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Era más espantoso que la peste, porque de la peste se podía huir, y en cambio no se podía escapar de este asesino, como demostraba el caso de Richis. Por lo visto poseía facultades sobrenaturales. No cabía la menor duda de que estaba aliado con el demonio, si es que no era él mismo el demonio. Y por esto muchos, sobre todo las almas más sencillas, no encontraron otro consuelo que ir a rezar a la iglesia, cada uno ante el patrón de su oficio, los cerrajeros a san Luis, los tejedores a san Crispino, los jardineros a san Antonio, los perfumistas a san José. Y llevaban consigo a sus mujeres e hijas, rezaban juntos, comían y dormían en la iglesia, no las dejaban ni de día, convencidos de que el amparo de la desesperada comunidad y presencia de la Virgen eran la única seguridad posible ante aquel monstruo, si es que existía aún alguna clase de seguridad.

Otras cabezas más perspicaces, aduciendo que la iglesia ya había fracasado una vez, formaron grupos ocultos, ofrecieron mucho dinero a una bruja autorizada de Gourdon, se escondieron en una de las numerosas grutas de piedra caliza de la región de Grasse y celebraron misas negras para conquistar el favor de Satanás. Otros, distinguidos miembros de la alta burguesía y la nobleza educada, optaron por los más modernos métodos científicos, imantaron sus casas, hipnotizaron a sus hijas y organizaron círculos de silencio fluidal en sus salones con el fin de conseguir emisiones mentales colectivas que exorcizaran telepáticamente el espíritu del asesino. Las corporaciones organizaron una procesión de penitentes desde Grasse a La Napoule y viceversa. Los monjes de los cinco conventos de la ciudad oficiaban misas permanentes, y dirigían rogativas y letanías, de modo que pronto pudo oírse en todos los rincones de la ciudad un lamento ininterrumpido tanto de día como de noche. Apenas se trabajaba.

Así esperaba la población de Grasse, en febril inactividad, casi con impaciencia, el siguiente asesinato. Nadie dudaba de que se produciría y todos anhelaban en secreto conocer la espantosa noticia, en la única esperanza de que no les afectara a ellos, sino a los demás.

Las autoridades, por otra parte, tanto de la ciudad como rurales y provinciales, no se dejaron contagiar en esta ocasión por el histerismo de la población. Por primera vez desde la aparición del asesino de doncellas se organizó una serena y provechosa colaboración entre los gobernadores de Grasse, Draguignan y Tolón y entre prefecturas, policías, intendencias, parlamentos y la Marina.

El motivo de esta solidaridad de los poderosos fue por una parte el temor de una insurrección general y por otra el hecho de que desde el asesinato de Laure Richis se disponía de un punto de partida que permitía por primera vez una persecución sistemática del asesino. Este había sido visto. Al parecer se trataba de aquel misterioso oficial de curtidor que en la noche del asesinato había pernoctado en el establo de la posada de La Napoule y desaparecido al día siguiente sin dejar rastro. Según las declaraciones concordantes del posadero, del mozo de cuadra y de Richis, era un hombre de baja estatura y aspecto insignificante que llevaba una levita marrón y una mochila de lino grueso. Aunque en todo lo demás el recuerdo de los tres testigos era extrañamente vago y no sabían describir ni su rostro, ni el color de sus cabellos, ni su voz, el posadero insinuó que, aunque podía equivocarse, le había parecido observar en la postura y el modo de andar del forastero algo torpe, semejante a un cojeo, como si tuviera un defecto en la pierna o un pie deforme.

Con estos indicios, dos secciones montadas de la gendarmería emprendieron hacia las doce del mismo día del asesinato la persecución del asesino en dirección a Marsella, una por la costa y la otra por el camino del interior. Un grupo de voluntarios se encargó de rastrillar los alrededores de La Napoule. Dos comisarios de la audiencia provincial de Grasse viajaron a Niza para iniciar investigaciones sobre los oficiales de curtidor. En los puertos de Frèjus, Cannes y Antibes se controlaron todos los buques antes de que zarparan y en la frontera de Saboya se procedió a la identificación de todos los viajeros. Para aquellos que sabían leer, apareció una detallada descripción del criminal en todas las puertas de las ciudades de Grasse. Vence y Gourdony en las puertas de las iglesias de los pueblos, descripción que se pregonaba además tres veces al día. El detalle del pie deforme reforzó la opinión de que el asesino era el mismo diablo y contribuyó más a aumentar el pánico entre la población que a obtener pistas aprovechables.

Pero cuando el presidente del tribunal de justicia ofreció por encargo de Richis una recompensa de nada menos que doscientas libras a quien suministrara detalles que condujeran a la captura del autor de los hechos, las denuncias llevaron a la detención de varios oficiales de tenería en Grasse, Opio y Gourdon, entre los cuales uno tenía la desgracia de cojear. Ya se disponían a someterle a tortura, pese a la coartada defendida por varios testigos, cuando al décimo día después del asesinato, un miembro de la guardia municipal se presentó en la magistratura y declaró lo siguiente ante los jueces:

Hacia las doce de aquel día, mientras él, Gabriel Tagliasco, capitán de la guardia, prestaba servicio como de costumbre en la Porte du Cours, fue abordado por un individuo cuyo aspecto, como ahora sabía, coincidía bastante con la descripción publicada, que le preguntó con insistencia y maneras apremiantes qué camino habían tomado por la mañana el Segundo Cónsul y su caravana al abandonar la ciudad. Ni entonces ni después atribuyó importancia al hecho y tampoco se habría vuelto a acordar del individuo en cuestión -que era muy insignificante- si no le hubiera visto otra vez por casualidad la víspera y precisamente aquí en Grasse, en la Rue de la Louve, ante el taller del "maitre" Druot y madame Arnulfi, momento en que también le llamó la atención el claro cojeo del hombre cuando entró en el taller.

Una hora después detuvieron a Grenouille. El posadero y el mozo de La Napoule, que permanecían en Grasse para la identificación de los otros sospechosos, le reconocieron en seguida como el oficial de curtidor que había pernoctado en la posada: era él, no cabía duda, éste tenía que ser el asesino que buscaban.

Registraron el taller y registraron la cabaña del olivar que había detrás del convento de franciscanos. En un rincón, casi a la vista, encontraron el camisón cortado, el corpiño y los cabellos rojizos de Laure Richis. Y cuando cavaron en el suelo, encontraron las ropas y los cabellos de las otras veinticuatro muchachas. También hallaron la maza con que había golpeado a las víctimas y la mochila de lino. Los indicios eran abrumadores. Mandaron repicar las campanas. El presidente del tribunal anunció por bando y pregonero que el famoso asesino de doncellas a quien se buscaba desde hacía casi un año había sido finalmente apresado y estaba bajo estricta custodia.

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Al principio la gente no creyó en el comunicado oficial. Lo consideraron un ardid de las autoridades para ocultar la propia incapacidad y tranquilizar los ánimos peligrosamente excitados. Aún recordaban demasiado bien el tiempo en que se afirmó que el asesino se había trasladado a Grenoble. Esta vez el miedo había hecho demasiada mella en las almas de los ciudadanos.

La opinión pública no cambió hasta el día siguiente, cuando las pruebas fueron públicamente exhibidas en la plaza de la iglesia, delante de la "Prèvotè"; era una visión terrible contemplar en hilera ante la catedral, en el lado noble de la plaza, las veinticinco túnicas con las veinticinco cabelleras, como espantapájaros montados en estacas.

Muchos centenares de personas desfilaron ante la macabra galería. Parientes de las víctimas prorrumpían en gritos al reconocer las ropas. El resto del gentío, en parte por afán sensacionalista y en parte para convencerse del todo, exigía ver al asesino. Las llamadas fueron pronto tan insistentes y la inquietud reinante en la pequeña y atestada plaza tan amenazadora, que el presidente resolvió hacer salir de su celda a Grenouille para presentarlo desde una ventana del primer piso de la "Prèvotè".

Cuando Grenouille se asomó a la ventana, el clamor cesó. De repente el silencio fue total, como al mediodía de un caluroso día de verano, cuando todos están en los campos o se cobijan a la sombra de las casas. No se oía ningún paso, ningún carraspeo, ninguna respiración. Durante varios minutos, la multitud fue sólo ojos y boca abierta. Nadie podía comprender que aquel hombre pequeño, frágil y encorvado de la ventana, aquel hombrecillo, aquel desgraciado, aquella insignificancia hubiera podido cometer más de dos docenas de asesinatos. Sencillamente, no parecía un criminal. Era cierto que nadie hubiese sabido decir "cómo" se imaginaba al asesino, a aquel demonio, pero todos estaban de acuerdo: así no . Y sin embargo… aunque el asesino no respondía en absoluto a la imagen que la gente se había hecho de él y, por lo tanto, su presentación con buena lógica habría tenido que ser poco convincente, la sola presencia de aquel hombre en la ventana y el hecho de que sólo él y ningún otro fuera presentado como el asesino, causó, paradójicamente, un efecto persuasivo. Todos pensaron: No puede ser verdad, sabiendo en el mismo instante que tenía que serlo.

Pero cuando la guardia se retiró con el hombrecillo hacia las sombras del interior de la sala, cuando ya no estaba, por lo tanto, ni presente ni visible y era sólo, aunque por una brevísima fracción de tiempo, un recuerdo, existiendo, casi podríamos decir, como un concepto en los cerebros de los hombres, como el concepto de un horrible asesino, entonces remitió el aturdimiento de la multitud para dar paso a una reacción natural: las bocas se cerraron y los millares de ojos volvieron a animarse. Y de pronto estalló un grito atronador de venganza y de cólera: "Entregádnoslo. " Y se dispusieron a asaltar la "Prèvotè" para estrangularlo con sus propias manos, para despedazarlo, para desmembrarlo. Los centinelas pudieron a duras penas atrancar la puerta y hacer retroceder a la multitud. Grenouille fue devuelto a su mazmorra a toda prisa. El presidente se acercó a la ventana y prometió una sentencia rápida y ejemplarmente severa. A pesar de ello, pasaron horas antes de que la muchedumbre se dispersara, y días, antes de que la ciudad se tranquilizara un poco.

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