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Además, es demencial. Todo es demencial. En el fondo, ¿hay algo que no lo sea?

Ella nunca le dejaba que fuese él quien la desnudase. Se metía en el cuarto de baño y salía a los diez minutos, aún a disgusto, aunque no con su desnudez, le parecía a él, sino con la manera en que caminaba descalza, como si de algún modo caminara cuesta abajo, con pesadez y cautela. Apenas daba muestra del grado de deseo que su propio cuerpo debiera, o no, haber suscitado en ella.

– Quizás haya algunas personas a las que te pueda presentar.

– Claro, lo sé.

– Me estaba preguntando… -dijo ella-. ¿El coche?

– Claro, lo recuerdo perfectamente.

– El que algunas veces me recoge al terminar el trabajo.

– Por supuestísimo, ¿quiénes, sino ellos?

– Siempre y cuando a ti te apetezca.

– Pues claro, cómo no, ¿para qué he venido?

Sus muslos distorsionaban el perfil de su cuerpo. No eran muslos de alguien que pusiera ningún empeño, por más que le extrañase. Difíciles de ver en alguien que llevaba un vestido, aunque reconfortantes por el hecho de haber confundido todas sus expectativas. Él se apretaba contra ella de continuo, con todo el cuerpo, con una voraz hambre de su carne, las manos masajeándola con fuerza en un amasijo de tenue descoloración. Ella jamás se acercaba ni de lejos al orgasmo. Él lo aceptaba no como una deficiencia que debiera remediar (como suele interpretarse a menudo la cuestión) empleando su paciencia y su destreza, la experiencia del mecánico de la cama, ni tampoco como un agotamiento más profundo, un defecto del espíritu. Era lisa y llanamente parte de la dinámica conjunta de los dos, la condición de su estar juntos, y él no tenía la menor intención de alterar los elementos del embrujo. Ni siquiera deseaba que fuesen de otra forma. Lo de menos era qué clase de sexo fuera el sexo. Lo consabido que impregnaba sus encuentros suplía con creces lo que él deseaba del erotismo y hacía del «uno» o del «otro» una cuestión de semántica recóndita. Él la agarraba con fiereza. Nunca hubo ningún momento en el que él se condujera hasta más allá de una determinada etapa, en que preparase los prolegómenos de la culminación. Era todo demasiado desordenado, los momentos de intensidad vagamente previstos. Él se corría de un modo inesperado, sin cobrar conciencia apenas, sintiéndose a la vez delincuente e ingenuo.

Se va ahora al cuarto de baño, pensó. Se sostiene los pechos con ambas manos y se admira en el espejo de cuerpo entero. Está sonrosada, realizada, plena. Entran dos doncellas para prepararle un baño perfumado. En la cama, de nogal labrado, pensó, su amante se reclina sobre una montaña de sedosos almohadones, rememorando cómo gemía ella de placer.

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