– ¿La señora Chardman?
– Yo soy.
– Aquí Stephen Streadley. Usted es amiga de mi padre. Me ha pedido que se lo diga. Se está muriendo. Es cuestión de días, quizá de horas.
– Acababa de abrir una carta hace unos minutos, y temía…
– Todo se ha hecho ya. Es su corazón, por supuesto. Todos estamos aquí, mis hermanos, mi hermana y… los médicos.
– ¿Se halla consciente?
– Por completo. Muy interesado en el proceso de la muerte, pese a… dificultades.
– ¿Dolor?
– Sí, pero no quiere sedantes. Quiere saber, dice… La voz se quebró y ella le apreció por ello.
– Ya sabrá usted que hemos sido amigos… muy íntimos.
– La adora a usted. Todos le estamos tan agradecidos por haber penetrado su profunda soledad. Ninguno de nosotros había podido.
– También él entró en la mía.
No podía decir más. No podía hacer la pregunta. ¿Debo ir? No podía preguntárselo a sí misma. Le veía tendido en la cama, aquel bello cuerpo agonizante, estirado ya en la muerte.
– Adiós -dijo con suavidad.
– ¿Adiós? -repitió el hijo con sorpresa-. Oh, sí, bueno, se lo comunicaré de inmediato.
Inmediatamente que muera Edwin, pensó, aunque nada dijo, pues sentía su voz ahogada en lágrimas. Dejó el aparato y se sentó con la cabeza entre las manos, Los dedos en el escritorio. Lo había sabido, por supuesto que siempre había sabido que dicho momento tenía que llegar. Pero ahora que había llegado tenía que prepararse para oír que él ya no existía. ¿Deberla acudir donde él? ¿Cómo decidirlo? ¿No aguzaría en él su presencia la agonía de la separación? Mejor dejarle con sus hijos. Mejor que se deslizara a lo desconocido rodeado de sus hijos.
Se puso en pie, incierta, y como la casa y los jardines le resultaban intolerables, sacó el cochecito, que siempre conducía sola, dejando el coche grande al cuidado del chofer y se dirigió hacia el mar. La costa de Jersey estaba abarrotada hasta un punto imposible, así que fue hacia el norte, hacia Southampton. Pensó que quizá en algún lugar más allá de Colinas Rojas encontraría algún acantilado solitario donde poder imaginar el lugar en que se alzaría su casa. Para medianoche estaría de vuelta. Pero ¿para qué darse prisa? La muerte no esperaría y sabía que no podía acudir donde Edwin a verle morir.
…A la caída del sol halló el punto que había andado buscando. Entre dos ciudades dio con un acantilado, y en éste un hueco. Seguramente pertenecería al dueño de alguna gran propiedad, pero ella le convencería para que se lo vendiera. Supo que tenía dueño porque a un lado del acantilado, casi cubierta por árboles que caían, achicados por los vientos del mar, descubrió una estrecha escalerilla que conducía a una playita blanca entre las rocas. La escalera no se usaba a menudo pues sus peldaños se hallaban cubiertos de hojas caídas y musgo, pero podían utilizarse, aunque se resistió a hacerlo entonces, pues estaba sola y, si resbalaba, no habría nadie que pudiera ayudarla y la oscuridad iba cerniéndose con rapidez, al acortarse los días. Tenía que volver.
…Para cuando llegó a casa ya era medianoche, y Weston la aguardaba.
– El teléfono, señora. Debe usted llamar a este número, por favor. Y me ha tenido preocupado, señora, si me permite decirlo, saliendo sola en una noche tan oscura, sin luna.
– Gracias, Weston -dijo yendo al teléfono.
El sirviente hizo una inclinación y se retiró. Ella marcó el número y esperó. Al punto le contestó la voz que había oído aquella misma mañana.
– ¿La señora Chardman?
– Yo misma.
– He estado esperando. Mi padre ha muerto a las seis. Sus últimos instantes han sido muy dolorosos. Todos estábamos a su alrededor. Pero se está produciendo en él un extraño cambio, una transfiguración. Todas las arrugas de dolor están desvaneciéndose. Una hermosa paz…
La voz volvió a quebrarse.
– Era muy hermoso -contestó ella con dulzura.
– Sí… -la voz siguió con valentía-, mucho más guapo que todos sus hijos. El funeral será el jueves. ¿Vendrá usted?
– No -repuso con rapidez-. No quiero recordarle muerto. Para mí vive… para siempre.
– Gracias.
Silencio. Colgó. Aquella parte de su vida, aquel extraño interludio que nunca podría explicar a nadie ni lo haría, había concluido. Permaneció algunos minutos sentada, recordando. Por alguna razón no sentía pena. Siempre estaría agradecida por lo que Edwin le había dado. Había derramado amor, amor generoso, sin egoísmo en el vacío de su soledad, sin pedir otra cosa que el verla de vez en cuando. Se alegraba de que el amor hubiera resultado fructífero también para él, inspirándole una búsqueda filosófica que de otro modo no hubiese emprendido. Le había aportado consuelo. Abrió el cajón donde guardaba sus cartas y, eligiendo al azar, sacó la que le había llegado la semana anterior.
»Para mí, a punto de morir, quizá antes de que volvamos a vernos, amada mía, aunque Dios no lo quiera, se me ha vuelto esencial el definir el problema de la muerte antes de poder esperar a solucionarlo. ¿Tienen conciencia de algo los que murieron antes de mí? Para tal respuesta debo esperar. Y sin embargo, me atrevo a esperar, si no ¿por qué iba a sentir estos días una curiosa disposición a morir que casi es como una bienvenida a la muerte, como si quisiera librarme de este cuerpo mío, que ya ha servido su propósito final, amada, en nuestro amor? Sin amor hubiera creído que la muerte era final; con amor, mi esperanza se convierte más bien en fe. Se convierte en creencia.»
Dejó caer la carta. Alzó la cabeza, escuchó. La casa que la rodeaba guardaba silencio, pero en el silencio le pareció oír música, distante, indefinida.