Poco después se toparon con un mullah de blancas vestiduras y barba teñida de rojo y, para frustración de Ellis, Halam inmediatamente inició una conversación con él, idéntica a la que había mantenido con los dos viajeros anteriores.
Ellis sólo vaciló un instante. Se acercó a Halam, lo aferró con un doloroso doble gancho de sus brazos y lo obligó a seguir caminando.
Halam luchó brevemente, pero pronto el dolor lo obligó a detenerse. Gritó algo, pero el mullah simplemente se quedó mirándolo con la boca abierta, sin hacer nada. Al mirar hacia atrás, Ellis vio que Jane había tomado las riendas y los seguía con Maggie.
Después de recorrer algunos metros, Ellis soltó a Halam.
– Si los rusos me encuentran, me matarán -explicó-. Por eso no debes conversar con nadie.
Halam no contestó, pero adoptó una expresión sumamente malhumorada.
Después de haber caminado un rato, Jane expresó su preocupación.
– Me temo que nos hará pagar por eso -dijo.
– Supongo que sí -contestó Ellis-. Pero de alguna manera tenía que hacerlo callar.
– Simplemente creo que podrías haber encontrado un modo mejor de hacerlo.
Ellis sofocó un impulso de irritación. Tuvo ganas de preguntar: ¿Y por qué no lo hiciste tú, ya que eres tan inteligente¿, pero ése no era momento para pelear. Halam pasó junto al siguiente viajero sólo con un saludo brevísimo y formal y Ellis pensó: Por lo menos mi técnica fue eficaz.
Al principio la marcha fue mucho más lenta de lo que Ellis suponía que sería. Los meandros del sendero, el terreno desigual, el hecho de estar ascendiendo y los continuos encuentros con otros viajeros significó que a media mañana sólo habían conseguido recorrer el equivalente a seis o siete kilómetros en línea recta. Sin embargo, después el trayecto se tornó más fácil y el camino atravesaba los bosques a gran altura por encima del río.
Todavía había un pueblo o villorrio, a cada kilómetro y medio, pero en lugar de ser casitas de madera construidas en la ladera de la montaña como sillas plegables amontonadas al azar, eran viviendas de forma cuadrada, edificadas utilizando la misma piedra de los riscos en cuyas laderas se erguían precariamente, como nidos de gaviotas.
A mediodía pasaron por un pueblo y Halamá consiguió que los invitaran a entrar en una casa y les ofrecieran té. Era una construcción de dos pisos donde, por lo visto, la planta baja servía como almacén, igual que en las casas inglesas medievales que Ellis recordaba haber visto en sus libros de historia de noveno grado. Jane le regaló a la dueña de casa una botellita de un jarabe rosado para combatir los par sitos intestinales de sus hijos y a cambio recibió pan recién horneado y un delicioso queso de leche de cabra. Se sentaron sobre alfombras en el suelo, alrededor de una fogata, con las vigas de madera y la paja del techo a la vista por encima de sus cabezas. No existía chimenea, así que el humo -subía hasta el techo y poco a poco se colaba hacia el exterior. Ellis supo que era por eso que las casas carecían de cielos rasos.
Le hubiera gustado permitir que Jane descansara después de comer, pero no se atrevió a correr el riesgo, porque ignoraba a qué distancia los seguían los rusos. Ella tenía aspecto de cansada, pero estaba bien. Y el hecho de partir inmediatamente tenía, además, la ventaja de impedir que Halam entrara en conversaciones con los habitantes del pueblo.
Sin embargo, Ellis observó cuidadosamente a Jane mientras continuaban subiendo por el valle. Le pidió que condujera a la yegua por la rienda, mientras él se hacía cargo de Chantal, porque juzgó que llevar en brazos a la pequeña debía de ser más agotador.
Cada vez que llegaban a un valle lateral que conducía al este, Halamá se detenía y lo estudiaba cuidadosamente, después meneaba la cabeza y proseguía la marcha. Resultaba evidente que no estaba seguro del camino, aunque lo negó enfáticamente cuando Jane se lo preguntó. Esto era endurecedor, especialmente porque Ellis tenía una impaciencia enorme por salir del valle de Nuristán, pero le consolaba la idea de que si Halam no se sentía seguro de cuál valle tomar, los rusos tendrían menos posibilidades de saber cuál había sido el camino escogido por los fugitivos.
Empezaba a preguntarse si Halam habría pasado por alto el lugar donde debían doblar, cuando el muchacho se detuvo junto a un arroyo cantarín que desembocaba en el río Nuristán y anunció que la ruta que debían seguir quedaba en ese valle. Parecía deseoso de detenerse a descansar un rato, como si se mostrara renuente a abandonar el territorio que le resultaba familiar, pero Ellis lo obligó a proseguir el mismo ritmo de marcha.
Pronto se encontraron subiendo por un bosque de abedules plateados y el valle principal se perdió de vista a sus espaldas. Frente a ellos podían ver la cadena de montañas que debían cruzar, un inmenso muro cubierto de nieve que ocupaba una cuarta parte del cielo. Ellis pensaba incesantemente: ¿Aún en el caso de que logremos escapar de los rusos, cómo lograremos escalar esas montañas? Jane tropezó un par de veces y lanzó maldiciones, cosa que Ellis atribuyó a que se estaba cansando con rapidez, aunque no se quejara.
A la caída del sol salieron del bosque y se encontraron en un terreno desnudo, deshabitado y yermo. Ellis pensó que posiblemente en un territorio así no encontrarían dónde guarecerse, así que sugirió que pasaran la noche en una choza de piedra deshabitada por la que habían pasado hacía más o menos media hora. Jane y Halam estuvieron de acuerdo, así que volvieron sobre sus pasos.
Ellis insistió en que Halam encendiera el fuego dentro de la choza para que las llamas no se vieran desde el aire y tampoco los denunciara una columna de humo. Su cautela resultó lógica después, cuando oyeron el motor de un helicóptero sobre sus cabezas. Supuso que eso significaba que los rusos no andaban lejos, pero en ese país lo que para un helicóptero era una distancia corta, podía llegar a resultar un trayecto imposible a pie. Los rusos podían estar al otro lado de una montaña infranqueable de cruzar, o a sólo un par de kilómetros de distancia por el camino. Era una suerte que el paisaje fuese tan salvaje y el sendero demasiado difícil de discernir desde el aire, porque así resultaba imposible buscarlos con helicópteros.
Ellis proporcionó una ración de grano a la yegua. Jane alimentó y cambió a Chantal y después se quedó inmediatamente dormida. Ellis la despertó para cerrar el saco de dormir, después llevó el pañal de Chantal al arroyo para lavarlo y finalmente lo colgó junto al fuego para que se secara. Se acostó al lado de Jane durante un rato, contemplándole el rostro a la temblorosa luz del fuego mientras Halam roncaba en el otro extremo de la choza. Parecía completamente extenuada, con la cara delgada y tensa, el pelo sucio, las mejillas manchadas de tierra. Dormía inquieta, haciendo gestos y moviendo la boca como si hablase en silencio. Ellis se preguntó cuánto tiempo más resistiría. Lo que la estaba matando era la rapidez de la marcha. Si pudieran avanzar con más lentitud, Jane estaría bien. Si sólo los rusos abandonaran la búsqueda o fuesen llamados a participar en alguna batalla que se librara en otra parte de ese maldito país…
Le intrigó el helicóptero que acababan de oír. Tal vez cumpliera una misión que no tuviera nada que ver con él. Pero eso parecía poco probable. En cambio, si formaba parte de la patrulla que los buscaba, significaba que Mohammed había tenido un éxito muy relativo.
Empezó a pensar en lo que sucedería si fuesen capturados. A él lo someterían a un juicio teatral en el cual los rusos demostrarían a los escépticos países no alineados que los rebeldes afganos no eran más que secuaces de la CÍA. El convenio entre Masud, Kamil y Azizi se desbarataría. No habría armas norteamericanas para los rebeldes. Con el ánimo por el suelo, la Resistencia se iría debilitando y era posible que no llegara a durar otro verano.
Después del juicio, Ellis sería interrogado por la K G B. Al principio haría el teatro de resistir la tortura, después se desmoronaría y simularía decirles todo; pero en realidad diría sólo mentiras. Ellos estarían preparados para eso, por supuesto, y seguirían torturándolo; esta vez Ellis simularía un desmoronamiento mucho más convincente y les contaría una mezcla de realidades y de ficciones que a ellos les resultarían muy difíciles de constatar. De esa manera esperaba poder sobrevivir. Si lo lograba, lo enviarían a Siberia. Después de algunos años, podía llegar a abrigar la esperanza de ser intercambiado por algún espía soviético capturado en Estados Unidos. En caso contrario, moriría en algún campo de concentración.
Lo que más le apenaría sería tener que separarse de Jane. La había encontrado, después la perdió y luego volvió a encontrarla: un golpe de buena suerte que todavía lo emocionaba. Pero perderla por segunda vez le resultaría insoportable, completamente insoportable. Se quedó mirándola fijo durante largo tiempo, tratando de no dormirse por temor de que ella no estuviera allí cuando él se despertara.
Jane soñó que estaba en el Hotel Jorge V de Peshawar, en Pakistán. El Jorge Y era un hotel de París, por supuesto, pero en sueños no notó ese extravagante detalle. Ordenaba por teléfono que le subieran a la habitación un filete poco hecho con puré de patatas y una botella de Château Ausone de la cosecha de 1971. Tenía un hambre espantosa, pero no conseguía recordar por qué había esperado tanto tiempo antes de ordenar la comida. Decidió darse un baño mientras esperaba que la sirvieran. El baño estaba alfombrado y calentito. Abrió el grifo, vertió las sales de baño en la bañera y el ambiente se llenó de un vapor fragante. No podía comprender cómo era posible que hubiera llegado a estar tan sucia: era un milagro que la hubiesen admitido en el hotel. Estaba por meterse en la bañera cuando oyó que alguien la llamaba. Debe ser el camarero -pensó-; ¡qué enojoso! Ahora tendría que comer sin haberse bañado, porque en caso contrario se le enfriaría la cena. Se sintió tentada de meterse en el agua caliente e ignorar la llamada. De todos modos era una grosería que la llamaran Jane, cuando deberían dirigirse a ella como Madame. Pero la voz era insistente y de alguna manera le resultaba familiar. En realidad no se trataba del camarero sino de Ellis, que le sacudía el hombro. Con una desilusión espantosa comprendió que el Jorge V no era más que un sueño y que en realidad se encontraba en una fría choza de piedra de Nuristán, a miles de kilómetros de un baño caliente.