Por lo que Galip pudo entender de lo que le decía Iskender, el hombre alto que comenzó a contar otra historia a su vez era un escritor cuyo nombre había oído aquí y allá. El hombre de gafas previno a su audiencia que, puesto que lo que se disponía a contar se refería también a un escritor, no lo confundieran con él. Como el escritor sonreía de una forma extraña mientras decía aquello, en parte vergonzoso, en parte como si quisiera ganarse la simpatía de los que compartían su mesa, Galip estaba indeciso en cuanto a las intenciones del nuevo narrador.
Según contó el escritor, aquel hombre había pasado largos años solo en su casa escribiendo novelas y cuentos que no enseñaba a nadie y que, aunque los hubiera enseñado, nadie le habría publicado. Estaba obsesionado con su trabajo (aunque en aquel entonces no se consideraba trabajo) y se entregó de tal manera a él que la soledad se convirtió en una especie de costumbre; no se relacionaba con las demás personas, no porque no le gustaran o porque desaprobara sus formas de vida, sino porque era incapaz de apartarse de su escritorio tras la puerta cerrada. A fuerza de vivir solo sentado en su mesa, la costumbre de «alternar en sociedad» del escritor se atrofió tanto que, en una ocasión en que salió después de años, cuando se mezcló con la multitud se asustó, se retiró a un rincón y estuvo esperando durante horas el momento de volver a su mesa. Cada día, después de pasar más de catorce horas a la mesa, se acostaba poco antes del amanecer cuando se oían una tras otra las primeras llamadas a la oración desde los alminares de las colinas de la ciudad, y soñaba con su amada, a la que sólo había visto una vez en tantos años y por casualidad, pero no soñaba con ella con un sentimiento del tipo al que todo el mundo llama «amoroso» o «sexual», sino con la nostalgia de una compañera imaginaria que se convirtiera en lo contrario de su soledad.
El escritor, que afirmaba que sólo conocía el «amor» por los libros y no era demasiado entusiasta en lo que se refería a la sexualidad, se casó años después con aquella mujer extraordinariamente bella con la que soñaba. Aquel matrimonio no trajo demasiados cambios a su vida, de la misma forma que no los trajeron sus libros, que por aquel entonces comenzaban a publicarse. Seguía pasando catorce horas al día sentado solo a su mesa, seguía creando con paciencia, lentamente, cada una de las frases de sus historias, observaba durante horas los papeles en blanco que tenía sobre la mesa mientras imaginaba los detalles de sus nuevos cuentos. El único cambio en su vida eran los paralelismos que establecía entre los sueños de su mujer, que dormía en silencio, hermosa y callada cuando él se acostaba poco antes del amanecer, y lo que él forjaba por pura costumbre mientras escuchaba la llamada a la oración de la mañana. Al escritor le daba la impresión de que existía una relación entre sus sueños y los de su esposa mientras fantaseaba acostado junto a ella. Como la armonía que se establecía entre sus respiraciones sin que se dieran cuenta y que recordaba a las modulaciones de una melodía modesta. El escritor estaba satisfecho de su nueva vida, no le resultaba difícil dormir junto a alguien tras largos años de soledad, le gustaba fantasear escuchando la respiración de la bella mujer y creer que sus sueños se mezclaban.
Para el escritor comenzó una época difícil cuando su mujer lo abandonó un día de invierno sin darle ninguna excusa lo bastante sólida. Ya no podía soñar como antes mientas escuchaba desde la cama la llamada a la oración de la mañana. Los sueños que con tanta facilidad creaba antes de su matrimonio y durante él y que le procuraban un sueño tranquilo, ya no alcanzaban el nivel de «verosimilitud» o «brillantez» que hubiera deseado. Era como si en sus sueños hubiera una incapacidad, una indecisión que no le descubriera sus secretos, que le arrastrara a terribles callejones sin salida, como si se tratara de una novela que quisiera escribir pero no pudiera. Durante los primeros días después de que su mujer lo abandonara aquella caída en la calidad de sus sueños llegó a tal extremo que el escritor, que siempre se había dormido con las llamadas a la oración de la mañana, ahora no podía hacerlo hasta mucho después de que los primeros pájaros cantaran en los árboles, las gaviotas abandonaran los tejados en los que se habían reunido para pasar la noche y pasaran el camión de la basura y el primer autobús del ayuntamiento. Y lo peor era que aquella deficiencia en sus sueños comenzó a aparecer también en las páginas que escribía. El escritor veía que no podía darle la vitalidad que pretendía ni a la más simple de las frases aunque la escribiera veinte veces.
El escritor se esforzó todo lo que pudo para salir de aquella crisis que sacudía su mundo entero, introdujo un nuevo y firme orden en su vida y se obligó a recordar uno a uno sus sueños para encontrar la antigua armonía. Semanas después comprendió que había superado la crisis cuando, después de despertarse de un sueño tranquilo que se había iniciado con la llamada a la oración de la mañana, se levantó como un sonámbulo, se sentó ante su escritorio y comenzó a escribir frases con la vitalidad y la belleza que pretendía. Para conseguirlo había recurrido a un truco extraño que había descubierto sin darse cuenta.
Como el hombre al que había abandonado su esposa era incapaz de forjar los sueños que le hubiera gustado soñar, el escritor imaginó primero su antigua situación, aquélla en la que no compartía su cama con nadie y en la que sus sueños no se mezclaban con los de ninguna hermosa mujer. Imaginó con tal decisión e intensidad aquella personalidad que había dejado atrás que por fin ocupó el lugar de aquel que había creado su imaginación y así pudo dormir tranquilo recurriendo a sueños del otro. Y como poco tiempo después ya se había acostumbrado a esa doble vida, ni siquiera fue necesario que se esforzara para poder soñar o escribir. Escribía siendo otro que llenaba con las mismas colillas los mismos ceniceros y que tomaba el café en la misma taza, podía dormir tranquilo envolviéndose en el fantasma de su propio pasado en la misma cama y a las mismas horas.
Cuando un día su mujer regresó, de nuevo sin ofrecerle una excusa sólida (al parecer la mujer se había dicho: «A casa»), de nuevo comenzó para el escritor una etapa desacostumbradamente difícil. La indecisión que había asomado en sus sueños los primeros días después de que su mujer lo abandonara volvió a introducirse en toda su vida. Cuando conseguía dormirse tras muchos esfuerzos, le despertaban las pesadillas, vagaba por la casa desorientado como un borracho que se ha perdido en el camino de regreso a casa, sin conseguir un equilibrio entre su antigua personalidad y la nueva, yendo y viniendo entre ambas. Una de aquellas mañanas de insomnio el escritor se levantó de la cama, cogió una almohada, fue a la habitación donde tenía su mesa y sus papeles, que olía a radiador y a polvo, y en cuanto se tumbó acurrucado en el pequeño sofá que allí había se sumergió én un profundo sueño. A partir de esa mañana el escritor ya no durmió con su silenciosa y misteriosa mujer ni con sus incomprensibles sueños, sino allí, junto a su mesa y sus papeles. En cuanto se despertaba, todavía medio dormido, se sentaba ante su escritorio y podía continuar tranquilamente con sus historias, que parecían una continuación de sus sueños, pero ahora había algo más que le atemorizaba.
Antes de que su mujer lo abandonara había escrito un libro que los lectores habían considerado «histórico»; trataba de dos hombres que se parecían extraordinariamente y que acababan por ocupar el lugar del otro. El escritor se había convertido en el hombre que había escrito aquella historia cuando se envolvió con el fantasma de su antigua personalidad para poder dormir o escribir en paz y, como no podía vivir su propio futuro ni el de aquel fantasma, ¡se encontró a sí mismo escribiendo de nuevo y con el mismo entusiasmo la vieja «historia de que se parecían»! Tiempo después, este mundo en el que todo imita a algo, en el que todas las historias y todos los personajes son imitación y original de y para otros además de ser ellos mismos, en el que todas las historias se refieren a otras, comenzó a parecerle tan real al escritor que, pensando que aquellas historias escritas con un realismo tan «evidente» no convencerían a nadie, decidió sumergirse en un mundo irreal sobre el cual a él le gustara escribir y en el que a los lectores les gustara creer. Con ese objeto, el escritor, mientras su bella y misteriosa mujer dormía silenciosa en la cama, dedicaba las noches a pasear por los oscuros callejones de la ciudad, por los barrios periféricos de farolas rotas, por los subterráneos bizantinos, por los cafés de adictos y marginados, por cervecerías y cabarets. Lo que vio le enseñó que la vida «en nuestra ciudad» era tan real como un mundo imaginario. Por supuesto, aquello confirmaba que el universo era un libro. Le gustaba tanto leer aquella vida, recorrer todos los días durante horas los rincones más remotos, observar las caras, las marcas, las historias que aparecían en las nuevas páginas que a cada momento le ofrecía la ciudad, que ahora lo que temía era no poder regresar a su bella esposa dormida ni a la historia que había dejado a medias. La historia del escritor fue recibida en silencio porque insistía más sobre la soledad que sobre el amor y, más que en la propia historia, en la manera de contarla. Galip pensó que, puesto que todo el mundo tenía algún recuerdo de un «abandono sin motivo», lo que más despertaba la curiosidad en aquella historia eran, precisamente, las razones que podía haber tenido la mujer del escritor para abandonarlo.
La chica de alterne que comenzó a relatar la siguiente historia repitió varias veces que lo que se disponía a contar era auténtico y quiso estar absolutamente segura de que «nuestros amigos turistas» eran informados exactamente de tan importante punto porque quería que su historia no sólo fuera un ejemplo para Turquía, sino para el mundo entero. La historia comenzaba en una fecha no muy lejana en ese mismo cabaret. Dos primos se encontraban en él tras años sin verse y el amor de su niñez volvía a prender en ellos. Como la mujer era una chica de alterne y el hombre un bravucón (o sea, un chulo , dijo la mujer volviéndose hacia los «turistas»), no existía una cuestión de honra que pudiera dar lugar a que el hombre matara a la muchacha como habría sido de esperar en esos casos. Por aquel entonces tanto el cabaret como el país eran balsas de aceite, los jóvenes no se disparaban por las calles sino que se besaban y en los días de fiesta no se enviaban bombas sino cajas de bombones. Tanto la muchacha como el hombre eran felices. Como el padre de ella había muerto de repente, vivían en la misma casa aunque se acostaban en camas distintas y esperaban impacientes el día de su boda.