Se estremeció a pesar del calor. Todo eso de pensar en matar era grotesco. ¿Cuando dos personas gozan tanto, una del cuerpo de la otra, como nos sucede a nosotros -pensó-, cómo es posible que se hagan daño mutuamente?
Al llegar al pueblo comenzó a oír los ruidosos disparos que formaban parte de las celebraciones afganas. Se encaminó hacia la mezquita: todo sucedía siempre en la mezquita. La caravana se encontraba en el patio: hombres, caballos y equipajes rodeados por mujeres sonrientes y chiquillos que gritaban- Jane permaneció de pie al borde de la multitud, observándolos. Valía la pena, pensó. Se justificaban la preocupación y el temor, y el haber tenido que manejar a Mohammed de una manera tan poco digna, con tal de ver eso, los hombres que llegaban sanos y salvos a reunirse con sus esposas, Sus madres, sus hijos y sus hijas.
Lo que sucedió después fue probablemente la experiencia más asombrosa de su vida.
Allí, en medio de la multitud, entre las gorras y los turbantes, apareció una cabeza de pelo rubio rizado. Al principio no pudo reconocerlo, aunque le resultó terriblemente familiar. Después la cabeza se apartó de la multitud y, oculto detrás de una increíble barba rubia, vio el rostro de Ellis Thaler.
Jane sintió que las piernas no la sostenían. ¿Ellis? ¿Allí? ¡Era imposible!
El se le acercó. Llevaba la ropa suelta al estilo pijama que usaban los afganos, y una sucia manta le rodeaba los anchos hombros. La pequeña parte de su rostro que todavía era visible por encima de la barba estaba profundamente bronceada por el sol, así que sus ojos color azul cielo resultaban aún más sorprendentes que lo habitual, como girasoles en un campo de trigo maduro.
Jane estaba petrificada.
Ellis se quedó de pie frente a ella, con expresión solemne.
– ¡Hola, Jane!
Ella se dio cuenta de que ya no lo odiaba. Un mes antes lo hubiese maldecido por haberla engañado y por haber espiado a sus amigos, pero ahora su furia había desaparecido. jamás le tendría simpatía, pero podría tolerarlo. Y después de más de un año, resultaba agradable oír hablar inglés por primera vez.
– ¡Ellis! -exclamó con voz débil-. Por amor de Dios, ¿qué estás haciendo aquí?
– Lo mismo que tú -contestó él.
Qué significaba eso. ¿Espiar? No, Ellis ignoraba lo que era Jean-Pierre. Ellis notó la expresión confusa de Jane y decidió aclarar sus palabras.
– Quiero decir que he venido para ayudar a los rebeldes. ¿Averiguaría lo de Jean-Pierre? De repente, Jane temió por su marido. Ellis era capaz de matarlo…
– ¿De quién es esa criatura? -preguntó Ellis.
– Es mía y de Jean-Pierre. Se llama Chantal. – Jane notó que de repente Ellis se ponía terriblemente triste. Comprendió que abrigaba la esperanza de descubrir que no era feliz con su marido. Oh, Dios, creo que sigue enamorado de mí, pensó. Trató de cambiar de tema-. Pero, ¿cómo piensas ayudar a los rebeldes?
El alzó su bolsa. Era larga, parecida a una gran salchicha, de lona color caqui, como la antigua mochila de los soldados.
– Voy a enseñarles a volar caminos y puentes -contestó-. Así que, como verás, en esta guerra estamos en el mismo bando.
Pero no en el mismo bando que Jean-Pierre -pensó ella-. ¿Y ahora, qué sucederá? Los afganos ni por un instante sospechaban de Jean-Pierre, pero Ellis estaba entrenado en todas las formas de engaño. Tarde o temprano adivinaría lo que estaba sucediendo.
– ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? -le preguntó.
Si su estancia fuera corta, tal vez no tuviera tiempo de entrar en sospechas.
– Durante el verano -contestó él, sin demasiada precisión.
Tal vez no pasaría demasiado tiempo con Jean-Pierre.
– ¿Y dónde vivirás? -volvió a preguntar Jane.
– En este pueblo.
– ¡Ah!
Al percibir la desilusión en la voz de Jane, él esbozó una amarga sonrisa.
– Supongo que no debí haber esperado que te alegraras de verme…
El pensamiento de Jane se adelantaba a los acontecimientos. Si llegara a conseguir que Jean-Pierre renunciara, él ya no correría peligro. De repente se sintió capaz de enfrentarse con él. ¿Por qué? -se preguntó-. Es porque ya no lo temo. ¿Y por qué no lo temo? Porque Ellis está aquí. No me había dado cuenta de que le tenía miedo a mi marido.
– ¡Al contrario! -le contestó a Ellis, mientras pensaba: ¡qué fría soy!-. Me alegro de que estés aquí.
Hubo un silencio. Era evidente que Ellis no sabía qué pensar de la reacción de Jane. Tardó unos instantes en volver a hablar.
– ,En algún lugar de este zoológico tengo una cantidad de explosivos y de otras cosas. Será mejor que los recupere.
Jane asintió.
– Me parece bien.
Ellis se volvió y desapareció entre el gentío. Jane salió del patio caminando lentamente, se sentía aún como petrificada. Ellis estaba aquí, en el Valle de los Cinco Leones, y por lo visto seguía enamorado de ella.
Cuando llegó a la casa del tendero, Jean-Pierre salió. Se había detenido allí, camino de la mezquita, posiblemente para guardar su maletín. Jane no sabía qué decirle.
– En la caravana llegó alguien a quien conoces -empezó.
– ¿Un europeo?
– Sí.
– Bueno, ¿quién es?
– Ve tú mismo a ver. Te sorprenderás.
El partió presuroso. Jane entró en la casa. ¿Qué haría Jean-Pierre con respecto a Ellis? -se preguntó-. Bueno, se lo querría comunicar a los rusos. Y los rusos tratarían de matar a Ellis.
Ese pensamiento la enfureció.
– ¡No debe haber más muertes! -exclamó en voz alta-. ¡No lo permitiré!
El sonido de su voz hizo llorar a Chantal. Jane la meció y la pequeña se calló.
Entonces Jane comenzó a pensar:
¿Qué voy a hacer al respecto? Tengo que impedir que se ponga en contacto con los rusos. ¿Y cómo? Es imposible que su contacto se encuentre con él aquí, en el pueblo. Así que lo único que tengo que hacer es impedir que él se aleje. ¿Y si Jean-Pierre me lo promete y después no cumple su palabra? Bueno, en ese caso yo sabría que ha salido del pueblo, y sabría que ha ido a encontrarse con su contacto y entonces podría advertir a Ellis.
¿Tendrá alguna otra manera de comunicarse con los rusos? Debe de tener alguna forma de ponerse en contacto con ellos en caso de emergencia. Pero aquí no hay teléfonos, no hay correo, no hay palomas mensajeras, Ha de tener un radiotransmisor. Si tiene una radio no hay manera de que yo lo detenga. Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que Jean-Pierre tenía una radio. Necesitaba combinar esos encuentros en la cabaña de piedra. En teoría podían haber estado todos programados antes de que él saliera de París, pero en la práctica eso era casi imposible: ¿qué sucedería cuando debían faltar a una cita, o cuando se le hacía tarde, o cuando necesitaba reunirse urgentemente con su contacto?
Debe tener una radio. Y si tiene una radio, ¿yo qué puedo hacer? Se la puedo quitar.
Acostó a Chantal en su cama y revisó cuidadosamente la casa. Fue a la habitación delantera. Allí, sobre el mostrador de azulejos, en el centro de lo que había sido la tienda, estaba el maletín de Jean-Pierre.
Era el lugar más obvio. A nadie se le permitía abrir ese maletín, salvo a Jane, y ella nunca tenía necesidad de hacerlo.
Abrió el cierre y revisó el contenido, sacando las cosas una por una.
Allí no había ninguna radio.
No iba a ser tan fácil.
Debe tener una -pensó-, y yo tengo que encontrarla, porque si no, Ellis lo matará o él matará a Ellis.
Decidió revisar la casa.
Repasó a fondo los estantes de los medicamentos, mirando todas las cajas y paquetes cuyos sellos habían sido rotos. Trabajaba apresuradamente por temor a que él volviera antes de que hubiera acabado.
No encontró nada.
Después fue al dormitorio. En primer lugar revisó toda la ropa de su marido, después buscó entre las mantas y los abrigos de invierno que estaban guardados en un rincón. Nada. Moviéndose cada vez con mayor rapidez, se dirigió a la salita y miró frenéticamente a su alrededor en busca de posibles escondrijos. ¡El arcón de los mapas! Lo abrió. No contenía más que mapas. Cerró la tapa de un golpe. Chantal se movió pero no lloró a pesar de que era casi hora de darle el pecho. ¡Gracias a Dios que eres una niña buena!, pensó Jane. Miró detrás del armario de los comestibles y levantó la alfombra del suelo por si encontraba algún agujero escondido.
Nada.
Pero tenía que estar en alguna parte. Le parecía imposible que él corriera el riesgo de esconderla fuera de la casa, porque allí se vería sometido al peligro de que alguien la encontrara accidentalmente.
Volvió a la tienda. Si lograba encontrar la radio, todo estaría bien. A Jean-Pierre no le quedaría otra opción que darse por vencido.
Su maletín era sin duda el lugar más propicio, porque lo llevaba consigo a todas partes. Lo levantó. Le pareció pesado. Una vez más, lo palpó por dentro. La base era muy gruesa.
De repente se le ocurrió una idea.
El maletín podía tener un doble fondo.
Recorrió el fondo con los dedos. Debe de estar aquí -pensó-. Tiene que estar aquí.
Empujó hacia abajo el costado del fondo y después lo levantó.
Se desprendió con facilidad.
Miró dentro con el corazón encogido.
Allí, en el compartimiento oculto, había una caja de plástico negro. La sacó.
Esta es la clave -pensó-. Los llama con esta pequeña radio. Pero, ¿por qué se encuentra además con ellos?
Tal vez no les pudiera informar todos los datos secretos por radio, por temor de que alguien los escuchara. Tal vez esta radio sólo servía para combinar los encuentros y para casos de emergencias. Como en los casos en que le resulta imposible abandonar el pueblo.
Oyó que se abría la puerta trasera de la casa, Aterrorizada, dejó caer la radio al suelo y se volvió con rapidez hacia la sala de estar. Era Fara con una escoba.
– ¡Oh, Dios! -exclamó en voz alta.
Se volvió, con el corazón galopándole en el pecho.
Tenía que librarse de esa radio antes de que Jean-Pierre regresara.
Pero, ¿cómo? No podía tirarla; la encontrarían.
Era necesario destrozarla.
Pero, ¿con qué?
No tenía ningún martillo.
Con una piedra, entonces.
Salió corriendo de la sala, hacia el patio. El muro que lo rodeaba estaba hecho de piedras desparejas unidas por una mezcla arenosa. Estiró los brazos y trató de arrancar una de la hilada superior. Parecía firme. Probó con la siguiente y después lo intentó con la que seguía. La cuarta pareció un poco más floja. Tiró con todas sus fuerzas.