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Aparqué en segunda fila justo antes de llegar a la Casa del Sueño Eterno y la examiné. Era el único edificio de la calle cuyas paredes no estaban cubiertas de grafitos. De hecho, parecían recién lavadas, el porche estaba iluminado. En él, un pequeño grupo de hombres trajeados hablaba y fumaba. La puerta se abrió y dos mujeres endomingadas salieron, se reunieron con dos de los hombres y se dirigieron hacia un coche. El coche partió y los demás hombres entraron en la funeraria, con lo que la calle quedó vacía.

Aparqué en el espacio que habían dejado libre y repasé lo que iba a contar. Iba allí a ver a Fred Ducky Wilson, muerto a los sesenta y ocho años. Si alguien me lo preguntaba, diría que era amigo de mi abuelo.

La abuela Mazur y yo entramos silenciosamente en el edificio. Era pequeño, con tres salas para velatorios y una capilla. En ese momento sólo había una sala en uso. La iluminación era tenue y el mobiliario barato, pero de buen gusto.

La abuela observó a los que salían de la sala donde se velaba a Ducky, y sacudió la cabeza.

– Esto no va a funcionar. No somos del mismo color. Pareceremos cerdos en un gallinero.

Yo era de la misma opinión. Esperaba que hubiese cierta mezcla de razas. Al fin y al cabo, esa parte de la calle Stark era más o menos un crisol, y el denominador común no era tanto el color de la piel como la mala suerte.

– ¿De qué se trata todo esto, por cierto? -preguntó la abuela-. ¿Por qué tantas funerarias? Apuesto a que buscas a alguien. Apuesto a que intentas dar caza a un fugitivo.

– Más o menos. No puedo contarte los detalles.

– No te preocupes por mí. Tengo los labios sellados.

Vi fugazmente el féretro de Ducky y aun desde esa distancia supe que la familia no había escatimado en gastos. Sabía que debía investigar más a fondo, pero estaba harta de fingir que necesitaba saber cuánto costaba un funeral.

– Ya he visto suficiente -dije-. Creo que es hora de regresar a casa.

– Me parece bien. Me aliviaría quitarme estos zapatos. Esto de cazar hombres es agotador.

Salimos y entrecerramos los ojos ante el fulgor de la iluminación.

– Qué raro -comentó la abuela-, podría jurar que habíamos dejado el coche aquí.

– Y lo hicimos -dije con un suspiro.

– Pero ya no está.

No, ya no estaba. Había desaparecido. Saqué el teléfono del bolso y llamé a Morelli a su casa. No contestó, de modo que marqué el número de su coche.

Se oyó un chirrido de estática y luego la voz de Morelli.

– Aquí Stephanie -dije-. Estoy en la Casa del Sueño Eterno, en la calle Stark, y me han robado el coche.

No hubo reacción inmediata, pero me pareció oír una risa apagada.

– ¿Has informado a la policía?

– Te estoy informando a ti.

– Qué honor.

– La abuela Mazur está conmigo y le duelen los pies.

– Entendido, mi ama.

Metí el teléfono en el bolso.

– Morelli viene de camino.

– Qué amable.

A riesgo de parecer cínica, sospechaba que Morelli estaba en el aparcamiento de mi edificio, a la espera de que llegara y le hablase de Perry Sandeman.

La abuela Mazur y yo nos mantuvimos cerca de la puerta, alerta, por si mi jeep pasaba por ahí. Fue una espera tediosa, y a la abuela parecía desilusionarla el que ningún camello ni ningún chulo se hubiese acercado a ella en busca de sangre fresca.

– No sé por qué arman tanto lío. Aquí estamos, en una noche perfecta, y no hemos visto ningún crimen. La calle Stark no tiene nada que ver con lo que cuentan.

– ¡Algún cabrón me robó el coche!

– Es cierto. Supongo que la noche no ha sido una pérdida completa. Pero no vi cómo lo hicieron, así que no es lo mismo.

Morelli dobló en la esquina, aparcó en doble fila, puso los intermitentes y se aproximó tranquilamente a nosotras.

– ¿Qué ha pasado?

– El jeep estaba aparcado y cerrado con llave en ese espacio vacío que ves ahí. Hemos estado menos de diez minutos en la funeraria. Cuando salimos, había desaparecido.

– ¿Hay algún testigo?

– No que yo sepa. No he interrogado a los del barrio.

Si algo había aprendido en mi corta carrera como cazadora de fugitivos, era que en la calle Stark nadie veía nada. Hacer preguntas era totalmente inútil.

– En cuanto me has llamado he pedido que notifiquen el robo a todas las patrullas -dijo Morelli-. Mañana deberías ir a la comisaría y hacer una declaración.

– ¿Existe alguna posibilidad de que recupere mi coche?

– La esperanza es lo último que se pierde.

– Vi un programa sobre coches robados en la tele -comentó la abuela Mazur-. Trataba de esos talleres en que los desguazan. Lo más probable es que ya no quede nada del jeep, aparte de una mancha de lubricante en el suelo del taller.

Morelli abrió la puerta del acompañante de su furgoneta y ayudó a la abuela a subir. Me apretujé a su lado y me dije que debía pensar en términos positivos. No todos los coches robados acababan como piezas de recambio, ¿verdad? El mío era tan mono que sin duda alguien no pudo resistir la tentación de dar un corto paseo en él. Sé positiva, Stephanie, sé positiva.

Morelli dio una vuelta en U y regresó al barrio. Nos detuvimos en casa de mis padres, pero sólo el tiempo necesario para depositar a la abuela Mazur en su mecedora y asegurar a mi madre que no nos había ocurrido nada terrible en la calle Stark… aparte de que me habían robado el coche.

Cuando iba saliendo, mi madre me dio la tradicional bolsa de comida.

– Toma, para un tentempié. Es pudín de especias.

– Me encanta el pudín de especias -me dijo Morelli una vez en su furgoneta y rumbo a mi apartamento.

– Olvídalo. No pienso darte nada.

– Claro que sí. Me he desvivido para ayudarte y lo menos que puedes hacer es darme un poco de pudín de especias.

– Tú lo que en realidad quieres es subir a mi piso para que te cuente lo de Perry Sandeman.

– No es la única razón.

– Sandeman no estaba de humor para hablar.

Morelli se detuvo en un semáforo en rojo.

– ¿Has sacado algo en claro?

– Odia a los polis. Me odia a mí. Yo lo odio a él. Vive en un edificio sin ascensor en la calle Morton y es un cabrón cuando se emborracha.

– ¿Cómo sabes lo de que es un cabrón cuando está borracho?

– Fui a su casa y hablé con uno de sus vecinos.

Morelli me miró con el rabillo del ojo.

– ¡Vaya agallas!

– No fue nada -comenté para sacar el mayor provecho de la mentira-. Gajes del oficio.

– Espero que hayas sido sensata y no dieras tu nombre. Sandeman no va a alegrarse cuando se entere de que has estado fisgando en su apartamento.

– Creo que he dejado una tarjeta.

No hacía falta que le explicase que me habían visto en la escalera de incendios. No quería abrumarlo con detalles.

Morelli me dirigió una mirada que decía claramente «vaya que eres estúpida».

– Tengo entendido que en Macy's necesitan maquilladoras.

– No empieces otra vez con eso de los empleos. ¿Qué pasa? Cometí un error, nada más.

– Cariño, tu carrera está llena de errores.

– Es mi estilo. Y no me llames cariño.

Algunas personas aprenden de los libros, otras hacen caso de los consejos, y las hay que aprenden de sus errores. Yo soy de estas últimas. De modo que denunciadme. Pero al menos muy raras veces cometí el mismo error dos veces… salvo, quizá, en lo que respecta a Morelli. Morelli tenía la costumbre de jorobar periódicamente mi vida. Y yo, la de permitírselo.

– ¿Has tenido suerte con las funerarias?

– Para nada.

Morelli apagó el motor y se inclinó hacia mí.

– Hueles a claveles.

– Cuidado. Vas a aplastar el pudín.

Miró la bolsa.

– Es mucho para ti sola.

– No lo creas.

– Si te comes todo ese pudín se te irá directamente a las caderas.

Solté un profundo suspiro.

– De acuerdo, te daré un poco. Pero no vayas a intentar nada.

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Sabes muy bien qué quiero decir!

Morelli esbozó una picara sonrisa.

Especulé con la idea de mostrarme altanera, pero decidí que ya era demasiado tarde, y además probablemente no lo consiguiese, de modo que me limité a gruñir, exasperada, y bajé de la furgoneta. Me adelanté a grandes zancadas y Morelli me siguió, pisándome los talones. Subimos en el ascensor, en silencio. Al llegar a mi apartamento, nos paramos de golpe al ver que la puerta se hallaba entornada. Por las marcas que había en el marco estaba claro que alguien había utilizado una palanca para abrirla.

Oí que Morelli desenfundaba la pistola y lo miré de reojo. Con un ademán, y sin dejar de mirar la puerta, me ordenó que me apartase.

Saqué mi 38 del bolso y empujé a Morelli a un lado.

– Se trata de mi apartamento y de mi problema.

No es que me apeteciera mucho comportarme como una heroína, pero tampoco me apetecía ceder el control.

Morelli me cogió de la cazadora y tiró hacia atrás.

– No seas idiota -dijo.

El señor Wolesky salió de su apartamento con una bolsa de basura en los brazos y nos pilló riñendo.

– ¿Qué pasa? ¿Quieres que llame a la poli?

– Yo soy poli -replicó Morelli.

El señor Wolesky lo estudió por un instante y luego se volvió hacia mí.

– Si te causa problemas, dímelo. Sólo voy a dejar mi basura al final del pasillo.

Morelli lo observó y susurró:

– Me parece que no se fía de mí.

¡Qué listo era!

Ambos echamos una cautelosa ojeada al interior de mi apartamento y entramos en el recibidor tan juntos el uno del otro que parecíamos siameses. En la cocina y en la sala no había ningún intruso. Inspeccionamos el dormitorio y el cuarto de baño; abrimos los armarios, miramos debajo de la cama y luego la escalera de incendios.

– No hay nadie. Examínalo todo para ver si han robado algo. Yo trataré de cerrar la puerta.

A primera vista, los daños parecían limitarse a frases pintadas en las paredes que aludían a los órganos femeninos y a sugerencias increíbles. No faltaba nada de mi joyero. Se me antojó que eso suponía un insulto, pues tenía un bonito par de circonitas cúbicas que, en mi opinión, parecían tan buenas como unos diamantes. Pero ¿qué sabía el tío de joyas? Hasta se había equivocado al escribir la palabra «vagina».

– La puerta no cierra bien, pero pude poner la cadena de seguridad -gritó Morelli desde el recibidor.

Oí que iba a la sala y se detenía. Luego, silencio. -¿Joe? -¿Qué? -¿Qué haces? -Observo tu gato. -No tengo gato. -Entonces, ¿qué tienes? -Un hámster. -¿Estás segura?

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