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Baldini se sonó con parsimonia y bajó un poco la persiana porque la luz directa del sol era perjudicial para cualquier perfume, así como para la intensa concentración del olfato. De un cajón del escritorio sacó un pañuelo blanco de encaje y lo desdobló. Entonces abrió el frasco mediante un pequeño giro del tapón, manteniendo la cabeza echada hacia atrás y las ventanas de la nariz apretadas, porque no deseaba en modo alguno oler directamente del frasco y formarse así una primera impresión olfatoria precipitada. El perfume debía olerse en estado distendido y aireado, nunca concentrado. Salpicó el pañuelo con algunas gotas, lo agitó en el aire, a fin de evaporar el alcohol, y se lo puso bajo la nariz. Con tres inspiraciones cortas y bruscas, inhaló la fragancia como un polvo, expiró el aire en seguida, se abanicó, volvió a inspirar tres veces y, tras una profunda aspiración, exhaló por último el aire con lentitud y deteniéndose varias veces, como dejándolo resbalar por una escalera larga y lisa. Tiró el pañuelo sobre la mesa y se apoyó en el respaldo de la silla.

El perfume era asquerosamente bueno. Aquel miserable de Pèlissier era por desgracia un experto, un maestro, ¡maldita sea!, aunque no hubiera aprendido nada. Baldini deseó que el "Amor y Psique" fuera suyo. No tenía nada de vulgar, era absolutamente clásico, redondo y armonioso y, pese a ello, de una novedad fascinadora. Era fresco, pero no atrevido, floral, sin ser empalagoso. Tenía profundidad, una profundidad marrón oscura, magnífica, seductora, penetrante, cálida, y a pesar de ello no era excesivo ni denso.

Baldini se levantó casi con respeto y volvió a llevarse el pañuelo a la nariz. "Maravilloso, maravilloso… -murmuró, oliendo con avidez-, tiene un carácter alegre, es amable, es como una melodía, hasta inspira un buen humor inmediato… Tonterías, buen humor!" Y tiró de nuevo el pañuelo sobre la mesa, esta vez con ira, se volvió de espaldas y fue al rincón más alejado del aposento, como avergonzado de su entusiasmo.

Ridículo! Dejarse arrancar tales elogios. "Como una melodía. Alegre. Maravilloso. Buen humor". Majaderías! Bobadas infantiles. Una impresión momentánea. Un viejo error. Una cuestión de temperamento. Su herencia italiana, claro. No juzgues mientras hueles! Esta es la primera regla, Baldini, viejo idiota! ¡Huele primero y no emitas ningún juicio hasta que hayas olido! "Amor y Psique" es un perfume equilibrado. Un producto impecable. Una chapucería muy bien hecha, por no decir una mezcla chapucera, puesto que de un hombre como Pèlissier no podía esperarse otra cosa. Un individuo como Pèlissier no podía fabricar un perfume adocenado; el canalla sabía mezclar con pericia, aturdir el sentido del olfato con una perfecta armonía, el sujeto dominaba como un lobo con piel de cordero el arte olfatorio clásico, era, en una palabra un monstruo con talento. Y esto era peor que un chapucero de buena fe.

Pero tú, Baldini, no debes dejarte impresionar. Durante unos segundos te has quedado atónito ante la primera impresión de esta chapucería; ¿pero acaso sabes cómo olerá dentro de una hora, cuando se hallan evaporado las sustancias más volátiles y aparezca la esencia verdadera? ¿O cómo olerá esta noche, cuando sólo queden esos componentes pesados y oscuros que ahora apenas se olfatean bajo el camuflaje de unos pétalos odoríferos? ¡Espera entonces, Baldini!

La segunda regla dice: El perfume vive en el tiempo; tiene su juventud, su madurez y su vejez. Y sólo puede calificarse de acertado cuando ha emanado su grata fragancia con la misma intensidad durante las tres diferentes épocas. ¡Cuán a menudo ha sucedido que una mezcla hecha por nosotros ha olido con una maravillosa frescura a la primera prueba, a fruta podrida al poco tiempo y al final a algalia pura, porque pusimos una dosis demasiado alta! Hay que tener mucho cuidado con la algalia! Una gota de más equivale a una catástrofe. Es un error muy antiguo. Quién sabe… ¿y si Pèlissier hubiera puesto demasiada algalia? Quizá esta noche su ambicioso "Amor y Psique" despida olor a orina de gato. Ya veremos.

Y lo oleremos. Del mismo modo que un hacha afilada divide el tronco en las astillas más pequeñas, nuestra nariz separará todos los detalles de su perfume. Entonces quedará demostrado si esta supuesta fragancia seductora ha surgido o no de los elementos más conocidos y normales. Nosotros, los Baldini, perfumistas, descubriremos las triquiñuelas de ese mezclador de vinagres de Pèlissier. Le arrancaremos el antifaz de la cara y enseñaremos al novato cómo es capaz de trabajar el viejo artesano. Imitaremos con toda exactitud su perfume de moda. De nuestras manos saldrá una copia tan perfecta, que ni el galgo sabrá diferenciarla del modelo. ¡No! ¡Esto no es suficiente para nosotros! ¡Lo mejoraremos! Le encontraremos faltas y se las enseñaremos y se las pasaremos por la nariz: ¡Eres un chapucero, Pèlissier! ¡Una mofeta hedionda! ¡Un advenedizo en el negocio de los perfumes y nada más que un advenedizo!

Y ahora, ¡al trabajo, Baldini! ¡Con la nariz agudizada para que huela sin sentimentalismos! ¡Para que descomponga la fragancia según las reglas del arte! ¡Esta misma noche tienes que estar en posesión de la fórmula!

Y se precipitó de nuevo hacia el escritorio, sacó papel y tinta y un pañuelo limpio, lo ordenó todo delante de él e inició su estudio analítico, procediendo de la siguiente manera: se pasó rápidamente bajo la nariz el pañuelo humedecido con perfume e intentó captar un componente aislado de la fragante nube, sin dejarse invadir por el conjunto de la compleja mezcla; y entonces, mientras sostenía el pañuelo lo más lejos posible de su rostro, anotó de prisa el nombre de la parte olfateada y volvió a pasarse el pañuelo por la nariz para entresacar el siguiente fragmento de aroma…

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Trabajó durante dos horas sin interrupción y sus movimientos se volvieron cada vez más frenéticos, más rápido el crujido de la pluma sobre el papel y mayor la dosis de perfume con que salpicaba el pañuelo antes de llevárselo a la nariz.

Ahora ya no olía casi nada, hacía rato que las sustancias volátiles que respiraba le habían aturdido y ni siquiera era capaz de reconocer de nuevo lo que al principio del experimento creía haber analizado sin lugar a dudas. Sabía que no tenía sentido continuar olfateando. Jamás llegaría a averiguar la composición del nuevo perfume; esta noche, no, desde luego, pero tampoco mañana, cuando con ayuda de Dios su nariz se hubiese recuperado. Nunca había conseguido aprender a utilizar el olfato para este fin. Captar por separado los elementos de un perfume era un trabajo antipático y repugnante para él; no le interesaba dividir una fragancia más o menos buena en las partes que la componían. Lo mejor sería dejarlo.

No obstante, su mano continuaba humedeciendo mecánicamente el pañuelo de encaje con delicados movimientos practicados mil veces, agitándolo y pasándolo con rapidez por delante del rostro y, también mecánicamente, inhalando una porción de aire perfumado y expulsándolo en pequeñas cantidades, tal como mandaban las reglas. Hasta que por fin la propia nariz le liberó del tormento, mediante una hinchazón alérgica que la cerró por completo con un tapón céreo. Ahora ya no era capaz de oler nada y apenas podía respirar; tenía la nariz tapada como por un grave resfriado y los lagrimales le goteaban.

¡Gracias a Dios! Ahora sí que podía, sin remordimientos de conciencia, dar por terminado el experimento. Ya había cumplido con su deber y hecho todo lo posible conforme a las reglas del arte, aunque infructuosamente, como ocurría con tanta frecuencia. "Ultra posse nemo obligatur". Se acabó el trabajo. Mañana temprano enviaría a buscar a casa de Pèlissier un gran frasco de "Amor y Psique" para perfumar con él el cuero español encargado por el conde Verhamont. Y después cogería su maletín lleno de jabones anticuados, "sentbons", pomadas y almohadillas perfumadas y haría la ronda de los salones de ancianas duquesas. Y un día se moriría la última duquesa anciana y con ella su última cliente. Él sería también un anciano y tendría que vender su casa a Pèlissier o a otro de los advenedizos con dinero, que tal vez le darían unas dos mil libras por ella. Entonces haría el equipaje, una o dos maletas y viajaría a Italia con su anciana esposa, si ésta aún no había muerto. Y si él sobrevivía al viaje, compraría una pequeña casa de campo en Mesina, donde todo era barato y allí moriría Giuseppe Baldini, en un tiempo el mayor perfumista de París, arruinado, cuando Dios quisiera llamarle a su seno. Y así tenía que ser.

Tapó el frasco, dejó la pluma y se pasó por última vez el pañuelo empapado por la frente. Notó la frescura del alcohol evaporado y nada más. Entonces se puso el sol.

Baldini se levantó. Subió la persiana y se asomó a la luz del atardecer, que iluminó su cuerpo hasta las rodillas, dándole el aspecto de una antorcha incandescente. Vio el ribete rojo del sol detrás del Louvre y un resplandor más débil sobre los tejados de pizarra de la ciudad. Abajo, el río brillaba como el oro y los barcos habían desaparecido. Soplaba algo de viento, pues las ráfagas formaban escamas en la superficie, que centelleaba aquí y allí como si una mano gigantesca esparciera millones de luises de oro sobre el agua, y la dirección de la corriente pareció cambiar en un momento dado y fluir hacia Baldini como una marea de oro puro.

Los ojos de Baldini estaban húmedos y tristes. Durante un rato permaneció inmóvil, observando la magnífica vista. De repente, abrió la ventana de par en par y lanzó al aire, describiendo un gran arco, el frasco del perfume de Pèlissier. Lo vio caer y, por un momento, la rutilante alfombra de agua se dividió.

La habitación se inundó de aire fresco; Baldini respiró hondo y notó que desaparecía la hinchazón de su nariz. Entonces cerró la ventana y, casi simultáneamente, anocheció. La imagen dorada y refulgente de la ciudad y del río se convirtió en una silueta grisácea. La habitación se quedó oscura de improviso. Baldini adoptó la misma posición de antes y miró con fijeza por la ventana. "Mañana no enviaré a nadie a casa de Pèlissier -dijo, agarrando con ambas manos el respaldo de su silla-. No lo haré. Y tampoco haré la ronda de los salones, sino que iré al notario y pondré a la venta mi casa y mi negocio. Esto es lo que haré. Ya basta!"

Su rostro adquirió una expresión infantil y obstinada y se sintió súbitamente muy feliz. Era de nuevo el de antes, el joven Baldini, valiente y resuelto como siempre a plantar cara al destino, aunque esta vez plantarle cara significase retroceder. ¡Qué remedio! No podía hacer otra cosa. El tiempo, insensible, no le dejaba otra elección. Dios nos da buenas y malas épocas, pero no quiere que en estas últimas nos quejemos y lamentemos, sino que reaccionemos virilmente. Y en esta ocasión le había hecho una señal.

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