No puede haber, creo yo, ningún preso que al principio no se extrañe de su condición. También nosotros, los muchachos, estuvimos mirándonos extrañados en el patio al que llegamos después de la ducha. Me fijé en un hombre joven que estaba junto a mí, el cual se examinaba su vestimenta, palpándola de arriba abajo, con mucha atención y dedicación pero también con incredulidad, como si tratara de comprobar la calidad de la tela. Luego miró alrededor como si quisiera decir algo, pero al final no dijo nada porque vio que todos estábamos vestidos igual: por lo menos eso me pareció, aunque quizás estaba equivocado. Incluso con su cabeza rapada, con aquella vestimenta, con su uniforme de preso que le quedaba un poco corto pude reconocerlo por su cara huesuda: era el enamorado que una hora antes -porque una hora más o menos había pasado desde nuestra llegada hasta nuestra transformación completa- se había visto obligado a separarse de su enamorada con tanta pena.
En ese momento, de repente, sentí que me arrepentía de algo. Cuando todavía vivía en mi casa, encontré por casualidad un libro en el estante; se trataba de un libro cubierto de polvo que probablemente nadie había leído jamás. El autor había sido un preso; yo empecé a leerlo pero no pude acabarlo porque no lograba entender el razonamiento del escritor. Me pareció que los protagonistas tenían nombres muy largos, muy complicados, imposibles de retener y, al fin y al cabo, aquel libro no me interesaba en absoluto; después de todo yo aborrecía la vida de los presos. Ahora que, sin lugar a dudas, lo iba a necesitar, no tenía ni idea de lo que allí se narraba. Lo único que recordaba era que el preso decía que se acordaba más de los primeros días de su cautiverio que de los últimos, a pesar de que éstos estaban más próximos al período en que escribió su obra. Esa sola idea ya me pareció sospechosa, pues creía que se trataba de una mentira. Sin embargo, ahora sé que decía la verdad: yo mismo recuerdo mucho mejor el primer día que todos los siguientes.
Al principio, me sentía como si sólo estuviera allí de paso, de una manera lógica y comprensible, como corresponde a los engaños e ilusiones típicos de la naturaleza humana. El patio, ese terreno soleado, parecía un tanto desierto, no había ni rastro del campo de fútbol, ni huerta, ni plantas, ni césped, sólo una enorme y sencilla edificación de madera que me recordaba un pajar o un cobertizo: seguramente nuestro nuevo hogar. Para entrar, nos dijeron, teníamos que esperar el toque de queda vespertino. Por delante y detrás de nuestro edificio había otros, muy similares, dispuestos en filas que parecían infinitas, y a la izquierda, otra fila con los mismos edificios separados por espacios iguales. Más lejos se veía un camino ancho, asfaltado, mejor dicho otro camino ancho y asfaltado, puesto que después de salir de la ducha, la uniformidad de los edificios, patios y caminos era tal que yo ya no distinguía nada de nada. En el punto en el que ese camino convergía con otro que se extendía entre los cobertizos, había una barrera con rayas rojas y blancas, finas y bien trazadas, como de juguete. A la derecha se veían las vallas con alambre de púas, reforzadas, según nos dijeron, con corriente eléctrica; yo no pude creerlo hasta que tuve ocasión de reconocer aquellos pequeños pivotes de porcelana blanca, tan típicos de los postes de electricidad y de teléfono. La descarga -nos decían- sería seguramente mortal; en realidad bastaba con pisar la estrecha franja de tierra arenosa que bordeaba la valla para que desde una de las torres de vigilancia nos dispararan sin previo aviso (eran las torres de madera que yo en la estación había tomado por puestos de caza). Todo esto nos lo explicaron con empeño y dándose mucha importancia los que parecían mejor informados.
Al cabo de un rato llegaron los voluntarios, trayendo recipientes rojos y pesados que hacían mucho ruido al chocar unos contra otros. Ya habíamos sido informados y la noticia corría de un lado a otro, a lo largo y ancho de todo el patio: «¡Nos van a traer sopa caliente!». La verdad es que yo también creía que ya era hora de que nos dieran algo de comer; sin embargo, me pareció excesiva la alegría que mostraban unas caras llenas de gratitud, una alegría especial, como de niños, que los invadió con la noticia. Tuve la sensación de que no se debía tanto a la sopa como simplemente al cuidado y atención que nos brindaban por primera vez después de tantas sorpresas desagradables desde nuestra llegada. También me pareció probable que la noticia la hubiera empezado a difundir aquel preso que parecía nuestro guía, para no decir nuestro anfitrión. Él también llevaba un uniforme de corte perfecto, como el preso de la ducha, tenía pelo -ese detalle ya me resultaba rarísimo- y llevaba un gorro de fieltro azul que en casa solíamos denominar «boina vasca» y zapatos amarillos de cuero, muy bonitos. Llevaba un lazo rojo en el brazo que era evidentemente una señal de autoridad; en ese momento consideré seriamente la idea que me habían inculcado en casa, según la cual «el hábito no hace al monje». El preso llevaba un triángulo rojo en el pecho, señal inequívoca de que él no estaba allí por su sangre sino por su manera de pensar y sus ideales. Con nosotros estuvo simpático aunque reservado y bastante parco en palabras; nos informó de todo lo necesario con mucho gusto. Su comportamiento no me pareció extraño, al fin y al cabo ya llevaba tiempo allí y conocía la situación. Era un hombre alto, más bien delgado, en cuyo rostro, aunque simpático, eran evidentes los signos del cansancio. Me di cuenta de que muchas veces trataba de distanciarse de nosotros y -no sé por qué- nos miraba con extrañeza; pude comprobarlo en sus miradas incrédulas, las muecas en su cara y los gestos de su cabeza. Más tarde me dijeron que era de origen eslovaco. Algunos de los nuestros hablaban su idioma y formaban pequeños grupos alrededor de él.
Fue él mismo quien nos distribuyó la sopa, utilizando un cucharón raro, de mango muy largo que parecía un embudo, y con la ayuda de otros dos presos que tampoco eran de los nuestros. Éstos le iban pasando unos platos rojos y unas cucharas cochambrosas. Tendríamos que apañarnos con un plato y una cuchara para dos personas, puesto que no había para todos; por la misma razón, después de tomarnos la sopa tendríamos que entregarlo todo de nuevo. Cuando me tocó el turno, recibí mi sopa, mi plato y mi cuchara junto con el Curtidor; aquello no me gustó nada puesto que no tenía la costumbre de comer con nadie del mismo plato, pero comprendí que la necesidad producía situaciones anómalas. Primero, probó él la sopa y luego me pasó el plato inmediatamente. Tenía una expresión un tanto rara; al preguntarle qué tal estaba la sopa me dijo que la probara. Vi que todos los muchachos se miraban con sorpresa, entre risas. Entonces yo también probé la sopa y tuve que reconocer que, lamentablemente, era incomestible. Le pregunté al Curtidor qué hacíamos con ella y me respondió que, por él, la podíamos tirar. En aquel momento, una voz muy serena detrás de mí nos comunicó: «Así es la sopa aquí». Era un hombre bajito, bastante mayor, a quien encima del labio superior se le veía la marca del bigote. Su cara reflejaba una mezcla de bondad y experiencia. Varias personas alrededor miraban con disgusto sus respectivos platos y cucharas. Él les explicó que había participado en la Primera Guerra Mundial como oficial del ejército. Allí había tenido ocasión, según dijo, de comer hasta hartarse esa sopa, entre los soldados alemanes en el frente donde habían luchado. Según su opinión, la sopa estaba preparada con «ingredientes desecados», lo que resultaba un tanto raro para el estómago húngaro, reconoció con una sonrisa indulgente llena de comprensión.
Siguió diciéndonos que uno podía acostumbrarse a ella y que era necesario puesto que tenía «un alto valor nutritivo y muchas vitaminas», gracias al conocimiento que tenían los alemanes de la conservación de los alimentos. «De todas formas -añadió con otra sonrisa- la primera regla que debe cumplir un buen soldado es comerse todo lo que le den porque nunca sabe si al día siguiente se lo volverán a dar.» Dicho esto, empezó a comerse su ración, tranquilo y circunspecto, sin hacer una sola mueca de disgusto hasta que la terminó. Yo había decidido tirar la mía a un lado de la barraca, como había visto hacer a algunos adultos y muchachos. Sin embargo cambié de idea al ver que nos observaba un soldado, representante de la autoridad, y temí que pudiera ofenderse; aunque lo único que advertí en su rostro fue una mirada extraña y una sonrisa indefinida. Devolví entonces el plato y la cuchara y a cambio me entregaron una gruesa rebanada de pan con un cubito blanco encima que, por su forma y tamaño, se parecía a los cubitos de los juguetes de construcción y que resultó ser mantequilla, margarina, nos decían. Me lo comí todo a pesar de que nunca había probado un pan como aquél: era cuadrado y no tenía corteza ni miga, parecía estar hecho de barro negro y al masticarlo, unos trocitos de paja y de granos crujían entre los dientes. Pero al fin y al cabo era pan y yo tenía hambre después de un viaje tan largo. A falta de mejor instrumento, extendí la margarina con el dedo, a la manera de Robinson, como lo vi hacer a otros. Luego me fui a buscar agua pero con gran disgusto comprobé que no había: «Vaya, otra vez a pasar sed, como en el tren», pensé con irritación.
Entonces percibimos claramente aquel olor difícil de definir que ya nos había llamado la atención: era un olor dulzón y pegajoso, con un deje a residuo químico ya conocido, un olor tan intenso que casi me hizo devolver el pan. No nos fue difícil descubrir que procedía de una chimenea situada a nuestra izquierda, en la dirección del camino asfaltado pero mucho más lejos. Parecía la chimenea de una fábrica y, según la respuesta que nos habían dado alguno de los soldados, era en realidad la chimenea de una fábrica de cuero. Yo asocié aquel olor con el de otra fábrica de cuero por la que pasábamos algún domingo, cuando iba con mi padre a ver un partido de fútbol en el estadio de újpest.
Al pasar por su lado en el tranvía, siempre tenía que taparme la nariz. También nos dijeron que, por suerte, nosotros no trabajaríamos allí, pues si todo iba bien, si no había brotes de fiebre tifoidea, disentería u otras epidemias, nos trasladarían pronto a un lugar mejor. Por este motivo no llevábamos todavía números en la ropa o en la piel, como nuestro comandante, nuestro «comandante de bloque» como lo llamaban. Entre nosotros, alguno se mostró muy interesado por ver el número que estaba escrito en su muñeca, con tinta verde, como grabado en su piel de manera indeleble, con la ayuda de unas agujas, «tatuado», nos dijeron.