Hacia el mediodía terminó con los junquillos. Apagó el fuego, tapó la caldera de grasa y salió del taller para refrescarse. El viento soplaba del oeste. Con la primera aspiración ya notó que algo iba mal; la atmósfera no estaba completa. En la capa de aromas de la ciudad, aquel velo tejido por muchos millares de hilos, faltaba el hilo de oro. Durante las últimas semanas, este hilo fragante había adquirido tal fuerza que Grenouille lo percibía claramente incluso desde su cabaña, en la otra punta de la ciudad. Ahora no estaba, había desaparecido, no podía captarlo ni con el más intenso olfato. Grenouille se quedó como paralizado por el susto.
Está muerta, pensó y en seguida, algo peor: otro ha arrancado mi flor y robado su fragancia. No exhaló ningún grito porque su consternación era demasiado profunda, pero las lágrimas se le agolparon en los ojos y bajaron de repente por ambos lados de la nariz.
Entonces llegó Druot del Quatre Dauphins a la hora de comer y contó, "en passant", que hoy, muy temprano, el Segundo Cónsul se había marchado a Grenoble con doce mulas y su hija. Grenouille se tragó las lágrimas y echó a correr, cruzó la ciudad y, cuando llegó a la Porte du Cours, se detuvo en la plaza y olfateó. Y en el viento del oeste, puro y libre de los olores de la ciudad, encontró de nuevo su hilo dorado, muy delgado y fino, es cierto, pero aun así, inconfundible. Lo extraño era que la amada fragancia no venía del noroeste, adonde conducía el camino de Grenoble, sino más bien de la dirección de Cabris, cuando no del sudoeste.
Grenouille preguntó a la guardia qué camino había tomado el Segundo Cónsul. El centinela señaló al norte. ¿No el camino de Cabris? ¿O el otro, el que iba hacia el sur, a Auribeau y La Napoule? Desde luego que no, respondió el centinela. Lo había visto con sus propios ojos.
Grenouille volvió corriendo a la ciudad, irrumpió en la cabaña, metió en su mochila el paño de hilo, el tarro de pomada, la espátula, las tijeras y una pequeña maza de madera de olivo pulida y se puso en camino sin pérdida de tiempo… no en dirección a Grenoble, sino hacia donde le indicaba su nariz: hacia el sur.
Este camino, el camino directo a Napoule, serpenteaba por las estribaciones del Tanneron, cruzando las cuencas de Frayére y Siagne. Era cómodo andar por él y Grenouille avanzaba a buen paso. Cuando Auribeau apareció a su derecha, encaramado a la cumbre de la montaña, olió que estaba a punto de alcanzar a los fugitivos. Poco después estuvo a la misma altura que ellos y pudo olerla por separado y oler incluso el vapor de sus caballos. Debían estar a lo sumo a media milla al oeste, en algún lugar de los bosques de Tanneron. Se dirigían al sur, a la orilla del mar. Exactamente igual que él.
Grenouille llegó a La Napoule hacia las cinco de la tarde. Entró en la posada, comió y pidió un alojamiento barato. Era un oficial curtidor de Niza, explicó, y viajaba a Marsella. ¿Podía dormir en el establo? Allí se acostó a descansar en un rincón. Olió que se acercaban tres jinetes. No tenía más que esperar.
Llegaron dos horas más tarde, cuando ya caía la noche. Con objeto de mantener el incógnito, habían cambiado de ropas. Ahora las dos mujeres llevaban vestidos oscuros y velos, y Richis, una levita negra. Se dio a conocer como un noble que venía de Castellane y que mañana deseaba trasladarse a las islas Lerinas, por lo que pedía al posadero un bote que estuviera dispuesto a la salida del sol. ¿Había en la posada otros huéspedes, además de él y sus acompañantes? No, contestó el posadero, sólo un oficial de curtidor de Niza que pernoctaba en el establo.
Richis envió a las mujeres a la habitación y él se dirigió al establo, para sacar algo de la alforja, según dijo. Al principio no podía encontrar al oficial de curtidor y tuvo que pedir una linterna al mozo de cuadra. Entonces lo vio acostado en un rincón sobre la paja y una vieja manta, con la cabeza apoyada en su mochila, profundamente dormido. Tenía un aspecto tan insignificante, que por un momento Richis tuvo la impresión de que no estaba allí, de que era sólo una quimera proyectada por las oscilantes sombras de la linterna. En cualquier caso, Richis quedó inmediatamente convencido de que este ser cuya indefensión llegaba a parecer conmovedora no podía representar el menor peligro y se alejó despacio, para no perturbar su sueño.
Cenó en compañía de su hija en la habitación. No le había explicado nada del motivo y la meta de su singular viaje y tampoco lo hizo ahora, aunque ella se lo pidió. Respondió que mañana se lo comunicaría y que podía estar segura de que todo cuanto planeaba y hacía era para su bien y su futura felicidad.
Después de cenar jugaron algunas partidas de "L’hombre", todas las cuales perdió Richis, porque en vez de mirar las cartas, no dejaba de contemplar el rostro de ella para deleitarse con su belleza. Hacia las nueve la acompañó a su habitación, que estaba enfrente de la que él ocupaba, la besó, le deseó buenas noches y cerró la puerta por fuera. Entonces se fue a la cama.
Se sintió de pronto muy cansado por las fatigas del día y la noche anterior y a la vez muy satisfecho de cómo iban las cosas. Sin el menor asomo de la preocupación y de los sombríos presentimientos que hasta la víspera le habían atormentado y mantenido despierto cada vez que apagaba la lámpara, se durmió al instante y durmió sin sueños, sin gemidos, sin estremecimientos y sin dar vueltas y más vueltas en el lecho. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, Richis concilió un sueño profundo, tranquilo y reparador.
Más o menos a la misma hora se levantó Grenouille de la paja del establo. También él estaba satisfecho de cómo iban las cosas y se sentía muy refrescado, aunque no había dormido ni un segundo. Cuando Richis entró en el establo para verle, fingió que dormía para reforzar todavía más la impresión de persona inofensiva que siempre comunicaba gracias a la discreción de su olor. A diferencia de Richis, él sí que había percibido a éste con extrema precisión, olfativamente, claro, y no le había pasado por alto el alivio de Richis al verle.
Y de este modo ambos se convencieron mutuamente, durante el breve encuentro, de su candidez, uno con razón y el otro sin ella, y así debía de ser, a juicio de Grenouille, pues su candidez fingida y la auténtica de Richis le facilitaban el trabajo… opinión que, por otra parte, Richis habría compartido totalmente si hubiera estado en su lugar.
Con circunspección profesional puso Grenouille manos a la obra. Abrió la mochila, sacó el paño, la pomada y la espátula, extendió el paño sobre la manta que le había servido de colchón y procedió a untarla con la pasta de grasa. Era un trabajo que requería su tiempo, ya que se trataba de distribuir la grasa en capas de diferente grosor según el lugar del cuerpo que tocarían las distintas partes del paño. La boca, las axilas, el pecho, el sexo y los pies despedían mayores cantidades de aroma que, por ejemplo, las espinillas, la espalda y los codos; la palma de la mano más que el dorso; las cejas más que los párpados, etcétera, y por ello debían untarse con más grasa. Así pues, Grenouille modelaba en el paño de lino una especie de diagrama aromático del cuerpo a tratar y esta parte del trabajo era para él la más satisfactoria porque se trataba de una técnica artística que ocupaba al mismo tiempo sentidos, fantasía y manos, y anticipaba de manera ideal el placer del resultado definitivo.
Cuando hubo terminado todo el tarro de pomada, dio todavía unos golpecitos aquí y allá quitó un poco de grasa de un lugar del paño, la añadió a otro, retocó, comprobó una vez más el paisaje engrasado… con la nariz, no con los ojos, porque todo esto lo hizo en una oscuridad completa, lo cual era tal vez otro motivo para el contento y sereno estado de ánimo de Grenouille.
En esta noche de novilunio, nada le distraía; el mundo era sólo olor y un vago rumor de resaca procedente del mar. Estaba en su elemento. Entonces dobló el paño como un papel pintado, de modo que se juntaran las superficies engrasadas. Esta era una operación dolorosa para él porque sabía muy bien que, pese a todas sus precauciones, partes de los contornos modelados se aplanaban y desplazaban. Pero no había otro sistema para transportar el paño. Después de doblarlo hasta conseguir un tamaño que le permitiera llevarlo cómodamente colgado del brazo, se metió en los bolsillos espátulas, tijeras y la pequeña maza de madera de olivo y se escabulló hacia el exterior.
El cielo estaba nublado. En la casa no ardía ninguna luz. La única chispa de esta noche tenebrosa parpadeaba al este, en el faro de la fortaleza de la Ile de Sainte-Marguerite, a una milla de distancia; era un minúsculo alfilerazo luminoso en un paño negro. Desde la bahía soplaba un viento ligero con olor a pescado. Los perros dormían.
Grenouille fue hacia la fachada que daba a la era y cogió una escalera que había apoyada contra la pared. La levantó y sostuvo en posición vertical, con tres peldaños bajo el brazo derecho y el resto apretado contra el hombro, y así cruzó el patio hasta que estuvo bajo su ventana, que estaba entreabierta. Mientras subía por la escalera de mano, ágil como si fuera de cemento, se congratuló de poder cosechar la fragancia de la muchacha aquí en La Napoule. En Grasse, con las ventanas enrejadas y la casa sometida a una vigilancia estricta, habría sido mucho más difícil. Aquí incluso dormía sola; ni siquiera necesitaba eliminar a la camarera.
Empujó la ventana, se introdujo en el aposento y dejó el paño a un lado. Entonces se volvió hacia la cama. La fragancia del cabello dominaba porque la muchacha dormía de bruces con el rostro enmarcado por el brazo y apretado contra la almohada, en una postura ideal para el mazazo en la nuca.
El ruido del golpe fue seco y crujiente. Lo detestaba. Lo detestaba sólo porque era un ruido en una operación por lo demás silenciosa. Sólo podía soportar este odioso ruido con los dientes apretados y cuando se hubo extinguido continuó todavía un rato inmóvil y rígido, con la mano aferrada a la maza, como si temiera que el ruido pudiese volver de alguna parte convertido en potente eco. Pero no volvió y el silencio reinó de nuevo en el dormitorio, un silencio incluso intensificado, porque ahora no se oía el aliento profundo de la muchacha. Y en cuanto se relajó la actitud tensa de Grenouille (que tal vez podría interpretarse también como una actitud de veneración o una especie de rígido minuto de silencio), su cuerpo recobró la flexibilidad.