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(Un perro de caza aúlla ahí afuera en la niebla, corretea temeroso y desconcertado porque no puede ver. Ningún rastro en el suelo excepto el suyo propio, y olfatea en todas direcciones con su fría nariz roja y elástica y no capta olor alguno sino el de su propio miedo, un miedo que le bulle y le abrasa por dentro como vapor caliente.) También me abrasará y me hará estallar a mí y acabaré contando todo lo del hospital, y lo de ella, y lo de los muchachos… y lo de McMurphy. Llevo tanto tiempo callado que va a salir a borbotones como la crecida de un río y pensarán que el tipo que está contando todo esto desvaría y delira, por Dios; ¡pensarán que es demasiado horrible para que haya ocurrido realmente!, ¡que es demasiado terrible para ser verdad! Pero, un momento, por favor. Cuando lo recuerdo, todavía me cuesta conservar la calma. Sin embargo, es cierto, aunque no hubiera ocurrido.

Cuando se disipa la niebla a mi alrededor, estoy sentado en la sala de estar. No me han llevado a la Sala de Shocks esta vez. Recuerdo que me sacaron de la barbería y me llevaron a Aislamiento. No recuerdo si desayuné o no. Probablemente no. Puedo recordar las mañanas que he estado encerrado en Aislamiento, los negros siempre traían un segundo plato de todo -aparentemente para mí, pero se lo comían ellos- y se quedaban allí hasta que los tres habían desayunado mientras yo seguía echado en el colchón hediondo de orines y veía cómo mojaban tostadas en el huevo. Me llegaba el olor a grasa y les oía masticar la tostada. Otras veces me traían una papilla fría y me obligaban a comerla aunque estuviera salada.

Esta mañana simplemente no recuerdo nada. Me hicieron tragar un buen número de esas cosas que llaman pastillas, conque no me he enterado de nada hasta que se ha abierto la puerta de la galería. Si se ha abierto la puerta de la galería, ello significa que son, al menos, las ocho, y que debo haber estado desmayado más o menos una hora y media en esa Sala de Aislamiento, una hora y media durante la cual los técnicos pueden haber venido a instalar cualquier cosa que les haya ordenado la Gran Enfermera sin que yo pueda tener la menor idea de lo que es.

Oigo un ruido junto a la puerta de la galería, en el otro extremo del pasillo, fuera del alcance de mi vista. Esa puerta empieza a abrirse a las ocho y se abre y se cierra unas mil veces al cabo del día, clash, click. Cada mañana nos sentamos en fila a ambos lados de la sala de estar, después del desayuno empezamos a montar rompecabezas, siempre atentos al ruido de la llave en la cerradura, y en espera de ver qué entra. No hay mucho más que hacer. A veces, un joven interno aparece, temprano, junto a la puerta para observar qué aspecto tenemos Antes del Tratamiento. AT, lo llaman. A veces, aparece una esposa que viene de visita, con sus altos tacones y su bolso muy apretado contra el vientre. A veces, nos visita un grupo de maestras acompañadas por ese estúpido de Relaciones Públicas que no para de restregarse las manos húmedas y de repetir cuánto se alegra de que los hospitales psiquiátricos hayan eliminado todas las anticuadas crueldades: «Un ambiente muy alegre, ¿no les parece?». Da vueltas alrededor de las profesoras, que se han apiñado para sentirse más seguras, y se frota las manos. «Oh, cuando pienso en los viejos tiempos, en la suciedad, en la mala alimentación, incluso, sí, en la brutalidad, ¡oh, señoras, es evidente que nuestra campaña ha supuesto un gran progreso!». Todo el que aparece junto a la puerta suele decepcionarnos, pero siempre cabe una posibilidad de que no sea así, y cuando se oye la llave en la cerradura todas las cabezas se levantan como si una cuerda tirara de ellas.

Esta mañana la cerradura chirría de un modo extraño; el que se encuentra junto a la puerta no es un visitante habitual. Un Escolta grita con voz cortante e impaciente: -Ingreso, vengan a firmar su admisión-, y los negros acuden.

Ingreso. Todo el mundo deja las cartas y el Monopoly, todas las miradas se vuelven hacia la puerta de la sala de estar. Generalmente estoy afuera barriendo el pasillo y puedo ver quién ha ingresado; pero esta mañana, como les he dicho, la Gran Enfermera me ha cargado bien cargado y no puedo moverme de la silla. En general, soy el primero que veo al Ingreso, observo cómo se desliza por la puerta, y se arrastra a lo largo de la pared, y se queda allí, asustado, hasta que los negros vienen a firmar la admisión, y lo llevan a las duchas, donde lo desnudan y lo dejan, temblando, con la puerta abierta, mientras los tres se ponen a recorrer los pasillos muy sonrientes, en busca de la Vaselina. «Necesitamos la Vaselina», le dicen a la Gran Enfermera, «para el termómetro». Ella los mira fijamente, uno a uno: «No lo dudo», y les tiende un frasco que contiene al menos 3 litros, «pero, por favor, muchachos, no se metan todos allí al mismo tiempo». Luego veo a dos de ellos, a veces a los tres, ahí dentro, en las duchas con el Ingreso, untando el termómetro de grasa hasta cubrirlo con una capa del grosor de un dedo, mientras canturrean, «Esto va bien, esto va bien», y luego cierran la puerta y hacen correr todas las duchas a chorro de modo que sólo se oye el insidioso rumor del agua sobre las baldosas verdes. Casi siempre estoy ahí y lo veo todo.

Pero esta mañana tengo que quedarme sentado y sólo les oigo entrarlo. Pero, aunque no puedo verlo, sé que no es un Ingreso corriente. No le oigo escurrirse asustado junto a las paredes y cuando le hablan de la ducha no lo acepta sumiso con un tímido «sí»; les contesta claramente, con una sonora voz metálica, que ya está perfectamente limpio, gracias.

– Esta mañana me dieron una ducha en los tribunales y ayer me ducharon en la cárcel. Y juro que, lo que es por ellos, me hubieran limpiado las orejas en el taxi que me traía aquí si hubieran tenido con qué hacerlo. Anda chico, parece que cada vez que me mandan a algún sitio tienen que fregotearme antes, después y durante el traslado. He llegado a un punto en que apenas oigo el ruido del agua ya me pongo a empaquetar mis cosas… Y apártate de mí con ese termómetro, Sam, y déjame contemplar primero mi nuevo hogar; es la primera vez que estoy en un Instituto de Psicología.

Los pacientes se miran desconcertados, luego vuelven a observar la puerta, por donde sigue llegando su voz. Grita más fuerte de lo que sería necesario si los negros no anduvieran más o menos cerca de él. Parece que estuviera por encima de ellos, que les hablara de arriba abajo, como si flotara en el aire a treinta metros, apabullando desde allí arriba a los que están en el suelo. Parece todo un hombre. Le oigo avanzar por el pasillo y por sus pisadas parece todo un hombre, y desde luego no se arrastra; lleva chapas de hierro en los tacones y los hace rechinar sobre el piso como si fueran herraduras. Aparece en la puerta, se detiene, se mete los pulgares en los bolsillos, y, con las botas muy separadas, se queda allí, de pie, con todas las miradas fijas en él.

– Hola, amigos.

Sobre su cabeza pende de un hilo un murciélago de papel, de esos que se cuelgan la víspera de Todos los Santos; alarga el brazo y le da un golpecito que lo hace girar.

– Bonito día.

Habla como solía hacerlo Papá, con voz fuerte y llena de encono, pero no tiene el mismo aspecto que Papá; Papá era de pura raza india -un jefe- y duro y reluciente como la caja de un fusil. Este tipo es pelirrojo con largas patillas rojas y una masa de rizos que asoman bajo su gorra, debería haberse cortado el pelo hace tiempo, y es tan ancho como alto era Papá, tiene una ancha mandíbula y también son anchos sus hombros y su pecho, luce una ancha y blanca sonrisa diabólica, y su dureza no es como la de Papá, resulta duro en el mismo sentido en que es dura una pelota de béisbol bajo el cuero rasposo. Una cicatriz le cruza la nariz y una mejilla, alguien debió darle un buen puñetazo en una riña, y todavía lleva los puntos en la herida. Sigue ahí de pie, esperando, y cuando nadie da señales de querer decirle nada se pone a reír. Nadie sabría decir exactamente por qué se ríe; no ha ocurrido nada divertido. Pero no se ríe de la misma manera que el de Relaciones Públicas, su risa es espontánea y sonora y brota de su ancha boca abierta y se va extendiendo en anillos cada vez más amplios hasta estrellarse contra todas las paredes de la galería. No es como la risa de ese gordo de Relaciones Públicas. Es una risa genuina. De pronto me doy cuenta de que es la primera risa que oigo en muchos años.

Sigue ahí, de pie, nos mira, se balancea sobre sus botas y ríe y ríe. Entrelaza los dedos sobre el vientre, sin sacar los pulgares de los bolsillos. Y puedo ver cuan grandes y rugosas son sus manos. Todos los de la galería, pacientes, personal y demás, todos, se han quedado anonadados con su presencia y su risa. Nadie hace un gesto para interrumpirle, nadie dice nada. Sigue riendo hasta que no puede más y entra en la sala de estar. Incluso cuando no se ríe, la risa sigue flotando a su alrededor, como flota el sonido de una gran campana que acaba de tañer en aquel momento; la risa está en sus ojos, en su forma de sonreír y de fanfarronear, en su modo de hablar.

– Me llamo McMurphy, amigos, R. P. McMurphy, y me vuelvo loco por el juego.

Parpadea y canturrea una cancioncilla:

– … y dondequiera que encuentro una baraja apuesto mi dinero -y vuelve a reír.

Se acerca a una de las mesas donde juegan, mira las cartas de un Agudo, las repasa con su grueso dedo y hace una mueca al ver la mano y sacude la cabeza.

– Sí señor, a eso he venido a esta casa, a animar un poco las cosas en las mesas de juego. En el Centro de Trabajo de Pendleton ya no quedaba nadie que pudiera alegrarme un poco la vida, conque fui y pedí un traslado, eso es. Necesitaba sangre nueva. ¡Eh!, mirad a éste, mirad cómo enseña sus cartas a los cuatro vientos; ¡caramba!, voy a esquilaros como a ovejas.

Cheswick esconde sus cartas. El pelirrojo le tiende la mano.

– Hola, amigo; ¿a qué jugáis? ¿Pinacle? Dios mío, no me extraña que no te preocupes de enseñar las cartas. ¿No tenéis ni una buena baraja por ahí? Bueno, ahí va, me he traído mi propia baraja, por si acaso, es un poco distinta; y qué te parecen las figuras, ¿eh? Todas son distintas. Cincuenta y dos posiciones.

Cheswick ya tiene los ojos desorbitados y lo que ve en esas cartas no mejora las cosas.

– Tranquilo, no las estropees; tenemos mucho tiempo, muchas partidas, por delante. Me gusta usar esta baraja porque los otros jugadores tardan al menos una semana en empezar a descubrir los palos…

Lleva pantalones y camisa camperos, tan desteñidos por el sol que han quedado del color de la leche aguada. Tiene la cara y el cuello y los brazos curtidos de tanto trabajar en los campos. Se cubre el pelo con una gorra de motorista que antaño fuera negra y lleva una chaqueta de cuero colgada del brazo, y usa unas botas grises y polvorientas y tan pesadas que podrían partir a un hombre en dos. Se aparta de Cheswick, se quita la gorra y comienza a sacudirse una nube de polvo de los muslos. Uno de los negros va dando vueltas a su alrededor con el termómetro, pero es demasiado rápido para ellos; se desliza entre los Agudos y, antes de que el joven negro pueda colocarse en buena posición, comienza a dar la vuelta y a estrecharles la mano. Su modo de hablar, sus guiños, su fuerte vozarrón, su fanfarronería, todo me hace pensar en un vendedor de coches usados o en un tratante de ganado, o en uno de los charlatanes que pueden verse junto a los escenarios de segunda, de pie bajo las pancartas bamboleantes, con una camisa a rayas y botones amarillos, que atrae a las multitudes como si fuera un imán.

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