Oyó al fondo la voz de Berrington, que se elevaba por encima de los murmullos de los periodistas.
– ¡Damas y caballeros!, por favor, ¿pueden prestarme un poco de atención? -Empezó sonando irritada, pero no tardó en trocarse francamente colérica-. ¡Nos gustaría continuar con la conferencia de prensa!
No resultó. La jauría acababa de olfatear una historia de verdad y habían perdido todo interés por los discursos.
Por el rabillo del ojo Jeannie observó que el senador Proust se escabullía silenciosamente de la sala.
Un joven le puso un micrófono delante y preguntó a Jeannie:
– ¿Cómo descubrió el caso de los experimentos?
Jeannie dijo por el micrófono:
– Soy la doctora Jean Ferrami y desempeño funciones científicas en el departamento de Psicología de la Universidad Jones Falls. En el curso de mi trabajo me tropecé con este grupo de personas que parecen ser gemelos idénticos, pero que no tienen ninguna relación. Investigué. Berrington Jones intentó despedirme al objeto de impedir que descubriese la verdad. A pesar de ello, logré averiguar que los clones son el resultado de un experimento militar realizado por la Genético.
Efectuó un reconocimiento visual de la sala. ¿Dónde estaría Steve?
Steve aplicó una patada más y la tubería de desagüe saltó de la parte inferior del lavabo entre una lluvia de argamasa y esquirlas de mármol. Tiró del tubo, lo apartó de la base del lavabo y sacó la manilla por el hueco. Una vez libre, se puso en pie. Hundió la mano izquierda en el bolsillo para ocultar las esposas que le colgaban de la muñeca y abandonó el cuarto de aseo.
La sala de personalidades estaba vacía.
Al no saber con certeza lo que encontraría en la sala de conferencias, salió al pasillo.
Contigua a la sala de personalidades había una puerta con el rótulo «Sala Regencia». Más allá, corredor adelante, uno de sus dobles estaba esperando el ascensor.
– ¿Quién sería? El hombre se frotaba las muñecas, como si las tuviese doloridas; y tenía una señal roja que le cruzaba ambas mejillas, como si hubiese tenido allí una mordaza muy apretada. Aquél era Harvey, que se pasó la noche atado como un fardo.
El muchacho levanto la cabeza y captó la mirada de Steve.
Los dos se contemplaron mutuamente durante un momento. Era como mirarse en un espejo. Steve trató de profundizar, de ir más allá de la apariencia de Harvey, de leer en su rostro, mirar en su corazón y ver el cáncer que ponía maldad en su persona. Pero no pudo. Lo único que vio fue un hombre exactamente igual que él, que había avanzado por la misma carretera y luego tomó un ramal distinto.
Apartó los ojos de Harvey y entró en la Sala Regencia.
Era un pandemónium. Jeannie y Lisa estaban en medio de un hormiguero de cámaras. Vio junto a ella a un…, no dos, tres clones.
Empezó a abrirse camino hacia la muchacha.
– ¡Jeannie! -llamó.
Ella alzó la cabeza, en blanco la expresión.
– ¡Soy Steve! -se identificó él.
Mish Delaware estaba al lado de Jeannie.
– Si estás buscando a Harvey -se dirigió Steve a Mish-, lo tienes ahí fuera, esperando el ascensor.
– ¿Puedes decirme quién es éste? -le preguntó Mish a Jeannie.
– Desde luego. -Jeannie miró a Steve y dijo-: «Yo también juego un poco al tenis».
Steve sonrió.
– «Si sólo juegas un poco al tenis, lo más probable es que no estés en mi división.»
– ¡Gracias a Dios! -exclamó Jeannie. Le echó los brazos al cuello.
Steve sonrió, inclinó la cara sobre la de ella y se besaron.
Las cámaras les enfocaron, destelló un océano de fogonazos, y aquella fue la fotografía de primera página que publicaron a la mañana siguiente todos los periódicos del mundo.