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– ¿Te dijo si Kenny había ido a Atlantic City recientemente?

– No. Lo único que sé es que Kenny llamó a Billie hace tres días y le pidió dinero prestado. Billie le dijo que sí, que se lo prestaría, pero Kenny no se presentó.

– ¿Billie le contó todo eso a su madre?

– Se lo contó a su esposa, y ella fue y se lo dijo a Norma. Creo que no le entusiasmaba la idea de que Billie prestara dinero a Kenny. ¿Sabes lo que creo? Creo que alguien se ha cargado a Kenny. Apuesto a que se ha convertido en alimento para los peces. Vi un programa sobre el modo en que los verdaderos profesionales se deshacen de la gente. En una de esas cadenas educativas. Los degüellan y luego, para que no pongan perdida la alfombra, los cuelgan de los pies en la ducha hasta que se desangran. El truco está en destriparlos y perforarles los pulmones. Si no les perforan los pulmones, cuando los echan al río flotan.

En la cocina, mi madre soltó un gemido, y en la sala, mi padre sacudió la cabeza detrás de su periódico.

Sonó el timbre y la abuela Mazur se puso alerta.

– ¡Invitados!

– ¿Invitados? ¿Qué invitados? -inquirió mi madre-. No esperaba a nadie.

– Invité a un hombre para Stephanie -explicó la abuela-. Es un buen partido, ya verás. Nada del otro mundo físicamente, pero tiene un trabajo en el que le pagan bien.

La abuela abrió la puerta y Spiro Stiva entró.

Mi padre miró por encima del periódico.

– ¡Oh, Dios! -exclamó-. Es un jodido sepulturero.

– Creo que no me apetece col rellena, ¿sabes? -dije a mi madre.

Me dio unas palmaditas en el brazo.

– Puede que no sea tan terrible, y no pierdes nada mostrándote amistosa con Stiva. Tu abuela no se está poniendo más joven, ¿sabes?

– Invité a Spiro porque su madre pasa mucho tiempo en el hospital cuidando a Con y no tiene quien le prepare comida casera. -La abuela me guiñó un ojo y susurró-: ¡Esta vez te he conseguido uno vivo!

Por muy poco, pensé.

Mi madre colocó otro plato en la mesa.

– ¡Qué alegría tener un invitado! -exclamó-. Siempre le hemos dicho a Stephanie que traiga a sus amigos a cenar.

– Sí, pero últimamente se ha puesto tan quisquillosa con los hombres que apenas si sale de marcha -comentó la abuela-. Espera a probar el pudín de especias. Lo ha preparado Stephanie.

– No es cierto.

– También preparó las coles. Algún día será una buena esposa para alguien.

Spiro echó una ojeada al mantel de ganchillo y a los platos decorados con florecitas rosadas.

– He estado buscando esposa. Un hombre de mi posición tiene que pensar en el futuro.

¿Buscando esposa? Pero ¿qué decía el tío ese?

Spiro se sentó a mi lado y alejé discretamente la silla con la esperanza de que con la distancia el vello erizado de mis brazos volviera a su posición normal.

La abuela le pasó las coles y dijo:

– Espero que no te moleste hablar de negocios.

Tengo muchas preguntas. Por ejemplo, siempre me ha intrigado qué ropa interior les ponéis a los difuntos. No me parece que sea necesario, pero, por otro lado…

Mi padre la miró boquiabierto, con el recipiente de margarina en una mano y el cuchillo en la otra. Por un momento pensé que iba a apuñalarla.

– No creo que a Spiro le apetezca hablar de ropa interior -declaró mi madre.

Spiro asintió con la cabeza y dirigió una sonrisa a la abuela Mazur.

– Es un secreto profesional.

A las siete menos diez Spiro acabó su segunda ración de pudín y anunció que debía irse para el velatorio de la noche.

Cuando se marchó en su coche, la abuela lo despidió agitando la mano.

– Estuvo bastante bien -dijo-. Creo que le gustas.

– ¿Queréis más helado? ¿Más café? -preguntó mi madre.

– No, gracias -respondí-. Estoy llena. Además, tengo cosas que hacer esta noche.

– ¿Qué cosas?

– Debo ir a varias funerarias.

– ¿Cuáles? -gritó la abuela desde el vestíbulo.

– Empezaré por la de Sokolowski.

– ¿Quién está allí?

– Helen Martin.

– No la conozco, pero si es tan buena amiga tuya podría ir a despedirla.

– Después de la de Sokolowski iré a la de Mosel, y luego a la Casa del Sueño Eterno.

– ¿ La Casa del Sueño Eterno? Nunca he ido allí. ¿Es nueva? ¿Está en el barrio?

– Está en la calle Stark.

Mi madre se persignó.

– Dios, dame fuerza.

– La calle Stark no es tan terrible.

– Está llena de camellos y asesinos. No perteneces a la calle Stark. Frank, ¿dejarás que tu hija vaya a la calle Stark por la noche?

Al oír su nombre, mi padre alzó la mirada de su plato.

– ¿Qué?

– Stephanie va a ir a la calle Stark.

Mi padre estaba absorto en su trozo de pudín, y obviamente no tenía ni idea de qué hablábamos.

– ¿Necesita que la lleve?

Mi madre puso los ojos en blanco.

– ¡Y con esto tengo que vivir! -exclamó.

La abuela se había levantado.

– No tardaré ni un minuto; deja que coja mi bolso y estaré lista.

Se repasó la pintura de labios frente al espejo del vestíbulo, se abotonó el abrigo de «buena lana» y se colgó del brazo el bolso de charol negro. Su abrigo de «buena lana» era de un azul cobalto brillante y tenía el cuello de visón. Al cabo de los años la prenda parecía haberse agrandado de modo directamente proporcional al ritmo con que la abuela se había encogido, y casi le llegaba a los tobillos. La cogí del codo y la guié hasta mi jeep. Temí que sus piernas no resistiesen el peso de tanta lana. La imaginé tumbada e impotente en la calle, en medio de un charco azul cobalto del que lo único que sobresalía eran sus zapatos.

Según lo planeado, fuimos primero a la funeraria de Sokolowski. Helen Martin lucía muy atractiva con su vestido de encaje azul pálido y el cabello teñido a juego. La abuela examinó su maquillaje con la mirada crítica de una profesional.

– Deberían haber usado una base de tono verdoso bajo los ojos. Con una iluminación como ésta tienen que usar mucha base. Claro que con la iluminación indirecta, como la que tienen las nuevas salas de Stiva, la cosa cambia.

La dejé con lo suyo y fui a buscar a Melvin Sokolowski. Lo encontré en su oficina, que estaba junto a la entrada del tanatorio. La puerta se hallaba abierta y Sokolowski, sentado detrás de un elegante escritorio de caoba, tecleaba quién sabe qué en su ordenador portátil. Llamé suavemente a la puerta para atraer su atención.

Era un hombre de aspecto agradable, de unos cuarenta y cinco años; vestía el traje sobrio habitual en el ramo, camisa blanca y discreta corbata a rayas.

Enarcó las cejas al verme.

– ¿Sí?

– Quiero que hablemos de cómo arreglar un entierro. Mi abuela está envejeciendo y se me ha ocurrido que convendría averiguar el precio de los funerales y los ataúdes.

Sokolowski sacó de uno de los cajones del escritorio un grueso catálogo encuadernado en piel y lo abrió.

– Tenemos varios planes y una buena selección de féretros.

Me enseñó el ataúd modelo Montgomery.

– Es bonito -dije-, pero me parece un poco caro.

Volvió varias páginas hacia atrás, hasta llegar a la sección de ataúdes de pino.

– Ésta es nuestra línea económica. Como ve, también son bastante atractivos, con elegante tinte de caoba y asas de latón.

Revisé la línea económica, pero no vi nada de aspecto tan miserable como los féretros que Stiva había perdido.

– ¿Esto es lo más barato? ¿Tiene algo sin el tinte?

Sokolowski puso expresión de desconsuelo.

– ¿Para quién dijo que era?

– Mi abuela.

– ¿La ha desheredado?

Justo lo que el mundo necesita, pensé, otro sepulturero sarcástico.

– Bueno, ¿tiene ataúdes sencillos, o no?

– Nadie compra ataúdes sencillos en el barrio. Oiga, ¿qué le parece si se lo financiamos? O podría ahorrarse dinero con el maquillaje… ya sabe, rizar el cabello de su abuela sólo en la parte delantera de la cabeza…

Me levanté apresuradamente.

– Me lo pensaré -declaré mientras me dirigía hacia la puerta.

Él se puso de pie con la misma rapidez y me entregó unos cuantos folletos.

– Estoy seguro de que podremos llegar a un arreglo. Podría conseguirle un buen precio para la parcela…

En el vestíbulo, topé con la abuela Mazur.

– ¿Qué decía sobre una parcela? Ya tenemos una. Y es buena. Muy cerca de la espita del agua. Toda la familia está enterrada allí. Claro que cuando enterraron a tu tía Marión tuvieron que bajar al tío Fred y ponerla encima porque ya no quedaba mucho espacio. Lo más probable es que acabe encima de tu abuelo. ¿No pasa siempre así? Ni siquiera muerta consigue una un poco de intimidad.

Con el rabillo del ojo vi a Sokolowski en la puerta de su despacho, estudiando a la abuela Mazur.

Ella también lo vio.

– Mira a ese Sokolowski. No puede apartar los ojos de mí. Debe de ser por este nuevo vestido que llevo puesto.

A continuación fuimos a la funeraria de Mosel. Luego a la de Dorfman y a la Majestic. Para cuando emprendimos camino hacia la Casa del Sueño Eterno, yo estaba harta de tanta muerte. Mi ropa olía a flores marchitas, y sólo podía hablar en voz baja, como se estila en las funerarias.

Hasta la de Mosel, la abuela se mostraba alegre; cuando salimos de la de Dorfman parecía menos animada, y cuando llegamos a la Majestic prefirió quedarse en el jeep mientras yo entraba y hacía preguntas sobre los precios de los funerales.

La Casa del Sueño Eterno era la última de la lista. Crucé el centro, pasé por delante de los edificios del ayuntamiento y doblé en Pennsylvania. Ya eran más de las nueve, y a esas horas las calles céntricas pertenecían a los noctámbulos: prostitutas, camellos, drogatas y grupos de adolescentes.

Doblé a la derecha en Stark y al instante nos vimos sumidas en un barrio de sórdidas casas adosadas de fachada de ladrillos y pequeños negocios. Las puertas de los bares se encontraban abiertas y derramaban humosos rectángulos de luz sobre las oscuras aceras de cemento. Delante de los bares había hombres que haraganeaban, mataban el tiempo, comprando y vendiendo con aire desapasionado. El frío había obligado a la mayoría de los habitantes de aquel vecindario a entrar en sus casas, con lo que los porches quedaban libres para las personas aún menos afortunadas.

La abuela Mazur se hallaba en el borde del asiento trasero, con la nariz pegada a la ventanilla.

– Así que ésta es la calle Stark. He oído que este barrio está lleno de prostitutas y camellos. Me encantaría ver a uno. Vi a un par de prostitutas en la tele, pero resultó que eran hombres. Uno de ellos llevaba mallas elásticas y dijo que tenía que engancharse el pene entre las piernas para que no se le notara. ¡Imagínatelo!

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