A medianoche subieron por la ladera de la montaña, Jane delante, Ellis siguiéndola con un gran saco de dormir debajo del brazo. Habían bañado a Chantal, comido su escasa cena de pan y cuajada, vuelto a alimentar a Chantal e instalado a la pequeña por el resto de la noche en la azotea, donde estaba profundamente dormida junto a Fara, quien la protegería con su vida. Ellis quiso llevarse a Jane lejos de la casa donde había sido la mujer de otro y Jane sentía lo mismo.
– Conozco un lugar adonde podemos ir -dijo.
En ese momento abandonó el sendero montañoso y condujo a Ellis por el terreno pedregoso e inclinado hasta su secreto lugar de retiro, el saliente oculto donde tomaba sol desnuda y se untaba el vientre antes del nacimiento de Chantal. Lo encontró con facilidad a la luz de la luna. Miró hacia abajo, hacia el pueblo, donde los rescoldos de los fuegos todavía resplandecían en los patios y donde la luz de algunas lámparas todavía danzaba detrás de las ventanas sin vidrios. Apenas alcanzaba a distinguir la forma de su propia casa. Dentro de pocas horas, en cuanto empezara a nacer el día, podría distinguir las formas dormidas de Chantal y Fara en la azotea. Se alegraría de poder hacerlo: era la primera vez que dejaba sola a Chantal de noche.
Se volvió. Ellis acababa de abrir por completo el cierre del saco de dormir y lo extendía sobre el suelo como una manta. La oleada de calor y de lujuria que la sobrecogió en su casa cuando lo vio recitándole un poema infantil a su hija, había desaparecido. En ese momento renacieron todos sus antiguos sentimientos: la necesidad de tocarlo, el amor que despertaba en ella su forma de sonreír cuando se sentía consciente de sí mismo, la necesidad de sentir sus grandes manos apoyadas en su piel, el deseo obsesivo de verlo desnudo. Algunas semanas antes del nacimiento de Chantal, Jane perdió sus deseos sexuales y no los recobró hasta ese momento. Pero durante las horas sucesivas, ese estado de ánimo se fue disipando poco a poco mientras los dos hacían arreglos prácticos para poder estar solos, como un par de adolescentes que tratan de alejarse de sus padres para acariciarse libremente.
– Ven a sentarte -pidió Ellis.
Ella se instaló a su lado sobre el saco de dormir. Ambos miraron hacia el pueblo sumido en las tinieblas. No se tocaban. Hubo un momento de tenso silencio.
– Aquí nunca ha estado nadie más -comentó Jane.
– ¿Y para qué lo utilizabas?
– Oh, simplemente para tenderme al sol y no pensar en nada -contestó. Pero en seguida pensó: ¡Oh, qué diablos! y agregó-: No, eso no es del todo cierto. También me Masturbaba.
El lanzó una carcajada y después la abrazó.
– Me alegra comprobar que todavía no has aprendido a censurar tus palabras -dijo.
Ella se volvió para mirarlo de frente-. El la besó en la boca con suavidad. Le gusto por mis defectos -pensó Jane-: por mi falta de tacto, mi carácter rápidamente irritable, mi costumbre de maldecir, por ser una cabeza dura.
– No trates de cambiarme -decidió en voz alta.
– ¡Oh, Jane, si supieras cómo te he echado de menos! -Ellis cerró los ojos y habló en un murmullo-. La mayor parte del tiempo ni siquiera me daba cuenta de ello.
Se tumbó y la atrajo hacia él, así que ella terminó encima de él. Jane se inclinó y le besó el rostro con suavidad. La sensación de incomodidad se le esfumaba rápidamente. Pensó: La última vez que lo besé no tenía barba. Sintió que las manos de él se movían: le estaba desabrochando la blusa. Ella no usaba sujetador -en realidad no tenía ninguno lo suficientemente grande- y sentía los pechos muy desnudos. Deslizó una mano dentro de la camisa de Ellis y le tocó los pelos largos del vello que rodeaba sus tetillas. Casi había olvidado lo que se sentía al tocar a un hombre. Durante largos meses su vida había estado llena de las voces suaves y los rostros tersos de mujeres y niños; y ahora de repente necesitaba sentir una piel áspera, unos muslos duros y unas mejillas peludas. Entrelazó los dedos en la barba de Ellis y le abrió la boca besándolo febrilmente. Las manos de él encontraron sus pechos turgentes y ella sintió una oleada de placer y entonces supo lo que iba a suceder y se sintió incapaz de evitarlo, porque aún cuando se alejó de él bruscamente, sintió que sus pezones derramaban un chorro de leche tibia sobre las manos de Ellis. Se ruborizó de vergüenza.
– ¡Oh, Dios, lo siento! ¡Qué desagradable! Pero no lo puedo evitar. -se disculpó.
El la hizo callar colocándole un dedo sobre los labios.
– ¡Está bien! -exclamó. Mientras hablaba le acariciaba y besaba sus pechos al grado que pronto estuvieron totalmente resbaladizos-. Es normal. Sucede siempre. Es sexual.
No puede serlo, pensó Jane. Pero él cambió de postura y bajó la cara hacia sus senos y comenzó a besárselos y a acariciarlos al mismo tiempo, y ella se fue relajando para disfrutar de aquella sensación. De pronto sintió otra punzada de placer cuando gotearon de nuevo, pero a ella no le importó esa vez. Ellis profirió un gemido y la áspera superficie de su lengua rozó los tiernos pezones y ella pensó que si él le chupaba los pechos ella se correría.
Fue como si Ellis le hubiera leído la mente. Rodeó con los labios uno de los largos pezones, lo atrajo dentro de su boca y lo chupó mientras sostenía el otro entre el pulgar y el índice, presionándolo gentil y rítmicamente. Sin poder impedirlo, Jane cedió a aquella sensación. Y mientras sus pechos chorreaban leche, uno en la mano y el otro dentro de la boca del hombre, la sensación resultó tan deliciosa que ella se estremeció de manera incontrolada.
– Oh, Dios, Dios, Dios,. -gimió hasta que fue perdiendo el control y cayó encima de él.
Durante un rato, no hubo nada en la mente de Jane; sólo sensaciones: el aliento cálido de Ellis sobre sus senos, la barba que le rascaba la piel, el aire fresco de la noche rozándole las mejillas ardientes, el saco de dormir de nylon sobre el duro suelo.
– Me estoy ahogando -dijo la voz ahogada de Ellis al cabo de un momento.
Ella rodó, quitándose de encima de Ellis. -¿Somos raros? -preguntó ella. -Sí.
Ella rió a lo tonto.
– ¿Habías hecho esto alguna vez?
– Sí -dijo, después de una vacilación.
– Qué,. -Todavía se sentía algo avergonzada-. ¿Qué sabor tiene?
– Caliente y dulce. Como la leche condensada. ¿Te has corrido? -¿No lo has notado?
– No estaba seguro. Algunas veces con las chicas es difícil saberlo.
Jane lo besó.
Sí, me he corrido. No mucho, pero no hay duda de ello. Un orgasmo letal.
– Yo casi me he corrido.
– ¿De verdad?
Jane deslizó su mano por encima del cuerpo de Ellis. El llevaba una camisa de algodón fino, parecida a la chaqueta del pijama y los pantalones que todos los afganos usaban. Jane notó sus costillas y los huesos de su cadera; Ellis había perdido la suave grasa que cubría la piel y que todos los occidentales, excepto los más delgados, tienen. Su mano encontró el miembro viril, erecto dentro de sus pantalones. Jane lo agarró.
– Ahhh -dijo-. Es agradable -añadió. -También para mí.
Jane deseaba darle tanto placer como él le había proporcionado a ella. Se sentó, erguida, desató la cinta de los pantalones y le sacó el pene. Acariciándolo con suavidad, se inclinó y lo besó en la Punta. Después, la invadió una sensación de travesura.
– ¿Cuántas chicas has tenido después de mí? -preguntó. -Sigue con lo que estabas haciendo y te lo diré.
– Muy bien. -Reanudó sus caricias y besos. Ellis permanecía silencioso-. Bueno -dijo después de un minuto-, ¿cuántas?
– Espera, todavía estoy contando.
– ¡Cabrón! -dijo ella, y le mordió el pene. -¡Up!. No muchas, en realidad, ¡lo juro! -¿Qué haces cuando no tienes una chica? -Te doy tres oportunidades para adivinar.
Ella no quería ser esquivada.
– ¿Lo haces con tu propia mano?
– Oh, carajo, Miss Janey, es usted muy descarada. -Lo haces -dijo ella con acento triunfal-. ¿Y en qué piensas mientras lo estás haciendo?
– ¿Creerías si digo que en la princesa Diana?
– No.
– Ahora soy yo quien siente vergüenza.
Jane estaba consumida por la curiosidad.
– Has de contarme la verdad.
– Pam Ewing.
– ¿Quién diablos es ésa?
– Has estado fuera de la circulación. Es la mujer de Bobby Ewing, en Dallas.
Jane recordó la serie de la televisión y la actriz, y se quedó atónita.
– No puedes hablar en serio.
– Tú me has pedido la verdad.
– ¡Pero ésa está hecha de plástico! -Aquí estamos hablando de fantasía.
– ¿No puedes fantasear con una mujer liberada?
– La fantasía no es el lugar apropiado para la política. -Estoy asombrada -dijo vacilante-. ¿Cómo lo haces? -¿El qué?
– Lo que haces. Con tu mano.
– Algo parecido a lo que tú me estás haciendo, pero con más energía.
– Demuéstramelo.
– Ya no me siento avergonzado -dijo Ellis-, sino humillado. -Por favor. Por favor, enséñamelo. Siempre he deseado ver a un hombre haciéndose eso. Nunca he tenido el suficiente valor de pedirlo antes, y si tú no quieres complacerme, quizá nunca lo sepa.
Jane le cogió la mano y la colocó allí donde había estado la de ella.
Al cabo de un momento, él comenzó a mover la mano con Mala gana, y después Realizó algunos movimientos con algo de lentitud.
suspiró, cerró los ojos y comenzó a agitarlo fuertemente.
– ¡Lo haces con tanta brusquedad! -exclamó ella.
Ellis se paró.
– No puedo, a menos que tú colabores.
– Trato hecho -dijo ella con voz ansiosa.
Rápidamente se quitó los pantalones y las bragas. Se arrodilló junto a él y comenzó a acariciarse ella misma.
– Acércate más -pidió Ellis. Su voz sonó algo ronca-. No puedo verte.
Ellis se hallaba echado de espaldas. Jane se arrastró más cerca hasta quedar arrodillada junto a su cabeza; la luz de la luna hacía que le brillasen los pezones y el vello púbico. Ellis comenzó a frotarse el pene de nuevo, pero más aprisa esa vez, mientras contemplaba la mano de ella con fijeza, como si estuviera transfigurado viéndola acariciarse a sí misma.
– Oh, Jane -dijo Ellis.
Jane comenzó a experimentar los familiares dardos del placer esparciéndose por las puntas de sus dedos. Vio que los labios de Ellis comenzaban a moverse arriba y abajo, siguiendo el ritmo de su propia mano.