Regresé a casa más o menos en la misma época del año en que me había ido. Los bosques y prados que rodeaban Buchenwald estaban verdes. Había hierba hasta en las fosas comunes llenas de cadáveres recientes, y en la plaza abandonada de los recuentos vespertinos, la llamada Appellplatz, había restos de fogatas, trapos, papeles y latas de conservas vacías. El asfalto se deshacía bajo el calor de mediados de verano, cuando me preguntaron si me sentía capaz de hacer el viaje de regreso. Éramos un grupo de muchachos, bajo el mando de un hombre ya canoso, bajito y con gafas: uno de los miembros del comité del campo encargado de los trámites durante el viaje. Había camiones, y los soldados americanos se mostraban dispuestos a llevarnos hacia el este; lo demás dependería de nosotros, explicó, y nos pedía que lo llamáramos tío Miklós. La vida, añadió, había que seguir viviéndola, y claro, yo comprendí que no nos quedaba otra cosa que hacer, puesto que habíamos tenido la suerte de poder permitírnoslo. Yo me encontraba más o menos bien, con algunos problemas menores, pequeños fallos o discapacidades. Por ejemplo, si apretaba la carne en cualquier parte de mi cuerpo, presionándola con un dedo, la marca permanecía visible por mucho tiempo, se formaba una especie de hueco, como si hubiera metido el dedo en alguna materia sin vida, queso, cera o algo así. Mi cara también me sorprendió, cuando, en una de las confortables habitaciones, equipadas con espejo, del antiguo hospital de las SS la volví a ver por primera vez: yo recordaba otra cara distinta. La que ahora contemplaba en el espejo tenía cabellos de algunos centímetros, dos bultos recientes debajo de las orejas, extrañamente separadas, bolsas debajo de los ojos, arrugas y bultos, y se parecía más que nada a algo que -según el recuerdo de mis lecturas- podría haber denominado un rostro «tempranamente envejecido y malgastado a causa de los placeres carnales»; también de aquellos ojos empequeñecidos guardaba yo otro recuerdo, más simpático, más digno de confianza. Además cojeaba, arrastraba ligeramente la pierna derecha. «Nada -decía el tío Miklós-, ya te curarás pronto en casa.» En casa -nos dijo- construiríamos una nueva patria y, para empezar, nos enseñó algunas canciones. Al pasar a pie por los pueblos y ciudades pequeñas -algo que ocurría con relativa frecuencia-, cantábamos esas canciones, mientras avanzábamos en filas de tres, como soldados. A mí me gustaba una canción en especial, No, no, no nos moverán, no sabría decir muy bien por qué. Había otra que me gustaba también, sobre todo cuando decía: «Trabajamos todo el día / y de hambre casi nos morimos pero nuestras manos no dejan de apretar el fusil». Por otra razón diferente me gustaba entonar esta letra: «Somos el ejército de los jóvenes proletarios», después de lo cual había que gritar sin cantar: «Rotfront» [Frente rojo], lo que provocaba que los alemanes cerraran puertas y ventanas y se esfumaran en los portales o en las calles laterales.
Mi equipaje no pesaba mucho: era un bolso un tanto incómodo de llevar, por ser demasiado estrecho y demasiado largo, un bolso azul marino de lona, típico del ejército norteamericano. Dentro del bolso llevaba dos mantas gruesas, una muda, un suéter gris, con el cuello y las mangas verdes, procedente de los almacenes abandonados por las SS, y también víveres, latas de conservas y cosas así. Iba vestido con pantalones verdes de pana del mismo ejército, zapatos con suelas de goma que parecían resistentes y una especie de polainas de cuero que parecían irrompibles y estaban equipadas con cintas de cuero con hebillas. Para taparme la cabeza, encontré un gorro rarísimo que parecía excesivo para el calor: tenía visera y, en ella, un rombo -me acordé del nombre por mis estudios de geometría-; según me dijeron, probablemente habría sido propiedad de algún oficial polaco. Hubiera podido conseguir, en los almacenes, un abrigo mejor, pero me conformé con el mismo de siempre, el de las rayas, pero sin triángulo ni número, usado, que me había servido durante tanto tiempo. La verdad es que lo escogí, no me podía desprender de él y pensé que así no habría lugar a dudas. Además, era una prenda práctica y cómoda, no muy calurosa para el verano.
Hicimos el viaje en camiones, carros de caballos, a pie y también utilizamos los autocares regulares, según lo que encontrábamos y los vehículos cedidos por los distintos ejércitos. Dormíamos en cobertizos abandonados, en los bancos de una escuela vacía o simplemente bajo el cielo estrellado, sobre el césped de los parques que hallábamos en el camino, entre aquellas casitas como de cuento. Incluso llegamos a viajar en barco por un río más pequeño que el Danubio, el Elba, según me dijeron. En una ocasión pasamos por algo que había sido muy probablemente una ciudad, pero que ahora se reducía a un montón de escombros y alguna que otra pared solitaria, negra y quemada. La gente vivía entre aquellas paredes, entre aquellos escombros, debajo de lo que quedaba de los puentes, y yo trataba de alegrarme por ellos, porque a fin de cuentas estaban vivos. Llegué a coger un tranvía rojo y un tren de verdad que tenía vagones de verdad, para uso humano, con asientos y todo, aunque yo sólo encontrara sitio en el techo. Nos apeamos en la estación de una ciudad checa, donde ya había gente hablando en húngaro. Mientras esperábamos el tren de enlace, la gente se reunió alrededor de nosotros: hombres y mujeres, niños y mayores, gente de todo tipo. Nos preguntaron si veníamos de algún campo de concentración y si nos habíamos encontrado por casualidad con algunos de sus parientes, llamados así y asá. Yo les respondía que en los campos de concentración la gente no tenía nombres ni apellidos. Entonces trataron de describirlos, el color del pelo, los rasgos característicos, y yo les dije que tampoco con eso llegaríamos a nada, puesto que la gente suele cambiar mucho y muy rápido en los campos de concentración. Así pues, terminaron yéndose, pero uno de ellos se quedó con nosotros. Era un hombre vestido con camisa y pantalones de verano; metía los dedos gordos en el cinturón, y con los demás dedos golpeaba rítmicamente la tela. Me preguntó -y me entraron ganas de sonreír- si había estado en las cámaras de gas. Le dije: «Entonces no estaría aquí, hablando con usted». «Por supuesto», me respondió, pero insistía en querer saber si las cámaras de gas existían de verdad. Le contesté que claro que existían, como otras muchas cosas, pero que todo dependía del tipo de campo. En Auschwitz sí las había, le expliqué, pero yo venía de Buchenwald. «¿De dónde?», me preguntó, y tuve que repetirle: «De Buchenwald». «Así que de Buchenwald», me imitó, y yo asentí con la cabeza: «Sí». Él dijo entonces: «Vamos a ver -y puso cara de entendido-, así que usted oyó hablar de las cámaras de gas». No sé por qué pero me emocionó que alguien me llamara de usted, de esa manera tan seria, tan parsimoniosa. Yo volví a asentir. «Sin embargo -prosiguió con la expresión de alguien que pretende poner orden en el desorden y arrojar luz sobre la oscuridad-, no las vio con sus propios ojos.» Tuve que reconocer que no. «Ya entiendo», dijo, y se fue, con un pequeño gesto de cabeza como de despedida, caminando con la espalda muy recta; de alguna manera parecía contento. Luego nos llamaron porque el tren ya había llegado: corrimos, y yo pude coger un sitio bastante bueno, en una de las escaleras de madera, de considerable amplitud.
Por la mañana me despertaron los movimientos del tren aunque avanzábamos despacio. Me fijé en que los pueblos ya tenían nombres húngaros. Aquel río que brillaba un poco más lejos era el Danubio, y toda esa tierra que ardía y temblaba bajo el calor era tierra húngara. Después entramos en una estación destartalada cuyas ventanas estaban rotas: los otros decían que era la estación oeste, y era verdad: la reconocí más o menos.
Fuera, delante de la estación, el sol iluminaba la acera. El calor era asfixiante, había muchísima gente, muchísimo tráfico, muchísimo polvo por todas partes. Los tranvías eran amarillos y llevaban el número seis: eso tampoco había cambiado. Había vendedores que ofrecían pasteles rarísimos, periódicos y otras cosas. La gente parecía tener mucha prisa, iban y venían en todas las direcciones, empujándose, casi corriendo. Nosotros -según me enteré- teníamos que ir a un puesto de socorro para dar nuestros nombres y recoger a cambio papeles y dinero: cosas ya imprescindibles de la vida. El puesto en cuestión se encontraba justo delante de otra estación, la del este, así que en la primera esquina cogimos un tranvía. Aunque las calles me parecieran un tanto destartaladas, desgastadas, aunque algunas casas estuvieran en ruinas o no existieran, otras tuvieran ventanas rotas y muchos desperfectos más, pude reconocer todos los lugares que recorrimos durante el itinerario y también la plaza donde nos bajamos. El puesto de socorro se encontraba justo enfrente de un cine que yo conocía, dentro de un edificio público grande, gris y bastante feo: el patio, la sala de espera, los pasillos estaban llenos de gente. Algunos estaban de pie; otros sentados, esperando, unos iban y otros venían, algunos conversaban y otros permanecían callados. Muchos llevaban ropa usada, uniformes de los distintos campos de concentración y de los distintos ejércitos; había algunos que vestían un uniforme a rayas como el mío, pero también había otros que llevaban ropa normal, con camisa blanca y corbata. Éstos, de vestimenta tan elegante, hablaban de asuntos importantes, cogiéndose las manos por detrás de la espalda, llenos de orgullo, igual que hacían antes de irse a Auschwitz. Algunos recordaban y comparaban la situación en los campos de concentración, otros trataban de adivinar el montante de la ayuda que nos darían, algunos opinaban que los trámites eran lentos y complicados y que existían tratos favorables para algunos y desfavorables o desventajosos para ellos mismos, pero todos parecían estar de acuerdo en una cosa: había que esperar y mucho. Yo me aburría también, por lo que pronto cogí mi bolso y regresé al patio para luego salir a la calle. Vi otra vez el cine y me acordé de que un par de calles hacia la derecha estaba la calle Nefelejcs.
Encontré fácilmente la casa: allí estaba, igual -por lo menos para mí- que las demás casas, unas amarillas y otras grises, todas destartaladas. En el portal encontré los nombres de los vecinos, y vi que no me había equivocado: allí estaba el nombre. Subí hasta el segundo piso. Mientras subía, despacio, por unas escaleras viejas y malolientes, observé a través de las ventanas el patio interior con los pasillos alrededor: abajo había un poco de césped, un árbol solitario y triste que apenas tenía unas cuantas hojas polvorientas. De uno de los pasillos salió una mujer para sacudir la bayeta, por el otro lado se oía una radio y también un niño que chillaba. Cuando la puerta se abrió ante mí, me quedé sorprendido, porque después de tanto tiempo volví a ver los rasgos de Bandi Citrom en el rostro de una mujer bajita, de pelo negro, todavía bastante joven. Se echó ligeramente para atrás, probablemente por mi abrigo, y antes de que cerrara la puerta, me apresuré a preguntarle: «¿Está Bandi Citrom?». Me dijo que no. Le pregunté si quería decir que no estaba en ese momento, y ella me respondió, sacudiendo ligeramente la cabeza y cerrando los ojos: «No, no está desde hace tiempo», y cuando volvió a abrir la puerta, vi que en sus ojos brillaban las lágrimas. Sus labios temblaban, y yo pensé que sería mejor que me fuera cuanto antes, pero entonces salió de la penumbra del recibidor una mujer delgada, vestida de negro y con un pañuelo en la cabeza, y yo le dije: «Estaba preguntando por Bandi Citrom». La mujer respondió lo mismo: «Aquí no está, pero vuelva usted otro día, en un par de días, por ejemplo»; noté que la otra mujer, la más joven, ladeaba la cabeza con un movimiento lánguido, sin fuerzas, mientras se llevaba la mano a la boca, como si estuviera tratando de tapar, de ahogar una palabra, una frase que le quería salir. Le expliqué a la vieja: «Estuvimos juntos en Zeitz», y ella me preguntó con un tono de reproche: «Y entonces ¿por qué no volvieron juntos a casa?». «Nos tuvimos que separar, a mí me trasladaron a otro sitio.» Ella quería saber si todavía había más húngaros allí fuera. Le dije que claro, que muchos. Entonces ella se dirigió con un tono victorioso a la mujer más joven: «¡Ya ves! -Y siguió hablando conmigo-: Siempre le digo que sólo están empezando a llegar, pero mi hija se impacienta, no quiere tener esperanza». Estuve a punto de decirle que, según mi opinión, la hija tenía razón y que probablemente conocía mejor a Bandi Citrom. Me invitó a entrar, pero me excusé con que tenía que ir a casa. «Seguramente lo estarán esperando sus padres», me dijo. «Desde luego», le respondí. «Bueno, pues dése prisa, les va a gustar la sorpresa.» Y me marché.