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No, una figura como el cursi de Pèlissier no habría destacado en los viejos y buenos tiempos de la artesanía. Para ello le faltaba todo: carácter, formación, mesura y el sentido de la subordinación gremial. Sus éxitos en perfumería se debían exclusivamente a un descubrimiento hecho doscientos años atrás por el genial Mauritius Frangipani -un italiano, por cierto!- consistente en que las sustancias aromáticas son solubles en alcohol. Al mezclar sus polvos odoríferos con alcohol y convertir su aroma en un líquido volátil, Frangipani liberó al perfume de la materia, espiritualizó el perfume, lo redujo a su esencia más pura, en una palabra, lo creó. ¡Qué obra! ¡Qué proeza trascendental! Sólo comparable, de hecho, a los mayores logros de la humanidad, como el invento de la escritura por los asirios, la geometría euclidiana, las ideas de Platón y la transformación de uvas en vino por los griegos. ¡Una obra digna de Prometeo!

Y no obstante, como todos los grandes logros intelectuales, que no sólo proyectan luz sino también sombras y ocasionan a la humanidad disgustos y calamidades además de ventajas, también el magnífico descubrimiento de Frangipani tuvo consecuencias perjudiciales, porque al aprender el hombre a condensar en tinturas la esencia de flores y plantas, maderas, resinas y secreciones animales y a conservarlas en frascos, el arte de la perfumería se fue escapando de manos de los escasos artesanos universales y quedó expuesta a los charlatanes, sólo dotados de un olfato fino, como por ejemplo esta mofeta de Pèlissier. Sin preocuparse de dónde procedía el maravilloso contenido de sus frascos, podía obedecer simplemente a sus caprichos olfatorios y mezclar lo primero que se le ocurriera o lo que deseara el público en aquel momento.

El bastardo de Pèlissier poseía sin duda a los treinta y cinco años una fortuna mayor de la que él, Baldini, había logrado amasar después de tres generaciones de perseverante trabajo. Y la de Pèlissier aumentaba día a día, mientras la suya, la de Baldini, disminuía a diario. ¡Una cosa así no habría podido ocurrir nunca en el pasado! ¡Que un artesano prestigioso y "commertant" introducido tuviera que luchar por su mera existencia no se había visto hasta hacía pocas décadas. Desde que el frenético afán de novedad reinaba por doquier y en todos los ámbitos, sólo se veía esta actividad incontenible, esta furia por la experimentación, esta megalomanía en el comercio, en el tráfico y en las ciencias!

¡Y la locura de la velocidad! ¿Para qué necesitaban tantas calles nuevas, que se excavaban por doquier, y los puentes nuevos? ¿Para qué? ¿Qué ventaja tenía poder viajar a Lyon en una semana? ¿A quién le importaba esto? ¿A quién beneficiaba? ¿O cruzar el Atlántico, alcanzar la costa americana en un mes? ¡Como si no hubieran vivido muy bien sin este continente durante miles de años! ¿Qué se le había perdido al hombre civilizado en las selvas de los indios o en tierras de negros? Incluso iban a Laponia, que estaba en el norte, entre hielos eternos, donde vivían salvajes que comían pescado crudo. Y ahora querían descubrir un nuevo continente, que por lo visto se hallaba en los mares del sur, dondequiera que estuviesen éstos. ¿Y para qué tanto frenesí? ¿Porque lo hacían los demás, los españoles, los malditos ingleses, los impertinentes holandeses, contra quienes se libraba una guerra cuyo coste era exorbitante? Nada menos que 300.000 libras -pagadas con nuestros impuestos- costaba un barco de guerra, que se hundía al primer cañonazo y no se recobraba jamás. Ahora el señor ministro de Finanzas exigía la décima parte de todos los ingresos, lo cual era ruinoso aunque no se pagara, porque el estado de ánimo general era de por sí nocivo.

La desgracia del hombre se debe a que no quiere permanecer tranquilo en su habitación, que es su hogar. Esto lo dice Pascal. Pero Pascal fue un gran hombre, un Frangipani del espíritu, un verdadero artesano, y hoy en día nadie pregunta a estos hombres. Ahora se leen libros subversivos de hugonotes o ingleses, o se escriben tratados o las llamadas grandes obras científicas en las que todo se pone en tela de juicio. Ya no sirve nada; de improviso, todo ha de ser diferente. En un vaso de agua tienen que nadar unos animalitos que nadie había visto antes; la sífilis ha de ser una enfermedad muy normal y no un castigo de Dios; Dios, si es que fue Él quien lo creó, no hizo el mundo en siete días, sino en millones de años; los salvajes son hombres como nosotros; educamos mal a nuestros hijos; y la tierra ya no es redonda como hasta ahora, sino ovalada como un melón… como si esto importara algo! En todos los terrenos se hacen preguntas, se escudriña, se investiga, se husmea y se experimenta. Ya no basta decir que una cosa existe y describirla: ahora todo tiene que probarse, y mejor si se hace con testigos, datos y algunos experimentos ridículos.

Todos esos Diderot, D’Alembert, Voltaire y Rousseau, o como se llamaran aquellos escritorzuelos -entre los cuales había incluso clérigos, y caballeros nobles, por añadidura!- la han armado buena con sus pérfidas inquietudes, su complacencia en el propio descontento y su desprecio por todo lo del mundo, contagiando a la sociedad entera el caos sin límites que reina en sus cerebros!

Dondequiera que uno dirigiese la mirada, reinaba el desenfreno. La gente leía libros, incluso las mujeres. Los clérigos se metían en los cafés. Y cuando la policía intervenía y encerraba en la cárcel a uno de aquellos canallas, los editores ponían el grito en el cielo, elevando peticiones, y encumbrados caballeros y damas hacían valer su influencia hasta que lo dejaban libre a las dos semanas o le permitían marchar al extranjero, donde podía seguir pergeñando panfletos con total impunidad. En los salones sólo se hablaba de trayectorias de cometas y expediciones, del principio de la palanca y de Newton, de construcción de canales, circulación de la sangre y diámetro de la tierra.

Incluso el rey se dejó presentar un disparate ultramoderno, una especie de tormenta artificial llamada electricidad: en presencia de toda la corte, un hombre frotó una botella, haciendo surgir chispas, y los rumores decían que el rey se mostró muy impresionado. ¡Era inimaginable que su bisabuelo, el Luis realmente grande bajo cuyo próspero reinado Baldini había tenido la dicha de vivir muchos años, se hubiera prestado a sancionar una demostración tan ridícula! ¡Pero tal era el espíritu de los nuevos tiempos, que a la fuerza terminarían muy mal!

Porque cuando sin la menor vergüenza ni inhibición se desafiaba la autoridad de la Iglesia de Dios, cuando se hablaba sobre la monarquía, igualmente bendecida por Dios, y de la sagrada persona del rey como si fueran ambos puestos variables en un catálogo de otras formas de gobierno que uno pudiera elegir a su capricho, cuando, finalmente, se llegaba tan lejos como para afirmar con toda seriedad que el Dios Todopoderoso, el Supremo Hacedor, no era imprescindible y el orden, la moral y la felicidad sobre la tierra podían existir sin Él, con la mera ayuda de la moralidad innata y la razón humana… ¡oh, Dios, Dios!… entonces no era de extrañar que todo se trastocara y las costumbres se deterioraran y la humanidad hiciera recaer sobre sí la justicia de Aquél de quien renegaba. Las cosas terminarían muy mal. El gran cometa de 1681, del que se habían mofado, describiéndolo como sólo una lluvia de estrellas, fue sin duda alguna un aviso divino, pues anunció -ahora se sabía- un siglo de desmoralización, de caída en un pantano intelectual, político y religioso, creado por el hombre, en que la humanidad se precipitaría y en el cual sólo prosperarían malolientes plantas palustres como el tal Pèlissier.

El anciano Baldini seguía ante la ventana, contemplando con hostilidad el río iluminado por los rayos oblicuos del sol poniente. Las barcazas se deslizaban lentamente hacia el oeste, en dirección al Pont Neuf y el puerto de las Galerías del Louvre. Ninguna de ellas navegaba en contra de la corriente, sino que tomaban el brazo del río del otro lado de la isla. Allí todo era arrastrado por la corriente, barcazas llenas y vacías, botes de remos y los barcos planos de los pescadores, mientras las aguas doradas y turbias formaban remolinos y seguían su curso, lentas, caudalosas, incontenibles. Y cuando Baldini miró hacia abajo en sentido vertical, siguiendo la fachada de la casa, tuvo la impresión de que la corriente horadaba los cimientos del puente y sintió vértigo.

Había sido un error comprar la casa del puente y otro todavía mayor comprarla del lado que daba al oeste. Así tenía siempre ante su vista la corriente eterna del río, comunicándole la sensación de que tanto él mismo como su casa y la riqueza amasada durante muchos decenios desaparecerían con la corriente río abajo y de que él era demasiado viejo y débil para luchar contra la fuerza de las aguas.

Muchas veces, cuando tenía cosas que hacer en la orilla izquierda, en el barrio de la Sorbona o de Saint-Sulpice, no iba por la isla y el Pont Saint-Michel, sino que daba un rodeo por el Pont Neuf, porque en este puente no habían construido casas. Y entonces se colocaba ante el pretil que daba al este y miraba río arriba para contemplar al menos por una vez la corriente fluyendo hacia él; y durante un rato gozaba imaginando que la tendencia de su vida se había invertido, los negocios y la familia prosperaba, las mujeres acudían a su encuentro y su existencia, en lugar de desvanecerse, se alargaba cada vez más.

Sin embargo, al alzar un poco la vista, veía su casa a pocos centenares de metros de distancia, frágil y estrecha, encaramada en el Pont au Change y veía la ventana de su despacho en el primer piso y se veía a sí mismo ante la ventana, contemplando el río y la corriente, como ahora. Y entonces se desvanecía el bonito sueño y Baldini, detenido en el Pont Neuf, daba media vuelta, más deprimido que antes, deprimido como ahora, cuando dio la espalda a la ventana y fue a sentarse ante el escritorio.

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Delante de él estaba el frasco con el perfume de Pèlissier. El líquido lanzaba destellos de un color castaño dorado bajo la luz del sol, diáfano, sin el menor enturbiamiento. Parecía inocente como el té claro y contenía, sin embargo, junto a cuatro quintas partes de alcohol, una quinta parte de una mezcla secreta capaz de revolucionar toda una ciudad. Esta mezcla podía componerse a su vez de tres o de treinta sustancias diferentes en una proporción determinada entre innumerables proporciones posibles. Era el alma del perfume -si podía hablarse de alma en relación con el perfume de un comerciante tan glacial como Pèlissier- y ahora se trataba de averiguar en qué consistía.

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