabeza y me dispuse a salir del lavabo. Él me cogió por un brazo.

– Jefe, era sólo una muestra de amistad. Si crees que vas a sacarme más…

– ¡No! Quédate con tu dinero, no lo quiero.

Dio un paso atrás, se metió los pulgares en los bolsillos y levantó la cabeza para examinarme. Se quedó un rato con los ojos fijos en mí.

– Muy bien -dijo-. ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué os habéis puesto todos a darme esquinazo?

No le respondí.

– ¿No he cumplido mi promesa? ¿No te he hecho recuperar tu tamaño de hombre? ¿Qué os ha pasado conmigo de repente? Todos actuáis como si fuese un traidor a la patria.

– Siempre estás… ¡ganando!

– ¡Ganando! Maldito imbécil, ¿de qué me acusas? No hago más que cumplir con el trato. Dime qué tiene de malo…

– Habíamos creído que no lo hacías para ganar…

Sentí que empezaba a temblarme la barbilla como me ocurre siempre antes de soltar el llanto, pero no lloré. Me quedé muy tieso, allí, frente a él, con la barbilla temblorosa. Abrió la boca para decir algo y luego se detuvo. Sacó los pulgares de los bolsillos y levantó la mano para apretarse el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como hacen a veces las personas que llevan gafas demasiado apretadas, y cerró los ojos.

– Ganar, Dios mío -exclamó con los ojos cerrados-. Has dicho ganar.

Por eso, supongo que lo que ocurrió esa tarde en las duchas fue sobre todo por mi causa. Y ésa es la razón de que la única forma de reparar un poco mi error fuese hacer lo que hice, sin preocuparme de las argucias ni de la seguridad ni de lo que podía sucederme; y por una vez en la vida no me ocupé más que de lo que era preciso hacer y de hacerlo.

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