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– Te esperaremos aquí.

– ¿Y qué harás si alguno de los pobladores sube hasta aquí antes de que yo regrese?

– Lo mataré.

ésa era otra cosa que Anatoly y su padre tenían en común: la crueldad.

La partida de reconocimiento regresó y uno de los hombres les hizo gestos con los brazos, indicando que no había nadie por los alrededores.

– Ahora baja -dijo Anatoly.

Jean-Pierre abrió la puerta y bajó del helicóptero de un salto, sosteniendo todavía en la mano la pistola de Anatoly. Con la cabeza inclinada se alejó presuroso de la hélice en marcha. Al llegar a la cima del cerro miró hacia atrás: ambos aparatos todavía estaban allí.

Cruzó el claro que tan familiar le resultaba, fue a la cueva donde atendía a sus pacientes y bajando la mirada contempló el pueblo. Sólo podía ver el patio de la mezquita. Le resultaba imposible identificar a las figuras que estaban allí, pero cabía la posibilidad de que alguno de ellos pudiera mirar hacia arriba en el momento menos indicado y lo viera -la vista de los pobladores podía ser mejor que la suya-, así que se puso la capucha para ocultar el rostro.

El corazón empezó a latirle con mayor rapidez a medida que se alejaba de la seguridad que le brindaban los helicópteros. Se apresuró a bajar la colina y a pasar junto a la casa del mullah. El valle parecía extrañamente silencioso, a pesar del rumor siempre presente del río y del distante susurro de las hélices de los helicópteros. De repente se dio cuenta de que lo que echaba en falta eran las voces de los niños. Dobló un recodo y se encontró fuera de la vista de la casa del mullah. junto al sendero había una mata de hierba alta y un arbusto de enebro. Se agazapó detrás. Estaba bien oculto y además tenía una clara visión del sendero. Se dispuso a esperar.

Empezó a planear lo que le diría a Abdullah. El mullah odiaba histéricamente a las mujeres. Tal vez ése fuese un aspecto de su personalidad que podría utilizar.

Una repentina explosión de voces agudas que le llegaban desde el pueblo indicó que Anatoly había dado instrucciones de que dejaran salir de la mezquita a las mujeres y a los niños. Los pobladores se estarían preguntando cuál sería la finalidad de esa incursión, pero la atribuirían a la notoria locura de todos los ejércitos en general.

A los pocos minutos apareció por el sendero la esposa del mullah con un bebé en brazos y seguida por los tres hijos mayores. Jean-Pierre se puso tenso: ¿estaría realmente bien oculto? ¿Saldrían del sendero los niños y lo verían detrás del arbusto? ¡Qué humillante le resultaría eso! ¡Ser desenmascarado por chicos! Recordó la pistola que tenía en la mano. ¿Sería capaz de matar a un grupo de niños¿, se preguntó.

Pero pasaron sin verlo por el sendero y doblaron el recodo hacia su casa.

Poco después los helicópteros rusos empezaron a elevarse desde el campo de trigo: eso significaba que los hombres habían sido puestos en libertad. Justo en el tiempo calculado llegó Abdullah jadeando; una figura regordete de turbante y chaqueta rayada de corte inglés. Debe de haber un enorme comercio de ropa usada entre Europa y Oriente, dedujo Jean-Pierre, porque mucha de esa gente usaba ropa que sin duda procedía de París o de Londres y que había sido desechada antes de gastarse demasiado, tal vez por estar pasada de moda. Ha llegado el momento -pensó Jean-Pierre mientras se le acercaba la cómica figura-; ese payaso vestido con la chaqueta de un corredor de bolsa puede tener en sus manos la llave de mi futuro. Se puso en pie y salió de su escondite.

El mullah se sobresaltó y lanzó un grito de miedo. Miró a Jean-Pierre y lo reconoció.

– ¡Tú! -exclamó, llevándose la mano al cinturón. Jean-Pierre le mostró la pistola. El mullah parecía asustado. -No tengas miedo -lo tranquilizó Jean-Pierre en dar¡. Su voz temblorosa denunciaba lo nervioso que se encontraba y tuvo que hacer un esfuerzo para controlarla-. Nadie sabe que estoy aquí. Tu mujer y tus hijos pasaron sin verme. Están a salvo.

Abdullah se mostraba lleno de sospechas. -¿Qué quieres?

– Mi mujer es una adúltera -explicó Jean-Pierre, y aunque deliberadamente tratara de despertar los prejuicios del mullah, su enojo no era enteramente simulado-. Se ha llevado a mi hija y me ha dejado. Como buena puta que es, se ha ido con el norteamericano.

– Ya lo sé -contestó Abdullah y Jean-Pierre notó que empezaba a inflamarse con la indignación de los justos.

– La he estado buscando para volver a tenerla a mi lado y también para castigarla.

Abdullah asintió con entusiasmo y en sus ojos apareció una mirada maliciosa: le gustaba la idea de que una adúltera fuese castigada.

– Pero la pareja de malvados se ha escondido -continuó diciendo Jean-Pierre hablando con mucho cuidado y lentitud. En ese momento cada inflexión de la voz y cada implicación tenía su importancia-. Tú eres un hombre de Dios. Dime dónde se encuentran. Nadie sabrá jamás cómo lo averigüé, salvo Dios, tú y yo.

– Se han ido -dijo Abdullah, escupiendo las palabras, y la saliva humedeció su barba teñida de rojo.

– ¿Hacia dónde? -volvió a preguntar Jean-Pierre, conteniendo el aliento.

– Han abandonado el valle.

– Pero, ¿adónde fueron?

– A Pakistán.

¿A Pakistán? ¿De qué hablaba ese viejo idiota?

– ¡Si las rutas están cerradas! -aulló Jean-Pierre, exasperado. -La ruta de la mantequilla, no.

– Mon Dieu! -susurró Jean-Pierre en su lengua natal-. ¡La ruta de la mantequilla! -Estaba estupefacto por la valentía de la pareja, y al mismo tiempo amargamente desilusionado, porque ahora le resultaría imposible encontrarlos-. ¿Se llevaron a mi hija?

– Sí.

– Entonces nunca volveré a verla.

– Morirán todos en Nuristán -vaticinó Abdullah con satisfacción-. Es imposible que una mujer occidental y su hija sobrevivan en esos pasos altos, y el norteamericano morirá tratando de salvarla a ella. Así castiga Dios a los que logran evadir la justicia de los hombres.

Jean-Pierre se dio cuenta de que debía volver al helicóptero con la mayor rapidez posible.

– Ahora regresa a tu casa -ordenó a Abdullah.

– El tratado morirá con ellos, porque Ellis tiene el papel -agregó Abdullah-. Eso es una gran cosa. Aunque necesitemos las armas norteamericanas, es peligroso hacer pactos con infieles.

– Vete -volvió a ordenar Jean-Pierre-. Y si no quieres que tu familia me vea, oblígalos a quedarse dentro de la casa durante algunos minutos.

Abdullah tuvo un momento de indignación al ver que le daban órdenes, pero en seguida comprendió que no se encontraba en condiciones de protestar y partió presuroso.

Jean-Pierre se preguntó si todos morirían en Nuristán, como acababa de profetizar Abdullah con tanta satisfacción. Eso no era lo que él deseaba. No le proporcionaría venganza ni satisfacción. Quería recuperar a su hija. Quería volver a tener a Jane, viva y en su poder. Quería que Ellis sufriera dolores y humillaciones.

Le dio tiempo a Abdullah para llegar a su casa, después se cubrió la cabeza y parte del rostro con la capucha y empezó a caminar desconsolado hacia el helicóptero. Al pasar junto a la casa, miró hacia otro lado por si alguno de los niños llegaba a asomarse.

Anatoly lo esperaba en el claro, frente a las cuevas. Tendió la mano para que Jean-Pierre le devolviera la pistola.

– ¿Y bien?

Jean-Pierre le devolvió el arma.

– Se nos han escapado -contestó el francés-. Han abandonado el valle.

– Es imposible que se hayan escapado -dijo Anatoly con furia-. ¿Adónde han ido?

– A Nuristán – Jean-Pierre señaló en dirección a los helicópteros-. ¿No sería mejor que nos fuésemos?

– En el helicóptero es imposible hablar.

– Pero si vienen los pobladores…

– ¡A la mierda con los pobladores! ¡No sigas actuando como un tipo vencido! ¿Qué piensan hacer ellos en Nuristán?

– Se encaminan a Pakistán por un camino conocido como la ruta de la mantequilla.

– Si conocemos el camino que siguen, los podremos encontrar.

– No lo creo. La ruta es una, pero tiene distintos atajos.

– Los sobrevolaremos todos.

– Es imposible seguir esos senderos desde el aire. Apenas es posible seguirlos en tierra sin un guía del lugar.

– Podemos utilizar mapas…

– ¿Qué mapas? -preguntó Jean-Pierre-. Conozco tus mapas y no son mejores que los míos norteamericanos, que son los más detallados que estén, y en ellos no figuran esos senderos ni esos pasos. ¿No sabes que hay regiones del mundo que nunca han sido cartográficamente bien evaluadas? ¡En este momento tienes que habértelas con una de ésas.

– ¡Ya lo sé! ¿Te has olvidado que formo parte de la Inteligencia de mi país? -Anatoly bajó la voz-. Te descorazonas con demasiada facilidad, amigo mío. Piensa. Si Ellis puede encontrar un guía nativo que le enseñe el camino, yo puedo hacer lo mismo.

¿Será posible¿, se preguntó Jean-Pierre.

– Pero en la ruta de la mantequilla los caminos son muchos -objetó.

– Supongamos que haya diez variantes. Necesitaremos diez guías nativos para conducir a diez patrullas.

El entusiasmo de Jean-Pierre creció rápidamente al comprender que todavía cabía la posibilidad de que recuperara a Jane y a Chantal y pudiera ver entre rejas a Ellis.

– Tal vez ni siquiera haga falta tanto -dijo con entusiasmo-. Simplemente podemos ir haciendo preguntas durante el camino. Una vez que hayamos abandonado este valle dejado de la mano de Dios, tal vez la gente no tenga los labios tan sellados. Los nativos de Nuristán no se han involucrado tanto en la guerra como esta gente.

– Muy bien -dijo de repente Anatoly-. Está oscureciendo, y esta noche tenemos mucho que hacer. Saldremos a primera hora de la mañana. ¡Vámonos!

Capítulo 17

Jane se despertó asustada. No sabía dónde estaba, con quién estaba y si los rusos la habían apresado. Durante un segundo clavó la mirada en el techo de paja y pensó ¿Estaré en una prisión? Después se sentó bruscamente con el corazón saltándole dentro del pecho, vio a Ellis en su saco de dormir y recordó: Estamos fuera del valle. Conseguimos escapar. Los rusos no saben dónde estamos y no podrán encontrarnos.

Se volvió a acostar y esperó que los latidos de su corazón volvieran a la normalidad.

No seguían la ruta originalmente planeada por Ellis. En lugar de dirigirse hacia Comar, al norte y después al este a lo largo del valle de Comar hasta entrar en Nuristán, desde Saniz volvieron al sur y después rumbo al este a lo largo del valle de Aryu. Mohammed sugirió esa ruta porque los alejaría con mayor rapidez del Valle de los Cinco Leones y Ellis se mostró de acuerdo con él.

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