– ¿Sabe bailar el charlestón, Isabelle?
– Claro que sí, un poco, como todo el mundo…
– Ah, pues no le faltarán acompañantes. El marqués de Itcharra, por ejemplo, el sobrino del embajador de España, siempre gana todos los premios en Deauville, ¿verdad, Rosine? Mientras esperamos, abramos el baile…
Se alejaron, y la orquesta bramó en el salón desierto. Antoinette vio que su madre se levantaba, corría a la ventana y pegaba -también ella, pensó la niña- el rostro a los cristales fríos. El reloj de pared dio las diez y media.
– Dios mío, Dios mío, pero ¿qué pretenden? -susurró la señora Kampf agitadamente-. Que el diablo se lleve a esta vieja loca -añadió, casi en voz alta, y al punto aplaudió y exclamó entre risas-: ¡Ah!, estupendo, estupendo; no sabía que bailaba tan bien, Isabelle.
– Pero si baila como Joséphine Baker -afirmó Kampf desde el otro lado del salón.
Terminado el baile, el anfitrión dijo:
– Rosine, voy a llevar a Isabelle al bar, no se ponga celosa.
– Pero ¿usted no nos acompaña, querida?
– Un instante si me lo permite, tengo que dar unas órdenes a los criados y enseguida me reúno con ustedes…
– Voy a coquetear con Isabelle durante toda la velada, está avisada, Rosine.
La señora Kampf tuvo fuerzas para reírse y amenazarles con el dedo; pero no pronunció una palabra y, en cuanto se quedó sola, se pegó de nuevo a la ventana. Se oían los automóviles que subían por la avenida; algunos ralentizaban la marcha delante de la casa; entonces ella se inclinaba y devoraba con los ojos la oscura calle invernal, pero los automóviles se alejaban, se perdían entre las sombras. A medida que transcurría el tiempo, los automóviles eran cada vez más escasos y durante largos minutos no se oía ni un solo ruido en la avenida desierta, como en provincias; apenas el ruido del tranvía en la calle de al lado, y bocinazos distantes, suavizados, amortiguados por la distancia…
Rosine hacía rechinar las mandíbulas como presa de la fiebre. Once menos cuarto. Once menos diez. En el salón vacío, un pequeño reloj daba la hora con pequeños toques acuciantes, de timbre agudo y claro; el del comedor respondió, insistió, y al otro lado de la calle, el gran reloj del frontispicio de una iglesia tocaba lenta y gravemente, cada vez más fuerte a medida que desgranaba las horas.
– … nueve, diez, once -contó con desesperación, levantando al cielo los brazos llenos de diamantes-. Pero ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido, Jesús bendito?
Alfred regresó con Isabelle y los tres se miraron sin hablar.
La anfitriona rió con nerviosismo.
– Es un poco raro, ¿no? A menos que haya ocurrido algo…
– ¡Oh! Querida mía, a menos que haya habido un terremoto -dijo la invitada con tono triunfal.
Pero la señora Kampf no se rindió todavía. Jugueteando con sus perlas, pero con la voz ronca por la angustia, dijo:
– ¡Oh!, no significa nada; imagínese, el otro día estaba en casa de mi amiga la condesa de Brunelleschi y los primeros invitados empezaron a llegar a las doce menos cuarto. Así que…
– Pues es bastante molesto para la señora de la casa, irritante -murmuró la señorita Isabelle con dulzura.
– ¡Oh!, es… es una costumbre que hay que imitar, ¿no es así?
En aquel instante sonó el timbre. Alfred y Rosine se abalanzaron hacia la puerta.
– Toquen -ordenó Rosine a los músicos.
Ellos atacaron un blues briosamente. No aparecía nadie. Rosine no pudo soportarlo más. Interpeló:
– Georges, Georges, han llamado a la puerta, ¿no lo ha oído?
– Son los helados que traen de chez Rey.
La señora Kampf estalló:
– Les digo que ha ocurrido algo, un accidente, un malentendido, una confusión de fechas, de hora, ¡yo qué sé! Las once y diez, son la once y diez -repitió con desesperación.
– ¿Las once y diez ya? -exclamó la señorita Isabelle-. Sí, ya lo creo, tiene usted razón, el tiempo pasa deprisa en su casa, felicidades… Son y cuarto ya, creo, ¿lo oye?
– ¡Bueno, pues no tardarán en llegar! -dijo Kampf con voz resonante.
De nuevo se sentaron; pero no dijeron nada más. Se oía a los criados riéndose a carcajadas en la antecocina.
– Ve y hazlos callar, Alfred -dijo finalmente Rosine con voz temblorosa de ira-: ¡Ve!
A las once y media apareció la pianista.
– ¿Tenemos que esperar más, señora?
– ¡No, váyanse, váyanse todos! -exclamó ella bruscamente, a punto de precipitarse a una crisis nerviosa-. ¡Les pagamos y se van! No habrá baile, no habrá nada. ¡Es una afrenta, un insulto, una conspiración de nuestros enemigos para ridiculizarnos, para acabar conmigo! Si viene alguien ahora, no quiero verlo, ¿me oyen? -prosiguió con violencia creciente-. Les dicen que me he ido, que hay un enfermo en la casa, un muerto, ¡lo que quieran!
La señorita Isabelle se mostró solicita:
– Vamos, querida, no pierda la esperanza. No se atormente así, enfermará… Naturalmente, comprendo cuánto debe de estar sufriendo, querida, mi pobre amiga. ¡El mundo es tan malvado, por desgracia!… Debería decirle usted alguna cosa, Alfred, mimarla, consolarla…
– ¡Menuda comedia! -siseó Kampf entre dientes, con el semblante pálido-. ¿Quieren callarse de una vez?
– Vamos, Alfred, no grite. Al contrario, tiene que mimarla…
– ¿Eh? ¡Si a ella le gusta hacer el ridículo!
Giró bruscamente sobre los talones e interpeló a los músicos:
– ¿Qué hacen ustedes aquí todavía? ¿Cuánto se les debe? Y váyanse inmediatamente, por amor de Dios…
La señorita Isabelle recogió despacio su boa de plumas, sus impertinentes, su bolso.
– Será mejor que me retire, Alfred, a menos que pueda serles útil en lo que sea, mi pobre amigo…
Al ver que él no respondía, se inclinó, besó en la frente a Rosine, que permanecía inmóvil y ni siquiera lloraba, con los ojos fijos y secos.
– Adiós, querida, créame que estoy desolada, que lo siento muchísimo -musitó maquinalmente, como en el cementerio-. No, no; no me acompañe, Alfred, salgo, me voy, ya me he ido, llore a sus anchas, mi pobre amiga, desahóguese -soltó una vez más con todas sus fuerzas en medio del salón desierto.
Alfred y Rosine la oyeron decir a los criados, cuando cruzaba el comedor:
– Sobre todo, no hagan ruido; la señora está muy nerviosa, muy afectada.
Y, finalmente, el zumbido del ascensor y el golpe sordo de la puerta cochera al abrirse y volver a cerrarse.
– Vieja pajarraca -murmuró Kampf-, si al menos…
No terminó. Rosine, puesta en pie de repente, con el rostro brillante de lágrimas, le mostró el puño gritando:
– ¡Tú tienes la culpa, imbécil, por tu sucia vanidad, tu orgullo de pavo real, es cosa tuya!… ¡El señor quiere dar bailes! ¡Recibir! ¡Es para desternillarse de risa! ¡Por Dios! ¿Crees que la gente no sabe quién eres, de dónde sales? ¡Nuevo rico! ¡Te la han jugado bien, eh, tus amigos, tus queridos amigos, ladrones, estafadores!
– ¡Y los tuyos, tus condes, tus marqueses, tus gigolós!
Continuaron gritándose un tropel de palabras desbocadas, violentas, que fluían como un torrente. Después Kampf, con los dientes apretados, dijo bajando la voz:
– ¡Cuando te recogí, Dios sabe por dónde te habías arrastrado ya! ¡Crees que no sé nada, que no me daba cuenta de nada! Yo pensaba que eras guapa, inteligente, que si me hacia rico me honrarías… Buen negocio hice, desde luego, menuda con la que fui a dar, modales de verdulera, una solterona con modales de cocinera…
– Otros quedaron satisfechos…
– Lo dudo. Pero no me des detalles. Mañana lo lamentarías.
– ¿Mañana? ¿Y tú te has creído que me quedaré una hora siquiera contigo después de todo lo que me has dicho? ¡Animal!
– ¡Vete! ¡Vete al diablo!
El señor Kampf salió dando portazos. Rosine lo llamó:
– ¡Alfred, vuelve!
Y esperó, la cabeza vuelta hacia el salón, anhelante, pero él ya estaba lejos… Bajaba por la escalera. En la calle, su voz furiosa gritó un rato: «¡Taxi, taxi!», luego se alejó, se apagó a la vuelta de una esquina.
Los criados habían subido a su apartamento, dejando por todas partes las luces encendidas, las puertas golpeando… Rosine permaneció inmóvil, con su vestido brillante y sus perlas, hundida en un sofá.
De pronto hizo un movimiento colérico tan enérgico y repentino que Antoinette dio un respingo y, al retroceder, se golpeó la frente contra la pared. Se agachó aún más, temblando; pero su madre no había oído nada. Se arrancaba los brazaletes uno tras otro y los arrojaba al suelo. Uno de ellos, pesado y hermoso, adornado enteramente con diamantes, rodó bajo el canapé y llegó a los pies de Antoinette. La niña lo miró como clavada en el sitio.
Vio el rostro de su madre, por el que resbalaban las lágrimas, mezclándose con los afeites, un rostro arrugado, crispado, enrojecido, infantil, cómico… conmovedor… Pero Antoinette no estaba conmovida, sólo sentía una especie de desdén, de indiferencia despreciativa. Más adelante, comentaría a un hombre: «Oh, era una niña terrible, ¿sabe? Imagínese que una vez…» De pronto se sintió poseída por todo su futuro, sus jóvenes fuerzas intactas, su capacidad para pensar: «¿Cómo se puede llorar de esa manera por algo así?… ¿Y el amor? ¿Y la muerte? Un día morirá… ¿lo ha olvidado?»
¿Así que también las personas mayores sufrían por cosas fútiles y pasajeras? Y ella, Antoinette, les había tenido miedo, había temblado delante de ellos, de sus gritos, sus cóleras, sus amenazas vanas y absurdas… Lentamente, se deslizó fuera de su escondite. Un instante más, disimulada entre las sombras, miró a su madre, que no sollozaba, sino que simplemente estaba acurrucada y las lágrimas le caían hasta la boca sin que ella las enjugara. Antoinette se levantó y se acercó.
– Mamá.
La señora Kampf dio un respingo en su asiento.
– ¿Qué quieres, qué haces aquí? -exclamó con nerviosismo-. ¡Vete, vete enseguida! ¡Déjame en paz! ¡Ya no puedo estar ni un minuto tranquila en mi propia casa!
Antoinette, un poco pálida y la cabeza gacha, no se movió. Aquellos gritos resonaron en sus oídos, débiles y privados de su fuerza, como los truenos del teatro. Un día, muy pronto, diría a un hombre: «Mamá gritará, pero no importa…»
Extendió la mano despacio, la posó sobre los cabellos de su madre, los acarició con dedos ligeros y un poco temblorosos.
– Pobre mamá, va…
Un instante aún, Rosine se debatió como una autómata, la rechazó, sacudió el rostro convulso: