Por la noche más o menos me las arreglaba y, al cabo de saltos, andanzas y arrastres, llegaba al barro de fuera y bajo la luz de los focos encontraba lo que buscaba. Pero ¿qué hacer durante el día si nos entraban las ganas -irrefrenables debido a la diarrea- estando en un destacamento? Había que hacer entonces de tripas corazón, quitarse la gorra y pedirle al guardia permiso para ir al retrete. En el supuesto de que hubiera uno en los alrededores para uso de los presos y de que el guardia fuera bondadoso, podíamos pedir permiso una vez y luego otra, pero ¿quién se atrevería a pedírselo una tercera vez, poniendo a prueba su paciencia? Entonces sólo nos quedaba la lucha silenciosa -con los dientes bien apretados y la tripa temblorosa- para ver quién resultaba vencedor: nuestro cuerpo o nuestra voluntad.
Como último recurso -esperándolo o no, provocándolo o tratando de evitarlo- siempre quedaban las palizas. Yo también recibí las mías, naturalmente, ni más ni menos que otros, el promedio, como cualquiera de nosotros, en justa correspondencia con las condiciones generales de nuestro campo, nada personal ni nada accidental. Parece ilógico, pero así fue: a mí no me tocaron los más autorizados o los designados habitualmente para ello, los miembros de las SS, sino un soldado de los llamados Todt, un cuerpo menos definido, cuyos miembros llevaban uniforme amarillo y desempeñaban funciones de capataz en el trabajo. Él era quien nos vigilaba y quien se dio cuenta -con qué vozarrona, con qué salto lo demostró- de que yo había dejado caer el saco de cemento. La verdad es que el trabajo de cargar sacos de cemento era uno de los más apreciados -y con toda razón- en los destacamentos, un trabajo excepcional que se recibía con una alegría apenas demostrable. Había que inclinar la cabeza para que otro te colocara un saco en el hombro y en el cuello; con el saco a cuestas había que ir hasta un camión donde alguien te lo quitaba; luego regresabas -dando una vuelta de tamaño variable según las posibilidades del momento- y, si tenías suerte, todavía había gente en la fila, con lo cual se ganaba más tiempo, hasta el saco siguiente. El saco no pesaba más de diez o quince kilogramos, lo que en condiciones normales parece un juego de niños, hasta se podría jugar a la pelota con ellos, pero yo tropecé y lo dejé caer. El saco de papel se rompió, volcándose en el suelo su contenido, esa materia valiosa, el cemento. Al instante el soldado estaba a mi lado y yo sentía su puño en la cara; me tiró al suelo y puso sus botas en mis costillas y su mano en mi cuello: me empujaba la cara contra el suelo, contra el cemento, para que lo recogiera, lo recuperase; pretendía que chupara el cemento. Me agarró y me volvió a poner de pie, diciendo que me demostraría «Ich werde dir zeigen, Arschloch, Scheisskerl, verfluchte´ Judehund» [Te enseñaré lo que es bueno, gilipollas, cabrón, maldito perro judío], que yo no dejaría caer ningún saco más, me prometía. A partir de entonces, él mismo me ponía los sacos encima, sólo se ocupaba de mí, sólo me seguía a mí con los ojos hasta el camión y, de regreso, me hacía poner el primero aunque hubiese gente en la cola delante de mí. Al final, actuamos perfectamente coordinados, ya nos conocíamos, yo veía en su rostro cierta satisfacción, cierto aliento, por no decir cierto orgullo, y en cierta manera tuve que reconocer que con razón, al fin y al cabo, puesto que aguanté, yendo y viniendo, llevando y trayendo -aunque me tambaleaba, me agachaba, con los ojos cubiertos por un velo oscuro-, sin dejar caer ni un saco más; a fin de cuentas eso le dio la razón a él. Al terminar ese día sentí, por primera vez, que algo se había degradado definitivamente en mi interior, y a partir de aquel día todas las mañanas me levantaba con el pensamiento de que aquélla sería la última mañana en que me levantaría; hacía cada movimiento con el pensamiento de que se trataba de mi último movimiento; sin embargo, los seguía haciendo, por lo menos de momento.