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1) Como todos los demás comprendí enseguida que Él (comenzó el Gran Bajá). Para entenderlo no me hizo tener que recurrir a los secretos de las letras y los números, a las señales en el cielo o en el Corán ni a las profecías que se han escrito sobre ti. Al ver en los rostros de la multitud el entusiasmo de la alegría y la victoria, comprendí que tú eras Él. Ahora esperan que les hagas olvidar sus amarguras y tristezas, que les devuelvas su esperanza perdida, que los lleves de victoria en victoria, pero ¿podrás darles todo eso? Hace siglos Mahoma pudo dar esperanza a los desesperados porque los llevó de victoria en victoria con la espada. En cambio hoy, por fuerte que sea nuestra fe, las armas de los enemigos del Islam son más poderosas que las nuestras. ¡No hay ninguna posibilidad de éxito militar! ¿O no son una prueba de eso los falsos profetas que, en la India o en África, se presentan a sí mismos como si fueran Él y que después de hacer morder el polvo a ingleses y franceses durante un tiempo son aplastados y aniquilados y sólo dan lugar a una mayor desolación? (En estas páginas hay comparaciones militares y económicas que demuestran que una victoria militar de gran calibre, no ya del Islam, sino de Oriente sobre Occidente, no es sino una fantasía: el Gran Bajá compara honestamente, como haría un político realista, el nivel de riqueza de Occidente con la miseria de Oriente, y Él aprueba en silencio y con tristeza ese sombrío cuadro que se le pinta porque realmente es Él y no un charlatán.)

2) Pero esa lamentable miseria no significa que no se les pueda dar a los desesperados la esperanza de la victoria, por supuesto (continúa hablando el Gran Bajá, ya muy pasada la medianoche). Simplemente no podemos declarar la guerra al enemigo «exterior». Pero ¿y a los de dentro? ¿No serán el origen de nuestra miseria y nuestros sufrimientos los pecadores, los usureros, los chupasangres y los tiranos del interior, o los que aparentan ser virtuosos siendo todo lo anterior? Tú también te das cuenta de que sólo puedes ofrecerles esperanzas de felicidad y victoria a tus desdichados hermanos si le declaras la guerra al enemigo del interior, ¿no? Entonces eso quiere decir que también te das cuenta de que no es una guerra que se pueda luchar con heroicos soldados ni mártires por la fe sino con soplones, verdugos, policías y torturadores. Hay que señalarles a los desesperados un culpable de su miseria, de forma que, con que se le aplaste la cabeza, puedan creer que el paraíso ha descendido a la tierra. Eso es lo que hemos hecho en los últimos trescientos años. Para poder dar esperanza a nuestros hermanos, les señalamos a los culpables que hay entre ellos. Y ellos lo creen porque necesitan tanto la esperanza como el pan. Y los más inteligentes y honestos de entre los culpables, como ven que todo se hace siguiendo esta lógica, antes de sufrir su castigo confiesan sus pequeños delitos, si es que los han cometido, multiplicándolos por diez para que sus desgraciados hermanos puedan tener al menos algo de esperanza. Incluso indultamos a algunos, que se unen a nosotros y salen a la caza de culpables. La esperanza, como el Corán, no sólo mantiene en pie nuestras conciencias, sino también nuestra vida terrenal: porque aguardamos la esperanza y la libertad del mismo lugar que el pan.

3) Sé que eres lo bastante decidido como para culminar con éxito todo ese trabajo tan difícil que se espera de ti, lo bastante justo como para extraer de entre las multitudes a los culpables sin ni siquiera pestañear y lo bastante fuerte como para recurrir a la tortura, aunque sea a regañadientes, para solucionar esos asuntos. Porque tú eres Él. Pero ¿durante cuánto tiempo podrás distraer a las masas con esa esperanza? Poco tiempo después verán que no has podido resolverles los problemas. Comenzará a agotarse la esperanza que les has entregado al ver que no tienen más pan en las manos. Entonces volverán a perder la fe que tenían en el Libro y en los dos mundos; se dejaran llevar de nuevo por el profundo pesimismo, la inmoralidad y la miseria moral que vivían apenas el día anterior. Y lo peor de todo es que comenzarán a sospechar de ti, a odiarte. Los soplones empezarán a sentir remordimientos por los culpables que tan alegremente han entregado a tus verdugos y a tus eficientes torturadores; los policías y los guardias se cansarán de tal manera de lo absurdo de sus torturas que ya no les satisfarán ni los últimos métodos ni la esperanza que has intentado darles; decidirán que los pobres desafortunados que cuelgan como racimos de uvas de las horcas han sido sacrificados en vano. Y en ese día del fin del mundo verás que ya no creen ni en ti ni en las historias que les has contado. Pero verás algo peor cuando no quede ninguna historia que puedan creer todos, cada uno comenzará a creer en la suya propia, cada uno tendrá su propia historia y todos querrán contarla. Masas de millones de desesperados comenzarán a vagar tristes como sonámbulos por las ciudades, por las sucias calles y por esas enfangadas plazas que no hay quien arregle, acarreando sus propias historias como si llevaran un halo de desgracia alrededor de la cabeza. En ese momento tú ya no serás Él ante sus ojos, serás el Deccal, ¡y el Deccal serás tú! Entonces no querrán creer tus historias, sino las del Deccal, las de Él. Y el Deccal, que volverá victorioso, seré yo, o alguien como yo. Y él les dirá a esos desesperados que llevas años engañándolos, que no les has dado esperanza sino que les has inoculado mentiras y que en realidad no eres Él sino el Deccal. Quizá ni eso sea necesario, una noche, en un callejón oscuro, el mismo Deccal, o un desesperado que haya decidido que llevas años engañándolo, vaciará en tu cuerpo mortal, que en tiempos se creía invulnerable, el cargador de su pistola. Y así, porque durante años les has dado esperanza y los has engañado durante años, una noche encontrarán tu cadáver en una sucia acera de esas calles llenas de barro a las que ya te habías acostumbrado y que empezabas a apreciar.

15. Historias de amor de una noche de nieve

«Hombres ociosos y buscadores de cuentos e historias.»

Mesnevi, MEVLÂNA

Galip acababa de abandonar la habitación de la mujer que se parecía a Türkán Soray cuando vio al hombre salido de una película en blanco y negro junto al que se había sentado en el taxi de Sirkeci a Galatasaray. Se encontraba ante la comisaría de Beyoglu incapaz de decidirse sobre adonde ir y se detuvo por un momento cuando un coche de policía con las luces azules brillando intermitentes dobló la esquina y se acercó a la acera. Enseguida reconoció al hombre que sacaban a empellones por la puerta de atrás, abierta a toda prisa: iba entre dos policías, había perdido aquel aspecto tan propio de las películas en blanco y negro y en su cara había aparecido una vitalidad más apropiada al azul marino de la noche y al color de los delincuentes. En la comisura de los labios tenía un rastro de sangre rojo oscuro, aunque no se limpiaba, en el que se reflejaban las brillantes luces de la fachada de la comisaría, que la protegían de cualquier ataque. Un policía llevaba en la mano el maletín de hombre de negocios que tan fuertemente abrazaba en el taxi. Caminaba mirando al suelo con la resignación de los que han confesado su delito, pero parecía bastante satisfecho de la vida. Cuando vio a Galip ante las escaleras exteriores de la comisaría lo miró por un momento con una tranquilidad extraña y terrible.

– Buenas noches, señor mío.

– Buenas noches -respondió Galip indeciso.

– ¿Quién es ése? -le preguntó uno de los policías señalando a Galip.

Galip no pudo escuchar el resto de la conversación Porque metieron a empujones al hombre en la comisaría.

Pasaba de la una cuando llegó a la calle principal; no había quien iba y venía por las aceras cubiertas de nieve. «En una de las calles paralelas al jardín del consulado inglés -pensó Galip- hay un sitio abierto toda la noche al que no sólo van los ricachones de Anatolia que han venido a Estambul a gastarse el dinero a manos llenas sino también los intelectuales». Ese tipo de informaciones las conseguía de Rüya, que las leía en las revistas de arte que hablaban de lugares parecidos usando un lenguaje aparentemente burlón.

Galip se encontró con Iskender ante el antiguo edificio del hotel Tokathyan. Se le notaba por el aliento que había bebido abundante raki. Había recogido en el Pera Palas al equipo de la BBC, los había paseado para «mostrarles el Estambul de las mil y una noches» (perros que rebuscan en los cubos de basura, vendedores de grifa y de alfombras, bailarinas del vientre, matones de cabaret, etcétera), y les había llevado a un club que había en un callejón. Allí un extraño tipo que portaba un maletín había iniciado una pelea por algo incomprensible que se había dicho, no con ellos, con otros, había llegado la policía y se lo habían llevado cogido del cuello, el otro se había escapado trepando por una ventana, y después de todo aquel follón los demás se habían sentado con ellos y así habían comenzado una noche que prometía ser divertida y a la que Galip podía unirse si es que le apetecía. Tras caminar un rato arriba y abajo por Beyoglu con Iskender, que buscaba cigarrillos sin filtro, llegaron a un cabaret en cuya puerta se leía «Club Nocturno».

Recibieron a Galip con alegría, desinterés y alboroto. Entre los periodistas ingleses había una hermosa mujer que estaba contando una historia. La orquesta no tocaba en ese momento y el prestidigitador, que acababa de comenzar su número, sacaba cajas del interior de otras cajas y otras del interior de aquéllas. La muchacha que le ayudaba tenía las piernas torcidas y un poco por debajo del ombligo se le notaban las cicatrices de los puntos de una cesárea. Galip pensó que la mujer no podía haber sido capaz de dar a luz a un niño sino sólo a un conejo adormilado como el que tenía en las manos. Después del número de «la radio desaparecida», plagiado de Zeki Sungur, volvieron a aparecer cajas de otras cajas y el público del cabaret perdió el interés.

Iskender traducía al turco lo que contaba la inglesa sentada en el otro extremo de la mesa. Galip escuchó la historia con la optimista confianza de que podría encontrarle sentido, aunque se hubiera perdido el principio, leyéndolo en el rostro de la mujer. Por el resto de la historia podía entenderse que una mujer (la misma que estaba contando la historia, pensó Galip) había querido convencer a un hombre al que conocía y amaba desde los nueve años de una verdad evidente, del sentido concreto que se desprendía de una inscripción en una moneda bizantina que le había dado un buzo, pero los ojos del hombre, incapaces de ver nada a causa del amor que sentía por la mujer, estaban cerrados a aquella magia de la que eran testigos y lo único que hacía era escribir poemas llevado por el entusiasmo de su amor. «Y así, gracias a la moneda bizantina que el buzo había encontrado en el fondo del mar, los dos primos pudieron por fin casarse. Pero mientras que la vida de la mujer, que creía en la magia del rostro que había visto en la moneda, cambió por completo, el hombre no entendió nada», dijo la mujer cuyas palabras traducía Iskender al turco. Y por esa razón la mujer vivió sola hasta el fin de sus días en la torre (Galip pensó que la mujer había abandonado al hombre). A Galip le pareció estúpido el silencio «humanitario» y respetuoso con aquellos «sentimientos tan humanos» con el que todos los que se sentaban alrededor de la larga mesa recibieron el final de la historia cuando comprendieron que había terminado. Quizá no quisiera que todos los demás celebraran como él que una mujer hermosa abandonara a un imbécil, pero si se tenía en cuenta la belleza de «la hermosa mujer», el fin de esa historia escuchada a medias, amargo y trágico (ya que todo se habían sumido en aquel silencio tan bobo y falso que había seguido a aquel discurso tan pomposo), resultaba en realidad cómico. Cuando acabó el cuento, Galip decidió que la narradora no era bonita sino sólo simpática.

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