– Buenas noches -dijo Jared-. ¿A qué hora es el desayuno?
– Cuando quieras -repuso tan despegada como si no hubiera existido el beso que sentía en los labios como un carbón encendido.
– ¡A qué hora lo tomas tú? -repitió él en la puerta.
– A las nueve.
– ¡Cielos, qué dormilona! -Fingió escandalizarse y rió.
– Buenas noches -le dijo en el momento que subía por la escalera-. ¡Que duermas bien en ese cuarto! Era el mío de jovencita.
Durante muchas horas no consiguió conciliar el sueño y cuando despertó eran casi las diez de la mañana. Su primer pensamiento fue para él, así que llamó a la cocina. Contestó Weston.
– ¿Ha desayunado el señor Barnow?
– Sí, señora, a las ocho en punto y se ha ido inmediatamente, pidiéndome que le disculpe. Le ha dejado una nota, señora… La he puesto en su mesa de desayuno.
Colgó, echándose la culpa. ¿Cómo podía haberse dormido las últimas horas de su presencia? Se duchó y vistió de prisa y al ocupar el asiento en la soleada mesa de desayuno, halló la nota bajo el plato.
«Siento dejarte de forma tan descortés, pero anoche tuve una llamada del hombre a quien he venido a ver. Tengo que reunirme a las nueve en su laboratorio. Apenas me queda tiempo. El avión estará listo a mediodía. Un día de éstos volveré en él a visitarte. Este es mi número de teléfono… y mi agradecimiento. ¡Ha sido maravilloso volver a verte! Jared.»
Estudió la letra. Era grande, firme y muy negra.
El verano iba transcurriendo. ¿O sería sólo ella quien se movía perezosa? En su primer verano desde la muerte de Arnold (que había fallecido el otoño anterior) sintió que cedía a una lasitud que nada tenía que ver con el vacío. Al contrario, le parecía que nunca había gozado tanto del aire sensual, de la cegadora claridad del sol, de la lujuriante gloria de flores y follaje. Como aún no había pasado el tradicional año de luto por su esposo, tenía excusa para declinar toda clase de invitaciones que no quería aceptar y aceptaba tan sólo las que no deseaba declinar. Un par de veces por semana almorzaba con alguna antigua amistad suya o de Arnold, y los demás días iba vaciando la casa de las últimas posesiones de su marido, sus ropas, sus pipas, sus papeles. Acabado aquello, volvió a dedicarse a la música, en serio, de modo que pasaba varias horas ante el piano y otras varias leyendo libros.
Tan sólo ahora empezaba a darse cuenta de que Arnold había absorbido su vida, no a propósito, sino con toda naturalidad, siempre con gentileza, o quizá fuera que ella había sido demasiado plegable y se había dejado absorber. Sea como fuere, sentía pequeños anhelos que deseaba ver cumplidos, ciertas ropas, ciertos colores que siempre había querido vestir y que a Arnold le habían desagradado; ciertas disposiciones de muebles que él no había aprobado, pues por naturaleza era opuesto a los cambios; hasta ciertos platos que a ella le habían tentado y que él había declarado ser incapaz de digerir. Cada libertad que ahora tomaba para sí, iba liberándole cada vez más, hasta que al final ya no meditaba sobre cada cosa que deseaba, como lo había hecho instintivamente y debido a una larga costumbre en los primeros meses a raíz de la muerte de Arnold.
– Has cambiado -le dijo su hijo en una de sus raras e inesperadas visitas. Vivía en Washington, con su joven esposa y su hijo único. Era un joven con un alto cargo en algún departamento gubernamental que le conduciría a servir en el extranjero. Ella jamás conseguía acostumbrarse a aquél al parecer repentino desarrollo de un chiquillo de pelo castaño y aire bastante prosaico a un joven de pelo igualmente castaño e igualmente prosaico. Había sido un niño bueno, y era un joven bueno, hasta un grado casi conmovedor, le parecía en ese instante, cuando sus sinceros ojos azules la miraban con afecto. Se había “dejado caer”, según sus palabras, un día de principios de julio, de paso para Nueva York, donde tenía que reunirse con algún dignatario de menor importancia de algún país extranjero.
– ¿Cómo he cambiado? -preguntó animada.
– Pareces descansada… e interesada de nuevo.
– ¿Interesada en qué, Tony?
– ¿Cómo voy a saberlo? En la vida, supongo.
– Voy aprendiendo a vivir sola, eso es todo.
Su hijo se inclinó para besarle en la mejilla y despedirse, tras de mirar su reloj.
– Bueno, no te sientas sola. Fay, el niño y yo siempre podemos venir a pasar unos días contigo. ¡Lástima que Millicent viva tan lejos!
Contuvo la sugerencia de Tony.
– Oh, no… gracias, querido mío. Debo aprender a vivir mi propia vida.
– Bueno, ya nos dirás…
Se fue y ella volvió a caer en la indolencia. Saliendo a la terraza a la que daba a la sala, se tendió en una tumbona. Indolente, sí, pero con una indolencia productiva, se decía a sí misma, explorando la vida y los sentimientos… como no lo había hecho desde la adolescencia. El sol, cálido sobre su piel, reavivaba la sangre y sin embargo infundía una deliciosa languidez. Se preguntaba para sí por qué seguiría pensando en otra casa, una casa propia, cuando había heredado tanta hermosura antigua. Desde donde yacía podía divisar y apreciar el césped bien cortado, los arbustos podados con esmero, los vastos y viejos árboles que culminaban en la distancia en un tranquilo estanque, una fuente, la figura de mármol de una griega, creado todo por su abuelo, que había heredado la casa, los acres de terreno.
El recuerdo de Jared, que nunca la abandonaba, se acentuó hasta convertirse en ansia aguda de la que casi se avergonzaba. De no haber venido tan súbitamente, marchado tan abruptamente, de no haber estado obsesionado con su propio sueño, un sueño en el que ella nada tenía que ver, si, en resumen, la hubiera visitado sólo por ella, con cualquier intención que no podía imaginar, ¿no se habría quedado, no estaría tumbado a su lado en otra butaca tan cómoda como la suya, calentándose al sol y sintiéndose lánguido ante la hermosura que les rodeaba? Edith era una mujer con demasiada experiencia para no comprender el peligro hacia el cual se encaminaba, más que peligro, pues era además algo absurdo. No iba a dejarse enamorar de un hombre de muchos años menos que ella. ¿Años? Décadas…
– Señora, al teléfono, por favor. Personal -dijo Weston en la puerta.
Se levantó al punto. Por supuesto, era Edwin.
– Amor mío -le dijo al oído su dulce y anciana voz-. Me resulta imposible vivir más sin verte. ¿Estás llena de obligaciones para con los demás o puedo atreverme a pedirte una pequeña visita? ¡Con qué alegría acudiría yo a ti si me fuera posible! Mis piernas podrían, pero mi corazón, una válvula ya vieja, proclama el peligro. Y no quiero convertirme de pronto en inválido en tu casa, aunque para mí resultaría agradable.
No estaba preparada para un paso tan súbito. Ahora en su casa había otra presencia. Por otro lado, ¿no resultaría una protección contra dicha presencia invasora el recordar edad y dignidad, el visitar a Edwin durante unos días?
– Déjame que lo piense. Si puedo arreglarlo…
– Pero no tienes que pensar en nadie más que en ti, ¿verdad? -intervino con urgencia-. ¿Y quizá un poco en mí? Este viejo corazón late más o menos, pero me recuerda que no durará siempre.
– ¡Deberías avergonzarte! -rió-. ¡Eso se llama extorsión!
– ¡Pues claro! En el amor todo es válido.
– Te llamaré esta noche.
– No dormiré hasta que lo hagas.
Colgaron y volvió a quedarse sola, pero sin soledad, pues en ese instante comprendió que jamás podría estar sola a menos que consiguiera recuperarse de la nueva presencia que ocupaba sus pensamientos. Por mucho que se esforzaba en pensar en otros lugares, otras gentes, las actividades de su vida cotidiana, las cosas que le encantaban y que eran numerosas, sus deberes y asuntos que la habían absorbido y que había acumulado durante años de vivir en la misma ciudad, en la misma casa, la nueva presencia de Jared prevalecía. Con una insinuación de pánico sintió necesidad de escapar. ¿Qué mejor huida que acudir a Edwin, dedicarse por entero a él, echar fuera al otro?
Sin esperar a la tarde para su decisión, corrió al teléfono.
– Edwin, ya está todo arreglado. Llegaré mañana. Conduciré yo misma y estaré ahí a tiempo de cenar contigo.
– Bendito sea mañana, cariño… ¡y bendita tú por contestar a mi necesidad!
La voz resonaba de alegría y ella se sintió esperanzada. ¡Mejor sentirse satisfecha consolando a quien la necesitaba en lugar de darle vueltas a su propia necesidad! Y además, ¿cuál era su necesidad? En realidad, y poniéndolo brutalmente, ¿qué era sino un encaprichamiento incipiente y peligroso, consecuencia, casi con seguridad, de su vida solitaria? Porque aún no estaba preparada para reanudar su antigua vida de almuerzos, cenas y compromisos sociales, y ni siquiera estaba segura de volver a reanudarla. En su incertidumbre se inclinaba a buscar y definir nuevos intereses, pero decididamente no en la persona de un joven invasor, un conocido casual, quien perseguido o perseguidor se lo permitía, seria capaz de amenazar toda la estructura de su vida razonable y digna. Por tanto tenía que escapar, y en el espíritu de quien busca la huida, salió de casa al día siguiente tras una noche agitada y para media mañana ya había recorrido bastante camino.
Había sido una buena idea la de conducir por sí misma en el pequeño descapotable, pues la concentración mantenía a raya los pensamientos de los que quería huir, velocidad y movimiento, el viento que le apartaba el cabello de la cara, pues llevaba la capota bajada, todo ello le hacía imaginarse una verdadera escapatoria. Unos días con Edwin la volverían a su ser, la traerían de nuevo a la realidad. Se refugiaría en la seguridad del amor que el hombre le tenía y le amaría a su vez, pero con calma, con el respeto debido a su edad y su fama. Era mejor ser honrada por el amor, no excitada por él… aunque tal vez hubiera cometido un error al permitirle acudir a su dormitorio. Sí, un error. Esta noche se lo diría así.
– Edwin, querido -empezaría-. Tú y yo ya hemos pasado de la edad en que el amor necesita una expresión física. Si los demás lo supieran, lo interpretarían mal. Hasta se escandalizarían. Por eso, contentémonos con charlar y sentarnos uno al lado del otro. Querido Edwin… -aquí haría una pausa y tal vez le tomaría la mano para estrechársela.
En realidad, después de llegar justo a tiempo de cenar en el oscuro comedor iluminado sólo por velas puestas en antiguos candeleros de plata, y después del entusiasta recibimiento del anciano, se dio cuenta de que parecía más delgado y hasta un tanto patético en su soledad. Dejó para más tarde todo lo que pudiera amortiguar su alegría por la llegada de ella, lo dejó para después de cenar y luego otra vez porque él deseaba hablarle del libro que estaba escribiendo sobre la posibilidad e imposibilidad de la inmortalidad. Al levantarse de la mesa él le tomó la mano para ponerla bajo su brazo y la condujo a la sala donde ardía un fuego de leños que templaba el frío procedente de las montañas. Se sentaron uno al lado del otro en el sofá frente a la chimenea y él comenzó de inmediato, sujetando la mano izquierda de Edith, que tenía sobre su brazo, y cubriéndola con su derecha.