Hojeó las páginas. Sólo tenía que leer unas cuantas palabras para recordar un día entero, una semana, una batalla, El diario comenzaba alegremente y transmitía una sensación de aventura y él se mostraba muy consciente de sí mismo; y poco a poco se iba notando su desilusión y se volvía sombrío, pesimista, desesperanzado y con el tiempo, suicida. Las frases tristes le recordaban vívidas escenas: los malditos arvins se negaban a abandonar el helicóptero, ¿si tienen tanto interés en ser rescatados de los comunistas por qué no luchan?, y más adelante: Supongo que el capitán Johnson siempre fue un valiente, ¡pero qué manera de morir! ¡por la granada lanzada por uno de sus propios hombres! Y después: Las mujeres tienen rifles ocultos bajo sus faldas y los niños granadas dentro de sus camisas, así 1 que ¿qué mierda se supone que debemos hacer, rendirnos? La última anotación decía: El problema de esta guerra es que estamos en el bando equivocado. Somos los malvados de la historia. Es por eso que los chicos tratan de evitar que los movilicen; es por eso que los vietnamitas se niegan a pelear; es por eso que matamos mujeres y niños; es por eso que los generales les mienten a los políticos y los políticos les mienten a los periodistas, y los diarios le mienten al público.
Después de eso sus pensamientos fueron demasiado sediciosos como para confiarlos a un papel, su culpa demasiado grande como para ser expiada con simples palabras. Tuvo la sensación de que tendría que pasar el resto de su vida pagando los males que había cometido en esa guerra. Y después de tantos años transcurridos, seguía sintiendo lo mismo. Cuando sumaba los asesinos que había encarcelado desde entonces, los secuestradores y los terroristas que había arrestado, todo le parecía nada si lo ponía en la balanza contra las toneladas de explosivos que había dejado caer, y los millares de balas que había disparado en Vietnam, Laos y Camboya.
Sabía que era irracional. Se dio cuenta de ello cuando regresó de París y reflexionó a fondo sobre la forma en que su trabajo había arruinado su vida. Decidió no seguir intentando redimir los pecados de Norteamérica. Pero esto, esto era distinto. Aquí se le presentaba la oportunidad de luchar por el hombre común, de luchar contra los generales mentirosos, los que abusaban del poder y los periodistas que cerraban los ojos; una posibilidad no sólo de luchar, no sólo de aportar una pequeña contribución, sino de hacer algo que estableciera una diferencia real, de cambiar el curso de una guerra, de alterar el destino de un país, y de impulsar la libertad en gran escala.
Y además estaba Jane.
La simple posibilidad de volver a verla había vuelto a despertar su pasión. Pocos días antes le había resultado posible pensar en ella y en el peligro que corría y después sacarse el pensamiento de la cabeza y volver a la página de la revista. Ahora ya casi no podía dejar de pensar en ella. Se preguntaba si tendría el pelo largo o corto, si estaría más gorda o más delgada, si se sentiría satisfecha con respecto a lo que estaba haciendo de su vida, si los afganos le tendrían simpatía, y, por encima de todo, si seguiría enamorada de Jean-Pierre. Sigue mi consejo -le dijo Gill-. ¡Búscala! ¡Inteligente consejo!
Por fin pensó en Petal. Lo intenté -se dijo para sus adentros-. Realmente lo intenté, y pienso que no lo hice del todo mal. Pero creo que fue un proyecto que desde el principio estuvo destinado al fracaso. Gill y Bernard le dan todo lo que ella necesita. No hay lugar para mí en su vida. Es feliz sin mí.
Cerró el diario y lo volvió a meter en la maleta. Después sacó un joyero pequeño y de poco valor. Dentro de él encontró un par de pendientes de oro, cada uno con una perla en el centro. La mujer a quien habían estado destinados, una muchacha de ojos rasgados y pechos pequeños que le enseñó que los tabúes no existían, había muerto antes de que él llegara a regalárselos. La asesinó un soldado borracho en un bar de Saigón. El no la amó: simplemente le tuvo cariño y le estaba agradecido. Los pendientes debían haber sido un regalo de despedida.
Del bolsillo de su chaqueta sacó una tarjeta en blanco y una pluma. Reflexionó un minuto y después escribió:
Para Petal.
Sí, puedes agujereártelas.
Con el amor de tu papaíto.
El agua del río de los Cinco Leones nunca era tibia, pero en ese aromático y refrescante atardecer, cuando llegaba a su fin aquel día polvoriento, cuando las mujeres bajaban a bañarse a su exclusivo trozo de orilla, Jane apretó los dientes para combatir el frío y se metió en el agua con las demás, levantándose el vestido centímetro a centímetro a medida que el río se iba haciendo más profundo, hasta que el agua le llegó a la cintura. Entonces comenzó a lavarse: después de larga práctica había llegado a dominar ese peculiar arte de las afganas de lavarse todo el cuerpo sin desvestirse.
Cuando terminó salió del río temblando y se quedó de pie cerca de Zahara, que se lavaba el pelo en un pozo, entre salpicaduras y resoplidos, mientras mantenía una alborotada conversación. Zahara metió la cabeza en el agua por última vez y después buscó la toalla. Miró a su alrededor, por la tierra arenosa, pero no la encontró.
– ¿Dónde está mi toalla? -aulló-. ¡Yo la dejé en este agujero! ¿Quién me la robó?
Jane tomó la toalla que estaba a espaldas de Zahara.
– Aquí la tienes. La guardaste en un agujero equivocado.
– ¡Eso es lo que dijo la mujer del mullah! -gritó Zahara y las demás se retorcieron de risa.
Las mujeres del pueblo ya aceptaban a Jane como a una de ellas. Los últimos vestigios de reserva o de cautela desaparecieron después del nacimiento de Chantal, cosa que pareció confirmarles que Jane era una mujer como cualquier otra. Las conversaciones que mantenían junto al río eran sorprendentemente sinceras: tal vez porque los niños quedaban al cuidado de sus hermanas mayores y sus abuelas, pero más probablemente a causa de Zahara. Su voz estridente, sus ojos relampagueantes y su risa ronca dominaban la escena. Sin duda era mucho más extrovertida allí, debido a la necesidad de reprimir su manera de ser durante el resto del día. Poseía un vulgar sentido del humor que Jane no le conocía a ningún otro afgano, hombre o mujer, y muchas veces sus procaces comentarios y sus frases de doble sentido daban inicio a serias discusiones. En consecuencia, a veces Jane conseguía convertir las sesiones de baño de la tarde en una inesperada clase de educación sanitaria. Aunque a las mujeres de Banda les interesara más saber cómo asegurarse el embarazo que aprender a evitarlo, el tema más popular era el control de la natalidad. Sin embargo, la idea que Jane trataba de promover encontraba algunas simpatizantes: una mujer tenía más posibilidades de alimentar y cuidar a sus hijos si entre el nacimiento de uno y otro mediaban dos años en lugar de doce o quince meses. El día anterior habían conversado acerca de los ciclos mensuales y resultó dato que las afganas creían que sus épocas de fertilidad eran las inmediatamente anteriores y posteriores del período menstrual. Jane les explicó, en cambio, que el período fértil iba del día doceavo al dieciséis y por lo visto lo aceptaron, pero Jane tenía la desconcertante sospecha de que creían que la equivocada era ella y eran demasiado bien educadas como para decírselo.
Ese día reinaba un clima de particular excitación. Esperaban la llegada de la última caravana de Pakistán. Los hombres les traerían pequeños artículos de lujo: un mantón, algunas naranjas, un brazalete de plástico, junto con el importantísimo cargamento de armas, municiones y explosivos para la guerra.
El marido de Zahara, Ahmed Gul, uno de los hijos de la partera Rabia, era el jefe de la caravana, y Zahara se encontraba visiblemente excitada ante la perspectiva de volver a verlo. Cuando estaban juntos se comportaban igual que todas las parejas afganas: ella, silenciosa y obediente; él imperioso e indiferente. Pero por la manera que tenían de mirarse, Jane se daba cuenta de que estaban enamorados; y por el modo de hablar de Zahara, no cabía ninguna duda de que ese amor era en gran medida atracción física. Ese día el deseo la tenía casi fuera de sí, y se secaba el pelo con fiereza y con frenética energía. Jane la comprendía; algunas veces ella había sentido algo muy parecido. Sin duda ella y Zahara se habían hecho amigas porque cada una reconocía en la otra un espíritu similar.
La piel de Jane se secó inmediatamente en el aire cálido y polvoriento. Estaban en pleno verano y los días eran largos, secos y calurosos. El buen tiempo duraría un mes o dos más, y después haría un frío terrible durante el resto del año.
Zahara seguía interesada en el tema de conversación del día anterior. Dejó de frotarse la cabeza con la toalla para decir:
– Digan lo que digan, la manera de quedar embarazada es hacerlo todos los días.
Halima, la esposa taciturna y de ojos oscuros de Mohamed Khan se mostró de acuerdo.
– Y la única manera de no quedar nunca embarazada es no hacerlo nunca.
Tenía cuatro hijos, pero sólo uno de ellos -Mousa- era varón y la desilusionó enterarse de que Jane no sabía cómo mejorar sus posibilidades de tener otro varón.
– Pero entonces, ¿qué le dices a tu marido después que viaja seis semanas con una caravana? -preguntó Zahara.
– Tendrías que hacer lo de la esposa del mullah e introducirlo en el agujero equivocado.
Zahara se desternilló de risa y Jane sonrió. esa era una técnica de control de la natalidad que no se había mencionado en sus cursos de París, pero no cabía duda de que los métodos modernos no cuajarían en el Valle de los Cinco Leones durante muchos años, así que tendrían que utilizar los métodos tradicionales ayudados, quizá, por una pequeña educación.
El tema de conversación recayó luego en la cosecha. El valle era un mar de trigo dorado y de cebada, pero gran parte del grano se pudriría en el campo porque durante la mayor parte del tiempo los hombres jóvenes estaban lejos luchando y los mayores hacían el trabajo lentamente al cosechar a la luz de la luna. Hacia fines del verano, todas las familias sumarían sus bolsas de harina, sus canastas de frutas secas; mirarían sus gallinas y sus cabras y contarían sus centavos. También tomarían en cuenta la escasez que habría de huevos y de carne y tratarían de adivinar el precio que ese invierno alcanzarían el arroz y el yogur. Entonces algunos de ellos empaquetarían sus escasas y preciosas pertenencias e iniciarían el largo viaje que los conduciría hacia el otro lado de las montañas donde establecerían sus nuevos hogares en los campos de refugiados de Pakistán, lo mismo que había hecho el tendero, junto con otros millones de afganos.