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El tipo volvió a mirar a McMurphy y éste se metió los pulgares en los bolsillos, se echó hacia atrás y se le quedó mirando por encima de la cicatriz de su nariz. El tipo se volvió para comprobar si su compañero se-

guía apostado junto a la caja de botellas vacías, luego le devolvió la sonrisa.

– Unos clientes difíciles, ¿no es así, Rojo? ¿Así que será mejor que aflojemos y hagamos lo que nos mandas, eso quieres decir? Muy bien, pero dime una cosa, Rojo, ¿por qué te han encerrado a ti?, ¿intentaste asesinar al Presidente?

– No pudieron probarlo, viejo. Me cogieron con malas artes. Maté a un tipo en un combate de boxeo, sabes, y empecé a tomarle gusto a la cosa.

– ¿Uno de esos asesinos con guantes de boxeo, es eso lo que insinúas, Rojo?

– Yo no he dicho tal cosa, ¿a que no? Nunca me he acostumbrado a esos almohadones que usan los demás. No, no fue en un encuentro televisado desde el Madison Square Garden; soy más bien un boxeador aficionado.

El tipo se metió los pulgares en los bolsillos como si hiciera mofa de McMurphy.

– Yo más bien diría que eres un bravucón aficionado.

– Bueno, yo no he dicho que las bravuconadas no fueran otra especialidad mía, ¿eh? Pero quiero que te fijes en esto -acercó las manos a los ojos del tipo, rozándole casi la nariz, y las hizo girar lentamente, exhibiendo las palmas y los nudillos-. ¿Crees que tendría los garfios tan estropeados si sólo me hubiera dedicado a fanfarronear! ¿Qué me dices, viejo?

Tardó un buen rato en apartar las manos de la cara del tipo, por si éste tenía algo que replicar. El tipo miraba las manos, luego a mí, luego otra vez las manos. Cuando quedó claro que por el momento no tenía ningún comentario urgente en el buche, McMurphy se alejó en dirección al otro tipo que estaba apoyado en la caja, le arrancó el billete del doctor de la mano y se encaminó a la tienda de comestibles situada junto a la gasolinera.

– Tomad nota de lo que vale la gasolina y mandad la factura al hospital -gritó-. Pienso dedicar este dinero a adquirir bebidas para los hombres. Creo que nos vendrán mejor que los limpiaparabrisas y los filtros de aceite al ochenta por ciento.

Cuando volvió todos estábamos envalentonados como gallitos de pelea e íbamos dando órdenes a los tipos de la gasolinera, diciéndoles que comprobaran el aire de la rueda de recambio, que limpiasen los cristales y que sacasen esa caquita de pájaro de la capota, por favor, como si fuéramos los amos del lugar. Cuando el tipo grandullón no dejó el cristal delantero a satisfacción de Billy, éste le hizo regresar en el acto.

– No ha li-li-limpiado b-b-b-bien aquí donde quedó aplastado ese bi-bi-bi-bicho.

– No ha sido un bicho -dijo el tipo enfurruñado, mientras rascaba la mancha con la uña-, fue un pájaro.

Martini le gritó desde el otro coche que no podía ser un pájaro.

– Estaría lleno de plumas y huesos si hubiera sido un pájaro.

Un hombre que pasaba en bicicleta se paró a preguntar qué significaban los uniformes verdes; ¿éramos de algún club? Harding se incorporó de inmediato y le respondió.

– No, amigo, no. Somos orates del hospital que hay aquí cerca, psico-cerámicas, los cacharros rotos de la humanidad. ¿Quiere que le descifre un Rorschach? ¿No? ¿Tiene prisa? Oh, se ha ido. Qué lástima -se volvió a McMurphy-. Jamás se me había ocurrido que la enfermedad mental podía tener una faceta de poder, poder. Te das cuenta: es posible que cuanto más loco esté un hombre, mayor poder pueda adquirir. Hitler sería un ejemplo. Increíble, ¿verdad? Buena materia de reflexión.

Billy le abrió una lata de cerveza a la chica y ella lo aturulló tanto con su ancha sonrisa y su «Gracias, Billy», que empezó a abrir latas para todos.

Mientras tanto las personas pasaban presurosas por la acera, con las manos cruzadas en la espalda.

Me hundí en el asiento, con una sensación de plenitud y satisfacción, mientras bebía la cerveza a pequeños sorbos; oía cómo me bajaba la cerveza por el cuerpo: sssst-sssst. Había olvidado que podían existir sonidos y sabores agradables como el sonido y el sabor de una cerveza al tragarla. Tomé otro gran sorbo y miré a mi alrededor para comprobar si había olvidado otras cosas en esos veinte años.

– ¡Anda! -dijo McMurphy, mientras apartaba a la chica del volante y la apretaba contra Billy-. ¡Fijaos como se traga el alcohol el Gran Jefe! -… y lanzó el coche carretera adelante, obligando al doctor a hacer chirriar las ruedas para no perdernos de vista.

Nos había demostrado lo que se podía conseguir con un poco de ánimo y valor, y creíamos que también nos había enseñado a hacer uso de él. Nos pasamos todo el camino de la costa chanceándonos y fingiendo que éramos valientes. Cuando nos deteníamos ante un semáforo y la gente se quedaba mirando nuestros uniformes verdes, hacíamos exactamente lo mismo que él, nos sentábamos muy tiesos, procurando mostrarnos duros, y los mirábamos fijamente con una amplia sonrisa hasta que se les paraba el motor y se les empañaban los cristales y cuando cambiaban las luces aún seguían allí, muy aturdidos al pensar que habían tenido a esa feroz pandilla de monos a menos de un metro, y sin ninguna posibilidad de pedir auxilio. McMurphy nos condujo a los doce hasta el océano.

Creo que McMurphy sabía mejor que todos nosotros que nuestro aspecto envalentonado era pura comedia, pues aún no había conseguido arrancar una verdadera carcajada a ninguno del grupo. Es posible que no comprendiera por qué seguíamos sin poder reír, pero sabía que es imposible ser fuerte si se es incapaz de ver el lado cómico de las cosas. De hecho, se esforzaba tanto por encontrarle ese lado cómico a la vida que empezaba a preguntarme si estaría ciego a su otro aspecto, si tal vez era incapaz de comprender por qué la risa se nos atravesaba en el estómago. Es posible que los demás tampoco lo advirtieran, que sólo sintieran las presiones de los distintos rayos y frecuencias que les llegaban de todos lados, en un esfuerzo por empujarnos y doblegarnos de un modo u otro, que sólo sintieran los efectos del Tinglado… pero yo lo veía.

Del mismo modo que advertimos el cambio que se ha producido en una persona que no hemos visto durante largo tiempo, mientras que quienes la ven a diario, un día tras otro, no lo notan, porque el cambio es gradual cuando avanzábamos a lo largo de la costa, detecté innumerables indicios de los éxitos conseguidos por el Tinglado desde que atravesara esas tierras por última vez, cosas como, por ejemplo: un tren que se detuvo en una estación y depositó una larga fila de hombres adultos con trajes brillantes y sombreros hechos en serie, igual que si fueran una pollada de insectos idénticos, objetos semianimados que salieron fft-fft-fft del último vagón, luego el tren hizo sonar su silbato eléctrico y avanzó a través de las tierras mancilladas hasta otra estación donde depositaría una segunda pollada.

O cosas como esas cinco mil casas idénticas salidas de una cadena de montaje y alineadas en las colinas de las afueras de la ciudad, tan recién salidas de la fábrica que aún seguían unidas unas a otras como las salchichas; un cartel que decía: «ENCUENTRE SU NIDO EN LAS VIVIENDAS DEL OESTE – SIN ENTRADA PARA LOS VETERANOS»; un parque de juegos al pie de la colina, una reja cuadriculada y otro cartel que decía:

«ESCUELA DE NIÑOS DE SAN LUCAS»; cinco mil chicos con pantalones de pana verde y camisas blancas bajo suéteres verdes jugaban a «la culebra» sobre media hectárea de gravilla. La larga fila saltaba y se retorcía como una serpiente y, cada vez que daban bruscamente la vuelta, el chiquillo que iba a la cola se desprendía y salía rodando contra la verja como una pelota. Con cada tirón. Y siempre era el mismo chiquillo, una y otra vez.

Esos cinco mil niños vivían en esas cinco mil casas, propiedad de los tipos que habían bajado del tren. Las casas eran tan parecidas que los chicos se equivocaban constantemente de casa y de familia al volver del colegio. Nadie lo advertía. Comían y se acostaban. El único que no pasaba inadvertido era el último chiquillo de la cola. Siempre iba tan rasguñado y magullado que quedaba fuera de lugar dondequiera que fuese. Tampoco era capaz de relajarse y reír. Resulta difícil reír cuando se siente la presión de los rayos que emite cada coche que pasa, o cada casa que uno cruza.

– Hasta podríamos organizar un grupo de presión en Washington -iba diciendo Harding-, una organización, NAAIP. Montar campañas. Poner grandes anuncios en la carretera con un esquizofrénico babeante al pie de una máquina apisonadora, con grandes letras rojas y verdes: «Contrate a un loco.» Nuestro futuro es prometedor, caballeros.

Cruzamos un puente sobre el Siuslaw. En el aire había la bruma necesaria para poder lamer el viento con la lengua y paladear el sabor del océano aún antes de verlo. Todos comprendieron que ya estábamos cerca y nadie dijo palabra hasta llegar al muelle.

El capitán que teóricamente debía llevarnos de pesca tenía una cabeza monda y lironda, de metal gris, empotrada en un negro jersey de cuello alto, como si fuera la torre blindada de un submarino. Nos puso en las narices el maloliente cigarro apagado que estaba chupando. De pie junto a McMurphy en el muelle de madera, tenía la mirada fija en el mar mientras iba hablando. Unos pasos más atrás, había un grupo de seis u ocho hombres con impermeables, sentados en un banco frente al almacén. El capitán hablaba muy alto para que, además de McMurphy que estaba al otro lado, le oyeran también los mirones que tenía detrás y con este propósito apuntaba su metálico vozarrón hacia algún punto impreciso entre uno y otros.

– No le dé más vueltas. Se lo dije claramente en la carta. Si no trae un volante que me exima de toda responsabilidad ante las autoridades competentes, no pienso salir -la cabeza esférica giró en la torre blindada de su jersey, apuntando el cigarro en dirección a nuestro grupo-. Fíjese en eso. Una pandilla como ésa en alta mar, sería capaz de saltar por la borda como ratas. Los familiares podrían demandarme y quedarse todo lo que tengo en concepto de indemnización. No puedo correr ese riesgo.

McMurphy le explicó que la otra chica tenía que haber arreglado los papeles en Portland. Uno de los tipos que estaba recostado en el almacén gritó:

– ¿Qué otra chica? ¿Es que Rubiales no es capaz de ocuparse de todo el grupo?

McMurphy no le prestó la menor atención y continuó discutiendo con el capitán, pero se notaba que la chica estaba molesta. Los hombres junto al almacén no dejaban de mirar mientras se susurraban cosas por lo bajo. Todo nuestro grupo lo advirtió, incluido el doctor, y nos avergonzamos de no hacer nada. Ya no éramos la pandilla de bravucones que había actuado tan gallardamente en la gasolinera.

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