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– Oh, hay muchísimas posibilidades -comenta el doctor que, sentado muy erguido en su silla, comienza en realidad a entusiasmarse-. Yo mismo tengo un millón de ideas…

Sigue hablando a todo gas durante unos cinco minutos más. No cuesta adivinar que muchas de esas ideas ya las ha discutido previamente con McMurphy. Describe juegos, casetas de feria, habla de vender entradas y de pronto se interrumpe con tanta brusquedad como si la mirada de la enfermera acabara de darle en medio de la frente. Parpadea y le pregunta:

– ¿Y usted qué opina, señorita Ratched? ¿De un carnaval? ¿Aquí en la galería?

– Convengo en que tal vez ofrezca una serie de posibilidades terapéuticas -dice ella y hace una pausa. Deja que el silencio vaya imponiéndose otra vez. Cuando está segura de que nadie lo romperá, prosigue-: Pero también opino que, antes de tomar una decisión, debería discutirse esta sugerencia en la reunión del personal. ¿No cree usted lo mismo, doctor?

– Desde luego. Sólo he pensado, compréndalo, en averiguar primero qué acogida tenía entre los hombres. Pero, sin duda, es preciso discutirlo primero en la reunión del personal. Luego seguiremos haciendo proyectos.

Todo el mundo sabe que ése es el fin del carnaval.

La Gran Enfermera se dispone a tomar las riendas otra vez y comienza a arañar el dossier que tiene en la mano.

– Muy bien. Entonces, si no hay otros asuntos que tratar y si el señor Cheswick hace el favor de sentarse, sugiero que iniciemos de inmediato la discusión. Nos quedan… -saca el reloj del cesto y lo mira-…cuarenta y ocho minutos. Bien, como…

– Oh. Eeep, un momento. Acabo de recordar otra cosa.

McMurphy ha levantado la mano y chasquea los dedos. Ella se queda un largo rato con los ojos fijos en esa mano y por fin dice:

– ¿Sí, señor McMurphy?

– No es asunto mío, es cosa del doctor Spivey. Doc, dígales lo que ha pensado sobre los pacientes duros de oído y la radio.

La cabeza de la enfermera se estremece un poco; el gesto es casi imperceptible, pero mi corazón comienza a galopar. Guarda el dossier en el cesto y se vuelve hacia el doctor.

– Sí -dice el doctor-. Por poco me olvido.

Se reclina en su silla, cruza las piernas y junta las yemas de los dedos; advierto que aún está de buen humor, pensando en su carnaval.

– Verá, McMurphy y yo hemos estado hablando de ese eterno problema de jóvenes y viejos. No es el marco ideal para nuestra Comunidad Terapéutica, pero la Administración dice que no hay solución pues el Edificio de Geriatría ya está sobrecargado. Soy el primero en admitir que la situación no resulta de lo más agradable para ninguno de los afectados. Pero, a McMurphy y a mí se nos ha ocurrido una idea que podría hacer la vida más agradable a ambos grupos. McMurphy me comentaba que ha observado que algunos de los más viejos parecen tener dificultades para escuchar la radio. Me ha sugerido que tal vez podríamos subir un poco el volumen para que pudiesen oírla los Crónicos con problemas auditivos. Una sugerencia muy humanitaria, a mi entender.

McMurphy hace un ademán como para quitarle importancia a la cosa y el doctor le mira con expresión de aprobación y continúa:

– Pero le he hecho notar que en otras ocasiones, he recibido quejas de los más jóvenes para quienes la radio ya está tan alta que molesta para charlar y leer. McMurphy me ha dicho que había pensado en ello y que consideraba indignante que los que deseaban leer no pudieran retirarse a un lugar tranquilo y dejar la radio para quienes quisieran escucharla. Convine con él y me disponía a pasar a otro tema, cuando recordé la vieja sala de baños donde guardamos las mesas durante las reuniones. Nunca usamos ese cuarto excepto para este propósito; con los nuevos medicamentos la hidroterapia a la que estaba destinado ya no es necesaria. Luego he pensado que tal vez al grupo le gustaría poder contar con ese cuarto como una especie de segunda sala de estar, un sala de juego, como si dijéramos.

El grupo no dice nada. Saben a quién le toca intervenir ahora. Ella vuelve a coger el dossier de Harding, lo deja sobre su regazo y cruza las manos sobre las tapas mientras escudriña la sala con la mirada, por si alguien tiene la osadía de querer hablar. Cuando no queda la menor duda de que nadie dirá palabra hasta que ella exponga su opinión, se vuelve otra vez hacia el doctor.

– Parece una buena idea, doctor Spivey, y me complace saber que el señor McMurphy se preocupa del bienestar de los demás pacientes, pero mucho me temo que no contemos con personal suficiente para atender una segunda sala de estar.

Y está tan segura de que no debe hablarse más del asunto que comienza a abrir otra vez la carpeta. Pero el doctor lo ha meditado mejor de lo que ella creía.

– Ya he pensado en eso, señorita Ratched. Pero dado que en esta sala de estar con el altavoz se quedarían principalmente pacientes Crónicos -la mayoría de los cuales no puede moverse de sus camillas o sillas de ruedas- un empleado y una enfermera deberían bastar para controlar con facilidad cualquier revuelta o sublevación que pudiera producirse, ¿no cree?

Ella no responde, no le hace ninguna gracia su broma sobre las posibles revueltas y sublevaciones, pero su expresión permanece inmutable. Sigue sonriendo.

– Entonces los otros dos ayudantes y las demás enfermeras podrían ocuparse de los hombres que estuvieran en la sala de baños, tal vez incluso con mayores garantías que en un espacio tan amplio como éste. ¿Vosotros qué pensáis, muchachos? ¿Sería posible? Personalmente, estoy bastante entusiasmado con la idea y mi opinión es que deberíamos hacer la prueba, experimentar cómo van las cosas durante un par de días. Que falla, bueno, siempre nos queda la posibilidad de echarle la llave a ese cuarto otra vez, ¿no?

– ¡Eso es! -dice Cheswick y se golpea la palma de la mano izquierda con el puño de la derecha. Sigue de pie, como si temiera volver a toparse con el pulgar de McMurphy-. Eso es, doctor Spivey, si no funciona, podemos echarle la llave otra vez. Qué duda cabe.

El doctor atisba a su alrededor y ve que los demás Agudos asienten y sonríen y parecen tan complacidos con lo que él considera su propuesta que se ruboriza como Billy Bibbit y tiene que limpiarse un par de veces las gafas antes de conseguir decir algo. Me divierte ver a este hombrecillo tan pagado de sí mismo. Observa cómo asienten todos los chicos y él también hace un gesto de asentimiento y dice:

– Muy bien, muy bien -y apoya las manos sobre las rodillas-. Estupendo. Bueno, si todos estamos de acuerdo… creo que se me ha olvidado de qué íbamos a hablar esta mañana.

La cabeza de la enfermera vuelve a estremecerse ligeramente. Se inclina sobre su cesto y coge un dossier. Hojea los papeles y parece como si le temblaran las manos. Saca una hoja, pero antes de que pueda comenzar a leer, McMurphy se ha puesto de nuevo en pie y levanta la mano mientras se balancea alternativamente sobre uno y otro pie, y suelta un largo y meditado, «Oigaaa», y ella deja de pasar hojas, y se queda inmóvil como si el sonido de esa voz la hubiera petrificado al igual que el sonido de la suya había petrificado a aquel negro esta mañana. Cuando se queda ahí helada me sobrecoge otra vez esa extraña sensación. La observo con atención mientras habla McMurphy.

– Oigaaa, doctor, me muero por saber qué significa un sueño que tuve la otra noche. Verá fue como si fuera yo, el del sueño, pero al mismo tiempo no lo fuera como si fuese otra persona parecida a mí, como… como… ¡mi papá! Sí, era él. Tenía que ser mi papá porque a ratos me veía -le veía- con un clavo de hierro en la mandíbula como el que tenía papá…

– ¿Su padre lleva un clavo de hierro en la mandíbula?

– Bueno, ahora no, pero lo llevó en un tiempo, cuando yo era niño. ¡Se pasó unos diez meses con un gran clavo de metal que le entraba por aquí y le salía por acá! Cielo santo, parecía un verdadero Frankenstein. Le habían dado en la mandíbula con una pértiga un día que tuvo un altercado con el encargado de empujar los troncos río abajo en la serrería… ¡Hey! ¿Quieren que les cuente ese incidente…?

El rostro de la enfermera sigue sereno, como si le hubieran sacado un molde y lo hubiera pintado para prestarle exactamente la expresión deseada. Confiada, paciente, imperturbable. Ni un leve estremecimiento más, sólo la terrible mirada helada, una serena sonrisa moldeada en plástico rojo; una frente lisa, despejada, sin ni una arruga que demuestre flaqueza o preocupación; inexpresivos y grandes ojos verdes pintados sobre la cara, pintados con una mirada que dice puedo esperar, de vez en cuando, tal vez pierda algún que otro metro de terreno, pero puedo esperar, y mostrarme paciente y serena y segura de mí misma, porque sé que en realidad no tengo nada que perder.

Por un instante he creído verla derrotada. Es posible que así fuera. Pero ahora comprendo que no tiene ninguna importancia. Los pacientes van mirándola de reojo, uno tras otro, para comprobar cómo reacciona ante la manera en que McMurphy ha conseguido dominar la reunión y todos ven lo mismo. Es demasiado grande para nosotros. Cubre todo un lado de la habitación como una estatua de Jasper Jones. Imposible hacer mella en ella, imposible resistírsele. Acaba de perder una pequeña batalla, pero es una batalla sin importancia dentro de una gran guerra que ella ha venido ganando y que seguirá ganando. No debemos permitir que McMurphy nos haga abrigar esperanzas de algo distinto, que nos arrastre a cometer una estupidez. Ella seguirá ganando, como el Tinglado, porque la respalda todo el poder del Tinglado. No pierde con sus derrotas, pero gana con las nuestras. Para vencerla no basta con ganarle dos manos de cada tres o tres de cada cinco, es preciso salir triunfante cada vez que uno se enfrenta a ella. Basta que uno se descuide, basta que pierda una vez, para que ella gane toda la partida. Y todos tenemos que acabar perdiendo más pronto o más tarde. Es inevitable.

Ahora mismo, ha enchufado la máquina de hacer niebla y está funcionando a tal velocidad que ya sólo veo su rostro, y la niebla se hace más y más densa, y yo me siento tan desamparado y muerto como feliz me sentía hace un minuto, cuando ella se estremeció; casi me siento más desesperado que nunca, pues ahora sé que no hay forma de enfrentarse a ella o a su Tinglado. McMurphy está tan desamparado como yo. Nadie puede hacer nada. Y mientras más pienso en la imposibilidad de actuar, más densa se hace la niebla. Y, cuando por fin es tan espesa que uno se pierde en ella y puede dejarse ir y sentirse a salvo otra vez, yo me alegro.

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