Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– Sé que no puedo casarme contigo, Jared.

– ¿Tienes miedo a lo que diga la gente?

– No.

– Entonces, ¿por qué?

– Sé que no debo.

– ¿Por qué? ¿Por qué?

– No lo sé, pero no debo hacerlo, por tu bien.

Después de aquello él nada dijo y ella guardó silencio, expectante. Jared volvió a poner en marcha el auto y condujo hasta llegar al hotel que en tiempos fuera un molino. La enorme y oscura rueda que movía el agua seguía dando vueltas despacio, dejando caer las limpias gotas del arroyuelo, al igual que lo hiciera desde más de cien años atrás. La madera estaba cubierta de húmedo musgo verde y a la sombra de un enorme plátano el agua se deslizaba suave por las piedras, camino del río.

Se detuvieron unos instantes a contemplar cómo giraba la rueda. De pronto Jared tomó la mano de Edith y se la puso decidido en el hueco de su brazo.

– Ven, estoy muerto de hambre.

Entraron al comedor y él, con sus imperiosos modales, rechazó la mesa a la que les condujo la camarera.

– Aquella junto a la ventana.

Se sentaron, él encargó los aperitivos y el primer plato mientras Edith esperaba aceptando, sin importarle lo que comerían o beberían con tal de estar con él. Claro que le amaba. Sí, estaba enamorada de él. No, jamás le separaría de sí. Uno tras otros todos aquellos hechos se enunciaban en su ser, pero sin alterar poco ni mucho su decisión.

Apoyado en los codos la miró, intensos los oscuros ojos.

– Y ahora vamos a ver. Explícame. ¿Por qué insistes en que me case con alguien?

– Con alguien no. Con June Blaine. Me gusta. Es sincera. Y quiere casarse contigo.

– Eso ya lo sé, pero…

– ¡Nada de peros! Claro que la decisión final es tuya, pero quiero que sepas que… yo lo apruebo.

– No te comprendo -seguía mirándola extrañado. Edith sonrió sin decir nada.

– Ya sabes que tú… y yo…

– Lo sé -le interrumpió la mujer.

Los ojos de Jared, tan directos, la retenían prisionera. No podía apartar los suyos.

– ¿Te comprenderé alguna vez?

– Quizá no sea…necesario -la voz se le quebró.

– Aún así, me gustaría.

– No… necesario -repitió, en un susurro.

– Y ahora te me ocultas en alguna parte.

– Sólo soy… yo misma.

– ¡No me gustan los misterios!

– No es un misterio, Jared, tal vez sea intuición. Te conozco tan bien… ¡creo que mejor de lo que me conozco a mí misma! Veo con tanta claridad lo que eres y lo que serás. Serás uno de los pocos hombres grandes de tu generación… ¡hasta creo que de todas las generaciones! Y nada debe de salir mal Tienes que tenerlo… todo. Y June será parte de ese todo. Te repito, ¡me gusta! Hoy día no es frecuente encontrar sinceridad en muchas mujeres. Es como dar con un diamante entre guijarros. No se puede pasar de largo. No debes hacerlo. Tienes que tomarlo en la mano, examinarlo, probarlo y, si es auténtico, guardártelo. Y eso es lo que te pido… no, no te lo pido, te lo sugiero.

– No quiero ni hablar de ello. Aquí están nuestras copas. ¡Yo brindo por ti!

Y alzó su copa.

Horas más tarde, despierta en su lecho, tomó el teléfono que tenía al lado y llamó a June, pues adivinaba que también ella estaría insomne. Al punto escuchó su voz, alerta.

– ¿Sí?

– June, soy yo, Edith Chardman.

– Dígame, señora Chardman.

– Quería decirte que voy a marcharme por unas semanas, puede que meses.

– ¿Quiere usted que haga alguna cosa? -la voz de June sonaba extrañada.

– Sólo lo que te dicte tu corazón, cuando yo me haya ido.

Esperó. ¿Sería June lo bastante rápida, comprensiva, aguda como para comprender de lo que le hablaba?

Un momento de silencio. Luego la respuesta de la joven le llegó en voz baja y controlada.

– Gracias, señora Chardman.

– Buenas noches, querida -saludó y colgó.

…Por la mañana despertó tarde, descansada tras un sueño profundo. Después de la llamada a June se había dormido al punto, como si hubiera cumplido con un deber, un propósito, y habiéndolo cumplido, se sintiera en paz. Ahora, con el sol ya casi en el cenit, se levantó y se asomó a la ventana, como todas las mañanas, para juzgar el día, en este caso un día claro y perfecto de agosto, con un cielo azul y sin nubes por encima de los árboles. Era un día como para fortalecerle el alma con su hermosura y se sintió fortalecida. Había dicho a June que se iba, pero ¿dónde ir? Hasta el momento de pronunciar las palabras no había tenido intención de marcharse. Pero las palabras le habían subido a los labios con convicción, como si fueran fruto de meditación y resolución. ¿Dónde podría ir? Indecisa ante la abierta ventana, con la brisa mañanera que agitaba los leves pliegues de su largo camisón y el cabello suelto, de pronto pensó en la casa de Edwin en los montes, a doscientas millas de distancia.

Quizá estuviera vacía, tal vez sus hijos se encontraran en ella, pudiera ser cualquier cosa, pero por lo menos iría a ver. Nadie podría encontrarle nunca allí y ni a Jared ni a nadie le había hablado de aquel amor. Iría, y en presencia del recuerdo de Edwin se encontraría de nuevo a sí misma, no como había sido, pues el amor la había transformado, el amor por Jared, sino como era ahora y como ya sería hasta el final de sus días. Porque ya no habría ningún otro amor. Los había conocido todos, cada amor distinto del anterior, cada uno con pleno sentido, cada uno iluminador, valioso, digno de recordarlo con afecto. Y no había terminado. Su amor por Jared continuaría, pues no quería que cesara. Que creciera, como una fuente de consuelo e inspiración para ella, como el suyo lo había sido para Edwin, pero aún con mayor responsabilidad. Tenía que asumir aquella responsabilidad… que ahora era hacer del amor una fuente de consuelo e inspiración para Jared. La antorcha del amor debía ser entregada de un corazón a otro, de una generación a la siguiente, pues sin amor la vida carecía de sentido, el espíritu moría. Sí, aquél sería su deber. verter su amor en Jared y verlo crecer. No era una aventura amorosa. Era amor.

…La gran casona guardaba silencio a la dorada luz de poniente. La pesada puerta se hallaba cerrada. Allí, donde siempre había estado Edwin con los brazos tendidos para estrecharle y darle la bienvenida, ahora no había nadie. Los macizos de flores se vetan descuidados. Tempranos crisantemos y rosas tardías florecían en brillante confusión. Cantó un pájaro, quebrando la quietud. Edith alzó el enorme aldabón de latón, lo dejó caer y escuchó su eco en el vestíbulo. Esperó. Con toda seguridad tendría que haber alguien, vigilante, portero, ama de llaves. La casa se erguía sola, a cinco millas del pueblo más próximo en un camino solitario que llegaba hasta la cancela. Con sus tesoros de libros y pinturas, con muebles de toda una vida rica en posesiones, no podía estar desatendida en la colina, rodeada de bosques y más lejos de montes. Cinco picos se destacaban claros contra el cielo de la tarde y en dos de ellos se veían crestas blancas de heladas tempranas.

Por fin, a distancia dentro de la casa, oyó pisadas, luego el chirrido de una barra de metal o quizá de una llave grande… no podía recordar. La puerta se abrió unos centímetros y vio la arrugada cara de Henry Haynes, el servidor de Edwin.

– ¡Vaya, la señora Chardman! -Su cascada voz no había cambiado-. ¿Cómo es que…?

– Podría usted alojarme aquí una o dos semanas… tal vez tres?

– Pues… verá… -Abrió la puerta de par en par, Entre. No hay nadie en la casa más que mi mujer y yo. Me he casado con la cocinera. No sé si se acordará de ella. El doctor Steadley le incluyó en su testamento y resultaba igual de fácil… entre, señora Chardman. La familia ha pasado aquí el verano, pero ya se han ido todos y nos estamos preparando para el invierno.

Al tiempo que hablaba iba abriendo paso. Edith se detuvo en el amplio vestíbulo y miró a su alrededor. Todo seguía igual, los muebles pulidos, los suelos sin polvo. Hasta había un jarrón de dorados crisantemos en la mesa, un gran jarrón Satsuma que recordaba bien, pues Edwin lo había encontrado en Japón. ¡Y sin embargo, qué vacía resultaba la casa!

Permanecía quieta, vacilante. ¿Podría soportar la ausencia de Edwin en su propia morada? La soledad era demasiado intensa. Se sentía sola como no se sintiera antes jamás, ni siquiera al morir Arnold y dejarle a solas en la morada que fuera de ambos. ¿Acaso esta soledad de ahora podría con ella, le haría sentir temor?

– Todo está como cuando él vivía aquí -le decía Henry-. Las camas hechas, las chimeneas con leños… todo. Incluso ayer mismo saqué sus cosas de invierno para airearlas. Mi mujer me dice «Henry, él no lo sabe», pero yo sí lo sé, le digo a ella, yo lo sé. ¿Ocupará usted el mismo cuarto, señora Chardman?

– Si, el mismo.

Le siguió al piso superior y al cuarto que tan bien recordaba. El sirviente abrió la puerta para que pasara.

– Está exactamente como antes -comentó Edith.

– Y así seguirá. El así lo quiere. «Henry», me decía, «tenlo siempre como estaba. No sé si puedo volver, pero tenlo todo como si pudiera›. Y así lo hago, hasta quito el polvo a los libros y todo.

– Quizá lo sepa -musitó ella.

Ahora que se hallaba allí se daba cuenta de sentirse cansada. Se quitó el sombrero y se vio en el espejo, el rostro pálido y fatigado.

– Cenará usted cuanto antes -añadió Henry-. Voy a decírselo a mi mujer. Resultará agradable tener algo que hacer.

– Gracias, Henry.

Cuando el hombre hubo salido, abrió sus dos maletines y fue metiendo las cosas en los cajones.

“Pero no tengo por qué quedarme” -pensaba-; puedo irme cualquier día, en cualquier momento, si no lo resisto más. Pero ¿dónde ir?.

Se sentó frente al pequeño escritorio de caoba junto a la ventana oeste. El sol se ponía y en aquel momento parecía descansar en el rocoso picacho del monte más alto. Edith miró como se iba metiendo hasta que desapareció el último borde dorado. Luego encendió todas las lámparas de la estancia y prendió fuego a los leños. Entonces se sintió algo más como en casa, aunque todavía sola.

…Caía la primera nevada temprana, aunque las últimas hojas de brillante color colgaban aún de los arcos, cuando Edith corrió las cortinas de su dormitorio una mañana y vio los grandes copos que pasaban junto a la ventana. Henry había encendido la calefacción central.

30
{"b":"93995","o":1}