Y en efecto, el proceso de Grenouille se desarrolló con la máxima rapidez, ya que no sólo eran las pruebas de una gran contundencia, sino que el propio acusado se confesó sin rodeos durante los interrogatorios autor de los asesinatos que se le imputaban.
Sólo cuando le preguntaron sobre sus motivos, no supo dar una respuesta satisfactoria. Sólo repetía una y otra vez que necesitaba a las muchachas y por eso las había matado. No respondía a la pregunta de por qué las necesitaba y para qué. Entonces le interrogaron en el potro del tormento, le colgaron cabeza abajo durante horas, le llenaron con siete pintas de agua, le aprisionaron los pies con tornillos a presión… todo sin el menor resultado. Parecía insensible al dolor físico, no exhalaba ningún grito y sólo repetía al ser preguntado: "Las necesitaba". Los jueces lo tomaron por un demente, interrumpieron las torturas y decidieron poner fin al procedimiento sin más interrogatorios.
La única demora que se produjo se debió a una discrepancia jurídica surgida con el magistrado de Draguignan, en cuyo prebostazgo se hallaba enclavado La Napoule, y con el parlamento de Aix, pues ambos querían que el proceso tuviera lugar ante sus tribunales. Pero el tribunal de Grasse no se dejó arrebatar el caso. Ellos habían detenido al autor de los hechos, la gran mayoría de asesinatos se habían perpetrado en su jurisdicción y si entregaban al asesino a otro tribunal el pueblo se les echaría encima. La sangre del culpable tenía que derramarse en Grasse.
El 15 de abril de 1766 se falló la sentencia, que fue leída al acusado en su celda:
"El oficial de perfumista Jean-Baptiste Grenouille -rezaba- será llevado dentro de cuarenta y ocho horas ante la Porte du Cours de esta ciudad donde, con la cara vuelta hacia el cielo y atado a una cruz de madera, se le administrarán en vida doce golpes con una barra de hierro que le descoyuntarán las articulaciones de brazos, piernas, caderas y hombros, tras lo cual se levantará la cruz, donde permanecerá hasta su muerte".
La habitual medida de gracia, que consistía en estrangular al delincuente después de los golpes por medio de un hilo, fue expresamente prohibida al verdugo, a pesar de que la agonía podía prolongarse durante días enteros. El cuerpo sería enterrado de noche en el desolladero, sin ninguna señal que marcara el lugar.
Grenouille escuchó la sentencia sin inmutarse. El alguacil le preguntó por su último deseo. "Nada", contestó Grenouille; tenía todo lo que necesitaba.
Entró en la celda un sacerdote para confesarle, pero salió al cabo de un cuarto de hora sin haberlo conseguido. El condenado, al oír la mención del nombre de Dios, le había mirado con una incomprensión tan absoluta como si oyera el nombre por primera vez y después se había echado en el catre y conciliado inmediatamente un sueño profundo. Cualquier palabra ulterior habría carecido de sentido.
En el transcurso de los dos días siguientes fueron muchos curiosos a ver de cerca al famoso asesino. Los centinelas les dejaban aproximarse a la mirilla de la puerta y pedían seis "sous" por cada mirada. Un grabador que deseaba hacer un bosquejo tuvo que pagar dos francos. Pero el modelo más bien le decepcionó. Con grilletes en manos y pies, estuvo todo el rato acostado en el catre, durmiendo. Tenía la cara vuelta hacia la pared y no reaccionaba a los golpes en la puerta ni a los gritos. La entrada en la celda estaba estrictamente prohibida a los visitantes y los centinelas no se atrevían a desobedecer esta orden, a pesar de las tentadoras ofertas. Se temía que el prisionero fuese asesinado a destiempo por un pariente de sus víctimas; por el mismo motivo no se le podía ofrecer comida, para no correr el riesgo de que fuese envenenado. Durante todo su cautiverio, Grenouille recibió los alimentos de la cocina de la servidumbre del palacio episcopal, que antes tenía que probar el director de la prisión. Por otra parte, los dos últimos días no comió nada, se limitó a dormir. De vez en cuando sonaban sus cadenas y, al acudir a toda prisa el centinela, le veía beber un sorbo de agua, volver a echarse y continuar durmiendo. Daba la impresión de ser un hombre tan cansado de la vida que ni siquiera deseaba vivir despierto las últimas horas de su existencia.
Entretanto se preparaba el Cours para la ejecución. Los carpinteros construyeron un cadalso de tres metros de anchura por tres de longitud y dos de altura, con una barandilla y una sólida escalera; en Grasse no se había visto nunca uno tan regio. Edificaron asimismo una tribuna de madera para los notables de la ciudad y una valla para contener a la plebe, que debía mantenerse a una distancia prudencial. Las ventanas de las casas que se encontraban a izquierda y derecha de la Porte du Cours, así como las del cuartel, se habían alquilado hacía tiempo a precios exorbitantes. Incluso en el hospital de la Charitè, que estaba un poco de costado, había conseguido el ayudante del verdugo desalojar a los enfermos de una sala y alquilarla con pingües beneficios a los curiosos. Los vendedores de limonada se aprovisionaron de agua de regaliz en grandes latas, el grabador en cobre imprimió centenares de ejemplares del bosquejo que había dibujado en la prisión y adornado con su fantasía, los vendedores ambulantes acudieron a docenas a la ciudad y los panaderos cocieron pastas conmemorativas.
El verdugo, monsieur Papon, que no había descoyuntado a ningún delincuente desde hacía años, se hizo forjar una pesada vara de hierro de forma cuadrada y fue con ella al matadero para practicar con las reses muertas. Sólo podía asestar doce golpes, con los que debía romper las doce articulaciones sin dañar las partes valiosas del cuerpo, como el pecho o la cabeza; una tarea difícil que requería mucho tino.
Los ciudadanos se preparaban para el acontecimiento como para una gran festividad. Se daba por descontado el hecho de que nadie trabajaría. Las mujeres se plancharon el vestido de las fiestas y los hombres desempolvaron sus levitas y se hicieron lustrar las botas. Quienes ostentaban un cargo militar o civil o eran maestros de gremio, abogados, notarios, directores de una hermandad o cualquier otra corporación importante, sacaron su uniforme o traje oficial, condecoraciones, fajines, cadenas y blancas pelucas empolvadas. Los creyentes pensaban reunirse, "post festum", en un oficio divino, los hijos de Satán en una burda misa negra de acción de gracias en honor de Lucifer, la nobleza culta en una sesión de magnetismo en las casas de Cabris, Villeneuves y Fontmichels. En las cocinas ya se horneaba y asaba, se subía vino de las bodegas y se compraban flores en el mercado y tanto organista como coro ensayaban en la catedral.
En casa de Richis, en la Rue Droite, reinaba el silencio. Richis había desdeñado cualquier preparativo para el "Día de la Liberación", como llamaba el pueblo al día de la ejecución del asesino. Todo aquello le repugnaba. Le había repugnado el temor súbito y renovado de la población, así como su febril alegría posterior. La plebe en sí le repugnaba. No había participado en la presentación del asesino y sus víctimas en la plaza de la catedral, ni asistido al proceso, ni desfilado con los curiosos, ávidos de sensaciones, ante la celda del condenado a muerte. Para la identificación de los cabellos y ropas de su hija había recibido en su casa al tribunal, pronunciado su declaración de manera concisa y breve y pedido que le dejaran las pruebas como reliquia, petición que fue atendida. Las llevó a la habitación de Laure, colocó el camisón cortado y el corpiño sobre su lecho, extendió los cabellos rojizos sobre la almohada, se sentó delante y no abandonó más el dormitorio, ni de noche ni de día, como si quisiera, con esta innecesaria guardia, reparar la que no hiciera la noche de La Napoule. Estaba tan lleno de repugnancia, de asco hacia el mundo y hacia sí mismo, que no podía llorar.
También el asesino le inspiraba repugnancia. No quería verle más como hombre, sólo como víctima que va a ser sacrificada. No quería verle hasta el día de la ejecución, cuando estuviera atado a la cruz y recibiera los doce golpes; entonces sí que quería verle, y bien de cerca, para lo cual ya había reservado un lugar en la primera fila. Y cuando el pueblo se hubiera dispersado al cabo de unas horas, subiría al cadalso, se sentaría delante de él y haría guardia noches y días enteros, los que hicieran falta, mirando a los ojos al asesino de su hija para que viera en ellos toda su repugnancia y para que esta repugnancia corroyera su agonía como un ácido cáustico hasta que reventara…
¿Después? ¿Qué haría después? No lo sabía. Quizá reanudaría su vida anterior, quizá se casaría, quizá engendraría un hijo, quizá no haría nada, quizá moriría. Sentía una indiferencia total. Pensar en ello se le antojaba tan insensato como pensar en lo que haría después de su propia muerte. Nada, claro. Nada que pudiera saber ahora.
La ejecución estaba fijada para las cinco de la tarde. Los primeros curiosos llegaron ya por la mañana y se aseguraron un lugar, llevando consigo sillas y taburetes, cojines, comida, vino y a sus hijos. Cuando la multitud empezó a acudir en masa desde todas las direcciones más o menos al mediodía, el Cours ya estaba tan atestado que los recién venidos tuvieron que acomodarse en los jardines y campos que formaban terrazas al otro lado de la plaza y en el camino de Grenoble. Los vendedores ya hacían un buen negocio, la gente comía y bebía, zumbaba y bullía como en un mercado. Pronto se congregó una muchedumbre de unos diez mil hombres, mujeres y niños, más que en la fiesta de la reina del jazmín, más que en la mayor de las procesiones, más que en cualquier otro acontecimiento celebrado en Grasse. Se habían encaramado hasta las laderas. Colgaban de los árboles, se acurrucaban sobre muros y tejados, se apiñaban en número de diez o de doce en las ventanas. Sólo en el centro del Cours, protegido por la barricada de la valla, como un recorte entre la masa de seres humanos, quedaba un espacio libre para la tribuna y el cadalso, que de repente parecía muy pequeño, como un juguete o el escenario de un teatro de títeres. Y se dejó libre una callejuela que iba desde la plaza de la ejecución a la Porte du Cours y se adentraba en la Rue Droite.
Poco después de las tres apareció monsieur Papon con sus ayudantes. Sonó una ovación. Subieron al cadalso el aspa hecha con maderos y la colocaron a la altura apropiada, apuntalándola con cuatro pesados potros de carpintero. Uno de los ayudantes la clavó. Cada movimiento de los ayudantes del verdugo y del carpintero era saludado por la multitud con un aplauso. Y cuando Papon reapareció con la barra de hierro, rodeó la cruz, midió sus pasos y asestó un golpe imaginario ya desde un lado, ya desde el otro, se oyó una explosión de auténtico júbilo.