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Harding le mira sin comprender.

– ¿De qué ruido me habla, señor McMurphy?

– Esa maldita radio. Válgame Dios. Ha estado sonando desde que llegué esta mañana. Y ahora no me vengas con el cuento de que no oyes nada.

Harding escucha atentamente.

– Oh sí, eso que llaman música. Sí, supongo que la oímos si prestamos atención, pero uno también puede oír los latidos de su corazón, si se concentra suficientemente. -Le hace un guiño a McMurphy-. Verá, lo que oye es un magnetófono. Casi nunca escuchamos la radio, amigo. Las noticias internacionales podrían resultar poco terapéuticas. Y todos hemos oído tantas veces esa cinta que nos resbala, al igual que el que vive cerca de una cascada acaba por no oír el sonido del agua. ¿Cree que si viviera cerca de una cascada la oiría durante mucho tiempo?

(Yo aún oigo el sonido de las cascadas en el río Columbia, siempre, siempre, oiré el aullido de Charley Barriga de Oso cuando ensartó un gran salmón, y el rumor de los peces en el agua, y las risas de los niños desnudos en la orilla, y las mujeres junto a los bastidores donde ponen el pescado a secar… sonidos que me llegan de un tiempo muy lejano.)

– ¿Siempre lo tienen conectado, como una cascada? -dice McMurphy.

– Lo apagan cuando dormimos -dice Cheswick -, pero funciona el resto del día, en serio.

– No lo soporto más. ¡Voy a decirle a ese estúpido de ahí dentro que lo pare o le daré una patada en el culo!

Va a levantarse y Harding le da en el brazo.

– Amigo, declaraciones como ésa pueden valerte una etiqueta de peligroso. ¿Quieres perder la apuesta?

McMurphy le mira.

– ¿Ah, conque es eso? ¿Una guerra de nervios? ¿No aflojan ni un momento?

– Eso es.

Se recuesta lentamente en su silla y dice: -Repámpanos.

Harding mira a los demás Agudos sentados en torno a la mesa.

– Caballeros, creo detectar ya un desmoronamiento muy poco heroico en el estoicismo de cowboy de película de nuestro pelirrojo retador.

Mira a McMurphy que está en el otro extremo de la mesa y le sonríe. McMurphy asiente con la cabeza, la echa hacia atrás como si se dispusiera a guiñar el ojo y se chupa el grueso pulgar.

– Muy bien, parece que el viejo Profesor Harding se está espabilando. Ha ganado un par de vueltas y comienza a ponerse chulo. Bueno; ahí lo tienen con un dos a la vista y ahí va un paquete de Marlboro a que no sigue… Huuy, quiere ver mi juego, de acuerdo, Profesor, ahí va un tres, quiere otro, ahí va otro dos, ¿a por todo Profesor? ¿Quiere ver si consigue esa doble paga o prefiere jugar sobre seguro? Otro paquete a que no sigue. Bueno, el Profesor quiere ver mi juego, se acabó la comedia, mala suerte, otra dama y el Profesor cateó…

Del altavoz comienza a salir otra canción, sonora y estridente y con mucho acordeón. McMurphy mira el altavoz y su discurso va subiendo de tono para no quedarse atrás.

– Andando, andando, muy bien, el siguiente, maldita sea, lo tomas o lo dejas… ¡Ahí voy…!

Sin parar hasta que, a las nueve treinta, se apagan las luces.

Podría haberme pasado la noche contemplando a McMurphy en esa mesa de «veintiuno», su manera de repartir las cartas, cómo hablaba y los iba avasallando hasta que parecían a punto de abandonar, luego les dejaba ganar un par de manos para que recuperasen la confianza y los hacía picar otra vez. En cierto momento, hizo una pausa para fumar un cigarrillo, se balanceó hacia atrás en la silla, con las manos bajo la nuca, y les dijo:

– El secreto de los buenos jugadores es saber descubrir qué espera el otro y saber hacerle creer que va a obtenerlo. Lo aprendí cuando trabajé una temporada en la rueda de la fortuna de una feria. Uno palpa al incauto con la mirada cuando se acerca y dice para sus adentros: «Ahí viene un tipo que se las da de muy macho.» Y cada vez que parece enfadarse porque no le va bien el juego se finge un miedo terrible y con expresión temblorosa se le dice: «No se preocupe, señor. La próxima vez invita la casa, señor.» Y así cada uno obtiene lo que deseaba.

Se echa hacia delante y las patas de su silla tocan el suelo con un chasquido. Coge la baraja, recorre el borde de las cartas con el dedo y lo golpea contra la mesa, se chupa el índice y el pulgar.

– Y en mi opinión lo que vosotros andáis buscando es un buen envite capaz de tentaros. Ahí van diez paquetes para la próxima vuelta. Andando, allá voy, a ver quién es el macho…

Y echa la cabeza hacia atrás y suelta una fuerte risotada al ver cómo se apresuran a apostar los chicos.

Esa risotada estuvo resonando toda la noche en la sala de estar y él no paró de bromear y parlotear y de intentar hacer reír a los otros jugadores mientras iba repartiendo las cartas. Pero todos tenían miedo de lanzarse; hace demasiado tiempo que han perdido la costumbre. Al fin él se cansó y se puso a jugar en serio. Le ganaron un par de vueltas, pero siempre lograba recuperarse, con esfuerzo o con astucia, y las pirámides de cigarrillos que tenía a ambos lados no paraban de crecer.

Entonces, poco antes de las nueve treinta, comenzó a dejarles ganar, les dejó que lo recuperaran todo con tanta rapidez que casi olvidaron lo que habían perdido. Pagó el último par de cigarrillos que le quedaba, dejó la baraja sobre la mesa, se recostó en la silla con un suspiro, se apartó la gorra de los ojos, y así terminó la partida.

– Bueno, se gana un par de manos, se pierden las otras, es la vida. -Meneó la cabeza con aire resignado-. No sé, siempre fui bastante bueno jugando al «veintiuno», pero creo que sois demasiado listos para mí. ¡Con esa especie de intención vuestra cualquiera se arriesga mañana a jugarse billetes de verdad!

Ni siquiera comete el error de imaginar que se lo creen. Les ha dejado ganar y todos los que contemplamos la partida lo sabemos. También lo saben los jugadores. Pero aun así, no hay ni uno que no tenga una mirada de triunfo en la cara mientras recoge su pila de cigarrillos -cigarrillos que en realidad no ha ganado, sino que sólo ha recuperado, puesto que de entrada eran suyos-, como si fuese el jugador más empedernido de todo el Mississippi.

El negro gordo y el otro negro, que se llama Geever, nos hacen salir de la sala de estar y comienzan a apagar las luces con una llavecita que llevan colgada de una cadena y, a medida que se va oscureciendo la sala, más grandes y más brillantes se ven allí, en su casilla, los ojos de la enfermera que tiene una marca de nacimiento. Se ha apostado junto a la puerta de la casilla de cristal y comienza a distribuir pastillas para dormir a los hombres que van desfilando frente a ella, y tiene que hacer un esfuerzo para no hacerse un lío con las pócimas que esta noche le corresponden a cada uno. Ni siquiera mira dónde echa el agua. Lo que la tiene tan alterada es el gigante pelirrojo de la espantosa gorra y la horrible cicatriz, que comienza a aproximársele. Observa cómo McMurphy se aparta de la mesa de juego en la oscura sala de estar, se pasa una mano callosa por la roja mata de vello que le asoma por la abertura de la camisa de trabajo y, por su forma de retroceder cuando él llega a la puerta de la casilla, imagino que la Gran Enfermera le ha hecho alguna advertencia. («Oh, antes de dejarlo todo en sus manos durante la noche, quisiera decirle una cosa, señorita Pilbow; ese nuevo paciente que está ahí sentado, el de las patillas rojas y las cicatrices en la cara… tengo buenos motivos para creer que es un obseso sexual.»)

McMurphy advierte que la enfermera le mira asustada, con los ojos muy abiertos, y asoma la cabeza por la puerta donde ella está repartiendo pastillas y le lanza una amplia sonrisa que quiere ser amistosa. Ella se aturulla al verlo y deja caer el jarro de agua a sus pies. Da un grito y un saltito, y al sacudir la mano se le escapa la píldora que estaba a punto de entregarme y se le cae en el escote del uniforme, en el mismo lugar donde esa marca de nacimiento parece formar un río de vino que fluye hacia un valle.

– Permita que le eche una mano, señora.

Y esa terrible garra traspasa la puerta de la casilla, llena de cicatrices y tatuajes y de un vivo color rojo.

– ¡Apártese! ¡Tengo dos ayudantes aquí en la galería!

Busca a los negros con la mirada, pero han salido a atar a los Crónicos a sus camas y están demasiado lejos para poder acudir en su ayuda en caso de emergencia. McMurphy sonríe y le muestra la palma de la mano para que vea que no tiene ninguna navaja. Ella sólo advierte el reflejo de la luz sobre esa palma callosa, lisa y brillante.

– Señorita, sólo quiero…

– ¡Apártese! Los pacientes no pueden entrar en… Oh, apártese, ¡soy católica! -y al decirlo tira de la cadenita de oro que lleva colgada al cuello y entre sus pechos aparece una cruz, ¡que catapulta la pastilla perdida! McMurphy da un manotazo justo frente a sus ojos. Ella grita y se mete la cruz en la boca y aprieta los ojos como si estuvieran a punto de violarla, y así se queda, blanca como el papel, a excepción de la mancha que parece aún más intensa, como si hubiera absorbido la sangre del resto del cuerpo. Cuando por fin vuelve a abrir los ojos su mirada topa con aquella mano callosa que le ofrece la cápsula roja.

– … iba a recoger el jarro que usted dejó caer. -Y se lo tiende con la otra mano.

Ella jadea con violencia. Coge el jarro que él le ofrece.

– Gracias. Buenas noches, buenas noches -y cierra la puerta en las narices del siguiente hombre, se acabaron las pastillas por hoy.

En el dormitorio, McMurphy deja caer la pastilla sobre mi cama.

– ¿Quieres tu dulcecito, Jefe?

Niego con la cabeza y él sacude la pastilla de la cama con el dedo como si fuera un bicho molesto. La pastilla cae al suelo dando tumbos con un chirrido de grillo. Él se dispone a acostarse, comienza a desvestirse. Debajo de los pantalones de trabajo lleva unos calzoncillos de satén negro como el carbón, cubiertos de grandes ballenas blancas con los ojos rojos. Sonríe cuando ve que estoy mirando sus calzoncillos.

– Regalo de una estudiante de Oregón, Jefe, graduada en Literatura. -Tira del elástico con el pulgar-. Dijo que me los daba porque yo era un símbolo.

Tiene los brazos y el cuello y la cara tostados por el sol y cubiertos de un rizado vello anaranjado. Luce un tatuaje en cada uno de sus grandes hombros; uno dice «Luchadores Empecinados» y ostenta un diablo con un ojo rojo y cuernos también rojos y un rifle M-l; el otro representa una mano de póquer extendida sobre el músculo: ases y ochos. Deja el hatillo de ropas sobre la mesita de noche que hay junto a mi cama y comienza a dar puñetazos a la almohada. Le han dado una cama justo al lado de la mía.

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