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Aquella noche, Antoinette, a quien la inglesa llevaba a acostarse por lo común al dar las nueve, se quedó en el salón con sus padres. Entraba en él tan pocas veces que examinó con atención los artesonados blancos y los muebles dorados, como cuando visitaba una casa desconocida. Su madre le mostró un pequeño velador donde había tinta, plumas y un paquete de cartas y sobres.

– Siéntate aquí. Voy a dictarte las direcciones. ¿Viene usted, querido amigo? -dijo en voz alta a su marido, ya que el sirviente estaba quitando la mesa en la estancia contigua. Desde hacía varios meses, en su presencia los Kampf se trataban de «usted».

Cuando el señor Kampf se acercó, Rosine bisbiseó:

– Oye, despide al criado, ¿quieres? Me molesta… -Pero al sorprender la mirada de Antoinette, se sonrojó y ordenó enérgicamente-: A ver, Georges, ¿va a acabar pronto? Arregle lo que falte y ya puede subir…

A continuación, los tres se quedaron en silencio, petrificados en sus asientos. Cuando el sirviente salió, la señora Kampf dejó escapar un suspiro.

– En fin, detesto a ese Georges, no sé por qué. Cuando sirve la mesa y lo noto a mi espalda, se me quita el apetito… ¿De qué te ríes como una tonta, Antoinette? Vamos, a trabajar. ¿Tienes la lista de invitados, Alfred?

– Sí -respondió Kampf-, pero espera que me quite la chaqueta, tengo calor.

– Sobre todo -dijo su mujer-, no se te ocurra dejarla aquí como la otra vez… Por la cara que ponían Georges y Lucie me di cuenta perfectamente de que les parecía extraño que estuvieras en mangas de camisa en el salón…

– Me importa un bledo la opinión de los sirvientes -refunfuñó Kampf.

– Cometes un error, amigo mío, son ellos los que crean una reputación yendo de una casa a otra y contándolo todo…

»Jamás me habría enterado de que la baronesa del tercer…

Bajó la voz y susurró unas palabras que Antoinette no llegó a oír, pese a sus esfuerzos.

– … de no ser por Lucie, que estuvo en su casa tres años.

Kampf sacó de su bolsillo una hoja de papel cubierta de nombres y tachaduras.

– Empezaremos por la gente a la que conozco, ¿no es eso, Rosine? Escribe, Antoinette. El señor y la señora Banyuls. No sé la dirección; tienes el anuario a mano, ya buscarás a medida que…

– Son muy ricos, ¿verdad? -murmuró Rosine con respeto.

– Mucho.

– ¿Tú crees que querrán venir? No conozco a la señora Banyuls.

– Yo tampoco. Pero tengo trato con el marido por negocios, eso basta… Al parecer su mujer es encantadora, y además no la reciben mucho en su círculo, después de que se viera mezclada en aquel asunto… ya sabes, las famosas orgías del Bois de Boulogne, hace dos años.

– Alfred, por favor, la niña…

– Pero si ella no entiende nada. Escribe, Antoinette… A pesar de todo, es una mujer muy distinguida para empezar…

– No te olvides de los Ostier -dijo Rosine con viveza-; parece que organizan unas fiestas espléndidas…

– El señor y la señora Ostier d'Arrachon, con dos erres, Antoinette… De éstos, querida, no respondo. Son muy estirados, muy… Antaño la mujer fue… -Hizo un gesto.

– ¿De veras?

– Sí. Conozco a alguien que en otro tiempo la vio a menudo en una casa cercana a Marsella… Sí, sí, te lo aseguro… Pero hace mucho tiempo de eso, casi veinte años; con el matrimonio se refinó completamente, recibe a gente muy distinguida, y para las relaciones es extremadamente exigente… Por regla general, al cabo de diez años, todas las mujeres que han corrido mucho acaban siendo así.

– Dios mío -suspiró la señora Kampf-, qué difícil es…

– Es preciso seguir un método, querida. Para la primera recepción, más y más gente, cuantas más caras mejor. Es sólo en la segunda o la tercera cuando se empieza a escoger. Esta vez hay que invitar a diestro y siniestro.

– Pero si al menos estuviéramos seguros de que vendrán todos… Si alguien rechaza la invitación, creo que me moriré de vergüenza.

Kampf rió silenciosamente con una mueca.

– Si alguien rechaza la invitación, le invitarás de nuevo la próxima vez, y de nuevo la siguiente… ¿Sabes lo que te digo? En el fondo, para avanzar en el mundo no hay más que seguir al pie de la letra la moral del Evangelio.

– ¿Sí?

– Si te dan una bofetada, pon la otra mejilla… El mundo es la mejor escuela de humildad cristiana.

– Me pregunto -dijo ella vagamente sorprendida- de dónde sacas todas esas tonterías, amigo mío.

Kampf sonrió.

– Vamos, vamos, continuemos… En este trozo de papel hay unas cuantas direcciones, Antoinette, sólo tendrás que copiarlas.

La señora Kampf se inclinó sobre el hombro de su hija, que escribía sin levantar la frente:

– Es verdad que tiene una letra muy bonita, muy formada… Dime, Alfred, ¿el señor Julien Nassan no es el que estuvo en prisión por ese asunto de la estafa?

– ¿Nassan? Sí.

– ¡Ah! -murmuró Rosine con cierto asombro.

Kampf dijo:

– Pero ¿con qué me sales ahora? Ha sido rehabilitado, lo reciben en todas partes, es un muchacho encantador y sobre todo un hombre de negocios de primera categoría…

– Señor Julien Nassan, avenida Hoche, número veintitrés bis -releyó Antoinette-. ¿Y después, papá?

– No hay más que veinticinco -gimió la señora Kampf-. Jamás vamos a encontrar doscientas personas, Alfred…

– Claro que sí; no empieces a ponerte nerviosa. ¿Dónde está tu lista? Todas las personas que el año pasado conociste en Niza, en Deauville, en Chamonix…

Su mujer cogió un cuaderno de notas que había sobre la mesa.

– El conde Moissi, el señor, la señora y la señorita Lévy de Brunelleschi y el marqués de Itcharra: es el gigoló de la señora Lévy, siempre los invitan juntos…

– ¿Hay un marido al menos? -preguntó Kampf con aire dubitativo.

– Por supuesto, son personas muy distinguidas. Hay otros marqueses, ¿sabes?, hay cinco… El marqués de Liguès y Hermosa, el marqués… Oye, Alfred, ¿se ha de usar el título cuando se habla con ellos? Creo que es mejor, ¿no? Nada de señor marqués como los criados, naturalmente, sino: querido marqués, mi querida condesa… Sin eso, los demás no se darían cuenta siquiera de que recibimos a gente con título.

– Si pudiéramos pegarles una etiqueta en la espalda… Eso te gustaría, ¿eh?

– ¡Oh!, tú y tus bromas idiotas… Vamos, Antoinette, date prisa en copiarlo todo, niña.

Antoinette escribió un poco más y luego leyó en voz alta:

– El barón y la baronesa Levinstein-Lévy, el conde y la condesa du Poirier…

– Son Abraham y Rébecca Birnbaum, que han comprado el título. Es una idiotez, ¿no?, hacerse llamar du Poirier… Pero si vamos a eso, yo… -Se sumió en una profunda ensoñación-. Conde y condesa Kampf, simplemente -murmuró-, no suena mal.

– Espera un poco -le aconsejó Kampf-. No antes de diez años…

Rosine se puso a escoger tarjetas de visita lanzadas en desorden a una copa de malaquita adornada con dragones chinos en bronce dorado.

– De todas maneras, me gustaría saber quiénes son estas personas -murmuró-. Recibí un montón de tarjetas por Año Nuevo… Hay un montón de gigolós que conocí en Deauville…

– Cuantos más mejor, para hacer bulto, y si van vestidos adecuadamente…

– Oh, querido, déjate de bromas, son todos condes, marqueses, vizcondes como mínimo. Pero no consigo juntar las caras con los nombres… todos se parecen. Aunque en el fondo da igual; ¿viste cómo lo hacían en casa de los Rothwan de Fiesque? Se dice a todo el mundo la misma frase exactamente: «Me alegro tanto…», y luego, si te ves obligada a presentar a dos personas, se farfullan los nombres… nunca se entiende nada… Mira, Antoinette, hija mía, la tarea es bien sencilla, las direcciones están en las tarjetas.

– Pero, mamá -repuso Antoinette-, esta tarjeta es del tapicero.

– ¿De qué estás hablando? Déjame ver. Sí, tiene razón; Dios mío, Dios mío, estoy perdiendo la cabeza, Alfred, te lo aseguro… ¿Cuántas tienes, Antoinette?

– Ciento setenta y dos, mamá.

– ¡Ah! ¡Menos mal!

Los Kampf dejaron escapar un suspiro de satisfacción conjunto y se miraron sonriendo, como dos actores que entran finalmente en escena tras una tercera llamada, con una expresión mezcla de lasitud dichosa y triunfo.

– No va nada mal, ¿eh?

Antoinette preguntó con timidez:

– La… la señorita Isabelle Cossette, ¿no será mi señorita Isabelle?

– Pues sí, claro…

– ¡Oh! -profirió Antoinette-. ¿Por qué la invitas a ella? -Y enrojeció con virulencia, presintiendo el seco «¿y a ti qué te importa?» de su madre; pero la señora Kampf explicó, azorada:

– Es una buena mujer… Hay que ser amables con los demás.

– Es un mal bicho -protestó Antoinette.

La señorita Isabelle, una prima de los Kampf, profesora de música de varias familias de ricos corredores de Bolsa judíos, era una solterona flaca, envarada y tiesa como un paraguas; enseñaba piano y solfeo a Antoinette. Excesivamente miope, pero sin llevar jamás lentes pues se envanecía de sus ojos -bastante bonitos- y de sus espesas cejas, pegaba a las partituras su larga nariz carnosa, puntiaguda, azulada por los polvos de arroz, y cuando Antoinette se equivocaba, la golpeaba en los dedos con una regla de ébano, plana y dura como ella misma. Era malévola y fisgona como una vieja beata.

La víspera de cada clase, Antoinette musitaba con fervor en su oración de la noche (al haberse convertido su padre al casarse, a Antoinette la habían educado en la fe católica): «Dios mío, haz que la señorita Isabelle se muera esta noche.»

– La niña tiene razón -terció Kampf, sorprendido-; ¿cómo se te ocurre invitar a esa vieja loca? Si no la soportas…

La señora Kampf se encogió de hombros, impaciente:

– ¡Ah!, no entiendes nada. ¿Cómo quieres que se entere la familia si no? A ver, dime, ¿ves desde aquí la cara de la tía Loridon que riñó conmigo porque me había casado con un judío, y la de Julie Lacombe y el tío Martial, todos los de la familia que nos hablaban con aquel tonillo protector porque eran más ricos que nosotros, te acuerdas? En fin, es muy simple, si no invitamos a Isabelle, si no estoy segura de que al día siguiente se morirán todos de envidia, ¡lo mismo me da que haya baile como que no! Escribe, Antoinette.

– ¿Se bailará en los dos salones?

– Naturalmente, y en la galería… Ya sabes que nuestra galería es preciosa, y alquilaré suficientes canastillos de flores; verás qué bonito se ve todo en la gran galería, con todas las mujeres vestidas de gala con sus hermosas joyas, y los hombres de frac… En casa de los Lévy de Brunelleschi el espectáculo fue mágico. Para bailar los tangos apagaron la luz eléctrica y sólo dejaron encendidas dos grandes lámparas de alabastro en los rincones. Daban una luz rojiza…

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