Al fin y al cabo, el negocio de perfumería más importante de Francia, su riqueza y el cargo de Segundo Cónsul no le habían bajado del cielo, sino que los había ganado luchando, porfiando, intuyendo a tiempo los peligros, adivinando los planes de los competidores y adelantándose a ellos. Y lograría también alcanzar sus metas futuras, el poder y la nobleza de sus descendientes, y desbaratar asimismo los planes de aquel asesino, su rival por la posesión de Laure, aunque sólo fuese porque Laure era igualmente la última piedra del edificio de sus propios planes. El la amaba, ciertamente, pero también la necesitaba. Y lo que necesitaba para la realización de sus más altas ambiciones no se lo dejaría arrebatar por nadie, lo defendería con uñas y dientes.
Ahora se sentía mejor. Desde que había conseguido trasladar sus reflexiones nocturnas sobre la lucha con el demonio al terreno de una transacción comercial, le animaba un valor renovado, incluso un poco temerario. Se había esfumado el resto de temor, desvanecido el desaliento y la sombría preocupación que le habían atormentado como a un viejo senil y tembloroso, evaporado la niebla de tristes presagios en la que se había movido a tientas durante semanas. Ahora se encontraba en terreno conocido y se sentía capaz de afrontar cualquier reto.
Aliviado, casi satisfecho, saltó de la cama, tiró del cordón de la campanilla y ordenó al criado, que entró medio dormido, que empaquetara ropas y provisiones porque pensaba viajar al amanecer hacia Grenoble en compañía de su hija. Entonces se vistió y sacó de la cama al resto de la servidumbre.
La casa de la Rue Droite despertó en plena noche para entregarse a una actividad febril. En la cocina se encendieron los fuegos, por los pasillos corrían las aturdidas criadas, el ayuda de cámara subía y bajaba las escaleras, bajo las bóvedas del sótano entrechocaban las llaves del mayordomo, en el patio ardían las antorchas, unos mozos corrían a buscar los caballos mientras otros sacaban a los animales… cualquiera hubiese creído que las hordas austrosargas entraban a sangre y fuego como en el año 1746 y el amo de la casa huía presa del pánico. Pero no era así ni mucho menos. El amo de la casa se hallaba sentado como un mariscal de Francia ante el escritorio de su despacho, bebía café con leche y daba instrucciones a los domésticos que irrumpían en la habitación.
También escribió cartas al alcalde y al Primer Cónsul, a su notario, a su abogado, a su banquero de Marsella, al barón de Bouyon y a diversos socios.
Hacia las seis ya había despachado toda la correspondencia y tomado todas las disposiciones necesarias para sus planes. Se metió en los bolsillos dos pequeñas pistolas de viaje, se ajustó la hebilla del cinturón del dinero y cerró el escritorio. Entonces fue a despertar a su hija.
A las ocho, la pequeña caravana se puso en marcha. Richis cabalgaba delante, ofreciendo un magnífico aspecto con su levita granate de galones dorados, redingote negro y sombrero negro con airoso penacho. Le seguía su hija, vestida más modestamente, pero de una belleza tan deslumbrante que el pueblo que paseaba por la calle y se asomaba a las ventanas sólo tenía ojos para ella, la muchedumbre prorrumpía en admirados "Ahs" y "Ohs" y los hombres se quitaban el sombrero, al parecer ante el Segundo Cónsul, pero en realidad era ante ella, la mujer de porte regio. A continuación, casi desapercibidos, cabalgaban la camarera y el ayuda de cámara de Richis con dos caballos de carga -el uso de un carruaje era desaconsejado por el conocido mal estado de la ruta de Grenoble- y cerraba la comitiva una docena de mulas cargadas con todos los enseres imaginables, bajo la vigilancia de dos mozos. La guardia de la Porte du Cours presentó armas y no las bajó hasta que hubo pasado la última mula. Los niños corrieron largo rato tras la caravana, que se alejó con lentitud hacia las montañas por el camino abrupto y tortuoso.
La salida de Antoine Richis con su hija causó en la gente una impresión muy honda, porque les pareció que habían presenciado una ofrenda arcaica. Se rumoreaba que Richis se dirigía a Grenoble, la ciudad donde ahora se hallaba el monstruo que asesinaba doncellas, y nadie sabía qué pensar. ¿Era el viaje de Richis un acto de imprudencia temeraria o de un valor digno de admiración? Se trataba de un desafío o de un intento de aplacar a los dioses? Sólo intuían de manera muy vaga que habían visto por última vez a la hermosa muchacha de los cabellos rojizos. Presentían que Laure Richis estaba perdida.
Este presentimiento resultaría cierto, aunque se basaba en premisas totalmente falsas. En realidad, Richis no se dirigía a Grenoble y la aparatosa salida sólo había sido un ardid. A una milla y media al noroeste de Grasse, cerca del pueblo de Saint-Vallier, Richis mandó detener la caravana, dio a su ayuda de cámara plenos poderes y cartas de recomendación y le ordenó que viajara solo con los mozos y las mulas a Grenoble.
Él, con Laure y la camarera de ésta, se alejó en dirección a Cabris, donde hicieron un alto para almorzar antes de dirigirse al sur, atravesando la montaña de Tanneron. El camino ofrecía grandes dificultades, pero se empeñó en describir un amplio círculo en torno a Grasse y la cuenca occidental de Grasse a fin de alcanzar la costa al atardecer, sin llamar la atención… Al día siguiente -siempre según el plan de Richis- quería hacer la travesía hasta las islas Lerinas, en la menor de las cuales se hallaba el bien fortificado monasterio de Saint-Honorat, administrado por una comunidad de monjes ancianos, aún muy duchos en el manejo de las armas y a quienes Richis conocía muy bien, pues compraba y negociaba desde hacía años toda la producción del monasterio de licor de eucalipto, piñones y aceite de ciprés. Y precisamente allí, en el monasterio de Saint-Honorat, el lugar más seguro de Provenza, junto con la prisión del Castillo de If y la cárcel estatal de la Ile Sainte-Marguerite, pensaba Richis alojar de momento a su hija.
El regresaría sin tardanza al continente para rodear esta vez Grasse por Antibes y Cagnes y llegar a Vence por la tarde del mismo día. Allí ya había convocado a su notario para firmar con el barón de Bouyon el contrato de matrimonio de sus hijos Alphonse y Laure. Quería hacer una oferta a Bouyon que éste no podría rechazar: saldo de sus deudas hasta 40.000 libras, una dote consistente en una suma similar, diversas tierras, un molino de aceite en Maganosc y una renta anual de tres mil libras para la joven pareja. La única condición de Richis era que el matrimonio se efectuara dentro de un plazo de diez días y se consumara el mismo día de la boda, y que la pareja fijara su residencia en Vence.
Richis sabía que semejante precipitación elevaría considerablemente el precio de la unión de su casa con la de los Bouyon; una espera más larga la habría abaratado. El barón habría mendigado el favor de que su hijo pudiera elevar la condición social de la hija del gran comerciante burgués, ya que la fama de la belleza de Laure no hacía más que crecer, así como la riqueza de Richis y la miseria económica de los Bouyon. Pero, qué remedio. El barón no era el contrincante en esta transacción, sino el asesino anónimo; y era a éste a quien había que estropear el negocio. Una mujer casada, desflorada y tal vez encinta ya no servía para su exclusiva galería. La última piedra del mosaico faltaría, Laure habría perdido todo valor para el asesino, la obra de éste habría fracasado. Y le haría sentir su derrota.
Richis quería celebrar la boda en Grasse, con gran pompa y el máximo de publicidad. Y aunque no conociera a su enemigo ni llegara jamás a conocerlo, sería un placer para él saber que éste presenciaría el acontecimiento y vería con sus propios ojos cómo le quitaban a la mujer más codiciada ante sus propias narices.
El plan estaba muy bien pensado y otra vez debemos admirar la intuición de Richis, que tanto se acercó a la verdad. Porque, de hecho, el matrimonio de Laure Richis con el hijo del barón de Bouyon habría significado una abrumadora derrota para el asesino de doncellas de Grasse. Sin embargo, el plan aún no se había realizado. Richis no había llevado todavía a su hija hasta el altar donde se oficiaría la ceremonia salvadora. Aún no la había dejado en el seguro monasterio de Saint-Honorat. Aún cabalgaban el jinete y las dos amazonas por la inhóspita montaña del Tanneron. El camino era tan malo que algunas veces se veían obligados a desmontar. Todo se desarrollaba con gran lentitud. Esperaban llegar al mar hacia el atardecer, a un pueblecito situado al oeste de Cannes que se llamaba Napoule.
En el momento en que Laure Richis abandonaba Grasse con su padre, Grenouille se encontraba en el otro extremo de la ciudad, en el taller de Arnulfi, macerando junquillos. Estaba solo y de buen talante. Su estancia en Grasse se acercaba a su fin. El día del triunfo estaba próximo. En su cabaña, dentro de una cajita acolchada con algodón, tenía veinticuatro frascos diminutos con el aura, reducida a gotas, de veinticuatro doncellas… esencias valiosísimas que Grenouille había obtenido durante el último año por medio del "enfleurage" en frío de los cuerpos, digestión de cabellos y ropas, lavado y destilación. Y hoy quería ir a buscar a la vigésimo quinta, la más valiosa y la más importante. Tenía ya preparada una pequeña olla de grasa purificada muchas veces, un paño del lino más fino y una bombona del alcohol más rectificado para esta última pesca.
El terreno estaba sondeado con la máxima exactitud. Había luna nueva.
Sabía que era inútil tratar de introducirse en la bien protegida vivienda de la Rue Droite, de ahí que hubiera pensado deslizarse al anochecer, antes de que cerrasen las puertas, y ocultarse en cualquier rincón de la casa, amparado por su falta de olor que, como un manto invisible, le sustraía a la percepción de hombres y animales. Después, cuando todos durmieran, guiado en la oscuridad por la brújula de su olfato, subiría al aposento de su tesoro y allí mismo la envolvería con el paño impregnado de grasa. Sólo se llevaría, como de costumbre, los cabellos y ropas, ya que estas partes podían lavarse directamente en alcohol y esta tarea se hacía con más comodidad en el taller. Para la elaboración final de la pomada y la destilación del concentrado necesitaba otra noche. Y si todo iba bien -y no tenía ningún motivo para dudar de que todo iría bien-, pasado mañana estaría en posesión de todas las esencias para el mejor perfume del mundo y abandonaría Grasse como el hombre mejor perfumado de la tierra.