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– ¿Cómo es que no lo pones en el lavaplatos?

– Quiero que estas copas sepan qué se siente cuando las lavan unas manos humanas -dijo-. No me apetece que crezcan creyendo que todo se hace a lo fácil, a máquina, con un detergente impersonal.

– Ah, ¿se ha vuelto a estropear?

– Llama tú.

– No, llama tú, aunque sólo sea para variar.

– Yo llamé la otra vez.

– Yo no pienso llamar. Me da igual. Por mí, que siga estropeado.

– No llames, no llamaremos, a mí me da lo mismo.

– Te lo digo en serio -dijo él-. Me da igual.

– Pues a mí no me esperes aquí.

– Descuida, que yo tampoco estaré, salvo para entrar y salir.

Ella puso cara de repipi e hizo una versión distorsionada del tono de voz que había empleado él.

– Descuida, que yo tampoco estaré, salvo para entrar y salir.

Luego del cierre, Lyle se presentó en el despacho. Ella no estaba ante su mesa. Remoloneó por los alrededores procurando no llamar demasiado la atención. Por fin decidió que una de dos: o se había marchado pronto o quizás no había ido a trabajar, de modo que entró en uno de los despachos vacíos y la llamó a su casa. No le contestó. Tres veces, en intervalos de diez minutos, volvió al despacho vacío para marcar su número. En el ascensor pensó: un pretendiente rechazado. ¿Acaso estaba próximo a entender los conceptos y motivaciones que conducían a la obsesión, la desesperación, los crímenes pasionales? Ja, ja, ja. Negativa y afirmación de uno mismo. Las trampas del deseo. La bendita dicha de la injusticia. Qué dulces panorámicas las que abre, inmensos paisajes neuróticos; qué exenciones. Maldita sea, señoritinga. En el taxi le invadió una extraña calma. Indicó al taxista que lo llevase dos manzanas más allá del punto al que en realidad iba. (Ya se trataba de una implicación de esas características.) Marcó su número de teléfono desde una cabina cerca de una gasolinera. Como no le contestó, fue caminando a la casa y llamó a su timbre desde el portal. Allí esperó una hora y volvió a la cabina. No obtuvo respuesta. Le pareció ver el Volkswagen doblar la esquina. Atravesó corriendo Queens Boulevard y llegó hasta la esquina: el coche estaba aparcado delante de su edificio. Aún era temprano, quedaban al menos dos horas de luz diurna. Fumó, esperó. Un hombre y una mujer (que no era Rosemary) salieron del edificio. E! coche arrancó y salió con rumbo al norte. Volvió a la casa, tocó de nuevo el timbre. No le abrió nadie. Pasó otra media hora en el portal, llamando al timbre, a la espera. Volvió a la cabina cercana a la gasolinera y marcó de nuevo. No obtuvo respuesta. Aguardó cinco minutos y volvió a marcar. Decidió contar hasta cincuenta. Cuando llegase a cincuenta intentaría una última llamada. Como no le respondió, volvió a contar, pero sólo hasta veinticinco.

En el asiento de atrás de una limusina Pammy bebía del contenido de un termo lleno de ginebra y vermut seco. Cuando la limusina pasó por delante de una delicatessen cercana al Midtown Tunnel indicó al chófer que hiciera un alto. Entró corriendo y compró un limón. Salió corriendo con sus botas altas y su gorra voluminosa, su indumentaria para darse a la fuga. Dentro del coche arrancó un trozo de corteza de limón ayudándose con los dientes y una uña. Lo frotó por el interior del tapón del termo que le servía de vaso y lo introdujo. Si tenía que darse a la fuga, prefería hacerlo en un estado que no fuera de conciencia plena. Bebió mucho más deprisa que de costumbre. El brebaje era más o menos ocho parte de ginebra por cada una de vermut. No es que le gustase en especial el dry martini, pero se le antojó que representaba una suerte de desenfreno exuberante al menos en teoría, un punto de «a quién le importa» que iba como anillo al dedo a su trayecto hasta el aeropuerto. Si tenía que ir al aeropuerto, nada mejor que ir en limusina, con botas altas, téjanos desgastados y una gorra abultada de pillo callejero. Era consciente de estar estupenda. También sabía que Ethan y Jack iban a gozarla cuando les contase cómo había ido a! aeropuerto, con un melocotón de padre y señor mío, en una limusina de las más largas, aunque tuvo que reconocer que le desagradaba tener que escuchar los relatos ajenos sobre la ingestión de alcohol o el consumo de drogas, las cantidades, los episodios cómicos subsiguientes, etcétera. Fuera como fuese, los dos se alegrarían de vería y de ver su atuendo. Se sentía de maravilla ante el mero hecho de marcharse. Maine estaba por allá arriba, en alguna parte, con sus inmensidades de granito y de pino. Se imaginó la cara de Jack cuando apareciese en la zona de llegadas del aeropuerto, se imaginó el efusivo saludo de Ethan. Supondría una tajante separación del mundo de las legalidades y las exigencias, una edificante pérdida de definición. Se sirvió otro vaso en el tapón. Cuando el terreno se fue allanando, cada vez más desierto, supo que se encontraba en las inmediaciones del aeropuerto. Era un paisaje que daba acceso inmediato a una sensación de derecho preferente de compra. Bajó las persianas de las ventanillas y siguió el resto del trayecto en la penumbra, dando sorbos con plena conciencia al vaso del termo.

Lyle se quedó ligeramente sorprendido por lo mucho que disfrutó del hecho de estar solo. Todo quedó al margen, la caótica expansión de los hábitos conyugales. Recorrió el apartamento, se fijó en los limites vencidos como plazos fijos, en una modificación de la vista de las líneas y los planos. Por descontado, carecía de la misma calidez de antaño, pero había otra cosa, una espaciosa amplitud en el lugar, un re-distanciamiento de los objetos en torno a un punto común. Las cosas eran menos bruscas, menos diversas. Había una homogeneidad sensorial, una simetría radial que entrañaba no tanto su cuerpo y las habitaciones por las que pasaba, cuanto una suerte de presencia interior y sus líneas de resonancia, las posibilidades secretas del yo. La había visto, tras bajar del autobús, salir del edificio y subir a la limusina. Estaba en ese momento a media manzana de distancia. Ella se detuvo un fugaz instante en la acera, verificando que llevaba en el bolso los billetes, las llaves, todo lo demás. Las botas altas fueron una sorpresa, igual que la gorra, pues incluso desde lejos le daban un aire más cautivador físicamente, un aspecto llamativo, asombroso, y un algo vulnerable, como puede suceder en las personas atractivas, despreocupadas, cuando no saben que alguien las observa. Notó que su alma se mecía al compás de una ternura devastadora. Ella era inocente allí y en ese instante; había abandonado toda malicia, había preferido desconfiar de la experiencia. Lejos de fingirse ciego, él por fuerza hubo de sucumbir al amor. El broncíneo sobresalto del amor fue la verdad en estado puro, de las que revelan las condiciones internas, los favores, la gracia preterida que surge de nuevo a la luz.

Vio la limusina deslizarse en el fluir del tráfico. Compartió con ella su partida, la compartió por completo. No serían más que unas semanas, aunque durante ese período supo que hasta el más sencillo útil de la cocina iba a percibirlo como un objeto más nítido, más diferenciado, un objeto de la experiencia inmediata. Sus separaciones eran intensas.

9

Se cruzó varias veces con McKechnie por el parqué, pero no se dijeron nada, como de costumbre, y evitaron el contacto ocular. Lo buscó en los momentos de menos ajetreo, lo buscó de nuevo en la zona de fumadores. Esa noche lo llamó a su casa.

– Frank, se suponía que un amigo tuyo iba a ponerse en contacto conmigo.

– Ya se lo dije.

– ¿Quién es, dónde está, cuándo hablamos?

– No sé a qué se dedica, pero sé que lo hace en Langley, Virginia.

– ¿Y eso qué supone?

– Joder, Lyle.

– ¿«Joder, Lyle»? ¿Y eso qué es? ¿Joder, Lyle, sin más?

– A ver si utilizas la cabeza -dijo McKechnie.

– Mira, haz el favor de decírmelo, ¿te importa?

– Langley, joder, estado de Virginia.

– ¿«Langley, joder, estado de Virginia»? ¿Y qué es eso?

– No seas idiota. Estás siendo idiota a propósito.

– ¿Y es que hay una maldición que cae sobre uno si dice con todas las letras de qué se trata? Venga ya. ¿Qué se supone que pasa? ¿Se te salen los ojos de las cuencas?

– Mierda, tío, a veces no veas lo bobo que eres.

– Langley, Virginia.

– Eso es.

– ¿Y cuándo me toca enterarme?

– ¿Y a mí qué me cuentas?

– Se supone que se trata de alguna figura siniestra, todo el mundo anda en busca de relaciones que vinculen lo que sea con los terroristas, hay una secretaria que va por ahí según le viene en gana, que resulta que ha conocido al tipo, que al parecer tiene todavía trato con él, que tiene una fotografía en la cocina de su casa. Podría ser importante, Frank.

– No, para mí no podría serlo.

– Ni siquiera sabes a qué se dedica ese… amigo tuyo.

– No lo sé, en efecto.

– Y no lo quieres saber.

– Cuánta razón tienes, Lyle.

– Pero haga lo que haga, lo hace en Langley, Virginia.

– Joder, qué zopenco eres.

– Dilo, Frank.

– Mira, o lo sabes, o no lo sabes. Si no lo sabes, a ver si lo adivinas.

– Quiero oírtelo decir.

– Prueba a adivinarlo.

– Venga, dilo de una vez.

– Te voy a colgar -dijo McKechnie.

– Dímelo en voz baja, al oído.

– Voy a colgar el teléfono, pedazo de alcornoque.

10

La carne de Rosemary, sus amplísimos muslos, el tacto helador de su cuerpo, eran las preocupaciones de su desapego de todo vínculo común. Una vez se quedaba desnuda, raramente decía ni palabra. La agarraba, la mordía, le dejaba rastros de saliva por todas partes. La respiración de ella era lechosa. Lo único que le interesaba era el sexo más vulgar y corriente. Adecuado, pensó él. Perfectamente aceptable. ¿Por qué no? Ella lo agarraba por el cuello. Sus carnes lo obsesionaban, igual que su color, su tacto, los sutiles olores que despedía. Casi podría haber sido una niña drogada. Quiso arañarle la piel, dejarle las marcas de los dientes, moratones, cardenales, azotándola y arañándola sucesivamente. No era la actitud habitual en las tardes derrochadas. Quería meter la boca dentro de la de ella, rugir.

– Es que paso ya de todo eso. Ni se me ocurre. Lo único que me apetece es dejarlo que caiga por su propio peso. ¿No te parece que todo ei mundo, o casi todo el mundo, tiene ese mismo sentimiento sobre su trabajo, sobre el trabajo al que han dedicado todos esos años?

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