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– Yo creo que lo lleva -argumenta uno.

– Yo digo que no; ¿habéis conocido alguna vez a alguien que de verdad lo llevara?

– Bueno, ¿pero habías conocido alguna vez a un tipo como ése?

El primer paciente se encoge de hombros y asiente.

– Un detalle a considerar.

Ahora va desnudo, excepto por una larga camiseta con curiosos monogramas rojos bordados delante y detrás. Y compruebo sin lugar a dudas (cuando pasa junto a mí, la camiseta se le levanta un poco por detrás y me permite echar un vistazo) que desde luego lleva el corsé, y tan apretado que podría estallar en cualquier momento.

Y de las ballenas del corsé le cuelgan media docena de bichos disecados atados por los pelos como si fuesen cueros cabelludos.

Lleva una botellita de algo y va bebiendo sorbos para que no se le agarrote la garganta y así poder hablar y un pañuelo empapado en alcanfor que se lleva de vez en cuando a la nariz para protegerse del hedor. Le sigue un apretado grupo de maestras y colegialas y gente por el estilo. Llevan delantales azules y el cabello rizado y peinado sobre las orejas. Escuchan la breve disertación que les ofrece durante el recorrido.

Se le ocurre algo divertido y tiene que interrumpir un momento su discurso para beber un sorbo de la botella y cortar de cuajo la risa. Una de sus discípulas aprovecha la pausa para mirar a su alrededor y ve al Crónico destripado que cuelga de un pie. Traga saliva y da un salto atrás. El de Relaciones Públicas se vuelve, divisa el cuerpo y corre a coger una de esas manos inertes y la retuerce. La alumna se agacha para echarle un prudente vistazo con el rostro como en trance.

– ¿Lo ve?, ¿lo ve?

Lanza agudos chillidos y hace girar los ojos y va bebiendo sorbos de su botella, tan fuertes son sus carcajadas. Sigue riendo hasta que creo que va a explotar.

Por fin consigue ahogar la risa y continúa avanzando a lo largo de la hilera de máquinas mientras prosigue su disertación. De pronto, se detiene y se da una palmada en la frente -¡Oh, qué distraído soy! – y corre otra vez junto al Crónico que cuelga del gancho para hacerse con otro trofeo y prendérselo en el corsé.

A derecha e izquierda ocurren cosas igualmente horribles: cosas alucinantes demasiado absurdas y extravagantes para provocar el llanto y demasiado ciertas para poder reírse de ellas; pero la niebla ya comienza a ser bastante espesa y no tengo que seguir mirando. Alguien me está tirando del brazo. Ya sé lo que ocurrirá: alguien me arrastrará fuera de la niebla y nos encontraremos nuevamente en la galería y no quedará rastro de lo que ha ocurrido esta noche y si fuese lo suficientemente estúpido para intentar hablar de ello a alguien, dirían: Idiota, sólo fue una pesadilla; cosas tan alucinantes como una gran sala de máquinas en las entrañas de una presa en la que obreros robots abren a la gente en canal no puede existir.

Pero si no existen, ¿cómo se explica que alguien las vea?

El señor Turkle me arrastra fuera de la niebla por un brazo y sonríe mientras me sacude. Dice: -Ha tenido un mal sueño, señor Bromden.

Es el ayudante que hace la larga guardia solitaria de las 11 a las 7, un viejo negro con una sonrisa como dormida, sobre un largo cuello vacilante.

– Vamos, ahora a dormir, señor Bromden.

Algunas noches, cuando la sábana que me sujeta está tan apretada que me obliga a retorcerme, me la afloja un poco. No lo haría si pensara que los del equipo de día podían descubrir que había sido él, pues probablemente le despedirían; pero supone que pensarán que la he aflojado yo mismo. Creo que en realidad se propone ser amable, ayudarme; pero antes se asegura de que no corre riesgo alguno.

Esta vez no afloja la sábana sino que se aleja para prestar ayuda a dos enfermeros, que veo por primera vez, y a un joven médico; están colocando al viejo Blastic en una camilla y se lo llevan, cubierto con una sábana. Nunca en su vida le habían tratado con tanto cuidado.

Por la mañana, McMurphy está en pie antes que yo; desde que estuvo aquí el Tío Jules, el Trepamuros, es la primera vez que alguien se levanta antes que yo. Jules era un viejo y astuto negro de cabello blanco, según el cual los enfermeros negros le daban la vuelta al mundo por la noche; solía deslizarse de la cama muy temprano, con objeto de descubrirles con las manos en la masa. Yo también me levanto temprano, como Jules, para ver qué maquinaria están introduciendo a hurtadillas o qué artefactos instalan en la sala de afeitar, y en general, antes de que se levante el próximo paciente, pasan quince minutos, durante los cuales estoy solo con los negros en el pasillo. Pero esta mañana, cuando aparto las mantas, oigo a McMurphy en el lavabo. ¡Le oigo cantar! ¡Canta como si no tuviera ninguna preocupación! Su voz rebota nítida y vigorosa contra el cemento y el acero.

– «Los caballos tienen hambre, dijo ella.» Disfruta con el eco de su voz en el retrete. «A mi lado arrímate y tendrás pienso.»

– «Mis caballos ya no tienen hambre, encanto, de tu pienso ya están harto-o-os.»

Alarga la nota y juguetea con ella, después baja otra vez de tono en el último verso para cerrar la canción.

– «Adiós, me voy, me voy.»

¡Está cantando! Todo el mundo se ha quedado estupefacto. Hacía años que no oían algo parecido, no en esta galería. La mayor parte de los Agudos del dormitorio se han incorporado en sus camas, apoyándose en un codo. ¿Cómo no le han hecho callar aún esos negros de ahí fuera? Es la primera vez que permiten que alguien arme tamaño escándalo, ¿verdad? ¿Cómo se explica que su comportamiento con este tipo sea distinto? Es un hombre de carne y hueso que acabará por debilitarse, palidecer y morir, como cualquier otro. Su vida está sometida a las mismas leyes, tiene que comer, tiene los mismos problemas; luego, es tan vulnerable a los ataques del Tinglado como todos los demás ¿o no?

Pero el recién llegado es distinto y los Agudos lo notan, es distinto a todos los que han pasado por esta galería en los últimos diez años, distinto a toda la gente que han conocido fuera. Es posible que sea igualmente vulnerable, pero el Tinglado no lo ha atrapado.

– «Con mi carro bien cargado» -canta-, «rienda en mano»…

¿Cómo logró escapar? Tal vez, como en el caso del Viejo Pete, el Tinglado no pudo ponerle a tiempo bajo control. Tal vez tuvo una infancia tan salvaje, siempre de un lugar a otro, por todo el país, sin pasar nunca, cuando era niño, más de un par de meses en la misma ciudad, que en realidad jamás llegó a sufrir las garras de una escuela; anduvo cortando madera, jugando, operando ruedas de feria, siempre viajando y trasladándose con tal frecuencia que el Tinglado nunca tuvo oportunidad de instalarle un control. Es posible que sea eso, que el Tinglado nunca tuvo una oportunidad, como tampoco ayer ese negro tuvo una oportunidad de acercársele con el termómetro, porque es difícil darle a un blanco en movimiento.

Nada de esposas pidiendo un parquet nuevo. Ni parientes tirándole de la manga con viejos ojos llorosos. Nadie que se ocupara de él, por eso goza de la libertad necesaria para ser un buen farsante. Y tal vez ésa es la razón de que los negros no corran a interrumpir su canto en el lavabo, porque saben que queda fuera de su control, y recuerdan lo que pasó aquella vez con Pete y lo que puede hacer un hombre incontrolado. Y comprenden que McMurphy es mucho más corpulento que el Viejo Pete; si van en serio a por él, los derribará a los tres y a la Gran Enfermera armada de una jeringa en la retaguardia. Los Agudos se hacen signos con la cabeza; por eso, suponen, los negros no han interrumpido su canto como hubieran hecho de tratarse de cualquiera de nosotros.

Salgo al pasillo justo en el momento en que McMurphy sale del lavabo. Lleva puesta la gorra y poca cosa más, sólo una toalla en torno a las caderas. Con una mano sostiene la toalla y con la otra un cepillo de dientes. Se queda de pie en medio del pasillo y comienza a pasear la mirada de arriba abajo mientras va dando saltitos de puntillas para evitar, en la medida de lo posible, el frío de las baldosas. Fija la vista en uno de lo negros, el más bajito, se le acerca y le da una palmada en el hombro como si fuesen amigos de toda la vida.

– Hola, viejo, ¿hay forma de conseguir un poco de pasta de dientes para cepillarme la herramienta?

El enano negro gira la cabeza y se da de narices con esa mano. Retrocede un poco, luego echa un rápido vistazo para asegurarse de que los otros dos negros están ahí, por si acaso, y le dice a McMurphy que el botiquín no se abre hasta las seis cuarenta y cinco.

– Es la norma -dice.

– ¿En serio? Quiero decir, ¿de verdad guardan la pasta de dientes ahí? ¿En el botiquín?

– Así es, en el botiquín, bajo llave.

El negro hace un ademán para indicar que debe continuar frotando el zócalo, pero esa mano sigue agarrada a su hombro como una gran abrazadera roja.

– ¿Conque la guardan en el botiquín? Vaya, vaya, vaya, ¿y por qué crees que la guardarán bajo llave? No es una cosa peligrosa, ¿verdad? Es imposible envenenar a alguien con pasta de dientes, ¿no? ¿Por qué razón crees tú que guardan bajo llave algo tan inocuo como un tubito de pasta de dientes?

– Es una norma de la galería, señor McMurphy, ésa es la razón.

Y cuando advierte que, al oír esta explicación, McMurphy no se impresiona como debiera, mira con recelo aquella mano apoyada sobre su hombro, y añade:

– ¿Qué supone que ocurriría si todo el mundo empezara a lavarse los dientes cuando le diera la gana?

McMurphy le suelta el hombro, se da un tironcito al mechón de vello rojo que le adorna el cuello y reflexiona.

– Uy-uy. Uy-uy, ya, ya veo adonde quiere ir a parar: la norma está pensada para los que no pueden lavarse los dientes después de cada comida.

– Por todos los santos, ¿no lo entiende?

– Sí, ahora sí. Dice que la gente se limpiaría los dientes siempre que se le ocurriera.

– Así es, por eso…

– Cielo santo, ¿se imagina? Empezarían a lavarse los dientes a las seis treinta, a las seis veinte… ¿quién sabe? Síi, ya comprendo.

Mira por encima del hombro del negro y hace un guiño en dirección a mi persona, allí, de pie junto a la pared.

– Tengo que limpiar este zócalo, McMurphy.

– Oh, no era mi intención estorbarle en su trabajo.

Comienza a retroceder, mientras el negro se pone otra vez manos a la obra. Luego da un paso adelante y se inclina para mirar la lata que el negro tiene junto a sí.

– Bueno, veamos; ¿qué tiene aquí?

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