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– Déjame, vete… déjame, te digo. -Entonces una expresión débil, vencida, lastimosa, se apoderó de sus facciones-. ¡Ah!, pobre hija mía, mi pobre Antoinette; tú sí que eres feliz; no sabes aún lo injusto que es el mundo, malvado, hipócrita… Toda esa gente que me sonreía, que me invitaba, se reía de mi a mis espaldas, me despreciaba, porque no pertenecía a su mundo, pandilla de pajarracos, de… ¡pero tú no puedes entenderlo, pobre hija mía! ¡Y tu padre!… ¡Ah! ¡Mira, sólo te tengo a ti!… -terminó diciendo de pronto-. Sólo te tengo a ti, mi pobre niña…

Estrechó a Antoinette entre sus brazos. Como la niña pegó el rostro mudo contra las perlas, su madre no la vio sonreír. Dijo:

– Eres una buena hija, Antoinette…

Fue un segundo, un destello inaprensible mientras se cruzaban «en el camino de la vida»; una iba a llegar, y la otra a hundirse en la sombra. Pero ellas no lo sabían. Sin embargo, Antoinette repitió bajito:

– Pobre mamá…

París, 1928

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