Al fondo, una voz hispana gritó:
– ¡Eh, Hank, tienes esperando a cien clientes!
Hank dijo a través del teléfono:
– Empiezas a parecer un poco más convincente.
– ¿Eso significa que vas a venir?
– Diablos, no. Significa que lo pensaré cuando salga del trabajo esta noche. Ahora tengo que servir consumiciones.
– Puedes llamarme al hotel -dijo Steve, pero demasiado tarde: Hank ya había colgado.
Jeannie y Lisa le miraban expectantes.
Steve se encogió de hombros.
– No sé -dijo el muchacho en tono poco optimista-. No sé si le he convencido o no.
– Tendremos que esperar, a ver si le da por presentarse -dijo Lisa.
– ¿Cómo se gana la vida Wayne Stattner?
– Es dueño de clubes nocturnos. Probablemente ya tiene diez millones.
– En tal caso lo suyo será picarle la curiosidad. ¿Tienes su número?
– No.
Steve llamó a Información.
– Si es una celebridad puede que no figure en la guía.
– Tal vez haya un número comercial. -Le respondieron y dio el nombre. Al cabo de un momento tuvo el número. Llamó y consiguió la respuesta de un contestador automático. Dijo: Hola, Wayne, me llamo Steve Logan y como notarás enseguida mi voz es exactamente igual a la tuya. Eso se debe a que, lo creas o no, tú y yo somos idénticos. Mido metro ochenta y ocho, peso ochenta y seis kilos y nos parecemos como dos gotas de agua. Es probable que también tengamos otras más cosas en común: soy alérgico a las nueces australianas, no tengo uñas en los dedos pequeños de los pies y cuando me quedo pensativo me rasco el dorso de la mano izquierda con los dedos de la derecha. Y ahora viene lo sorprendente: no somos gemelos. Somos varios. Uno cometió un delito el domingo pasado en la Universidad Jones Falls, por eso recibiste ayer la visita de la policía de Baltimore. Y mañana al mediodía nos vamos a reunir en el hotel Stouffer de Baltimore. Ya se que resulta extraño, pero todo es verdad. Llámame al hotel, a mí o a la doctora Ferrami, o si te parece, preséntate allí sin más. Será interesante. -Colgó y miró a Jeannie-. ¿Qué te parece?
La muchacha se encogió de hombros.
– Es un individuo que puede permitirse el lujo de darse sus caprichos. Tal vez se sienta intrigado. Y un propietario de clubes nocturnos no tendrá nada especialmente apremiante que hacer el lunes por la mañana. Por otra parte, a mí no me induciría a coger el avión un recado telefónico como ese.
Sonó el teléfono y Steve lo descolgó automáticamente:
– ¡Diga!
– ¿Puedo hablar con Steve?
La voz no era familiar.
– Al aparato.
– Aquí tío Preston. Ahora te paso con tu padre.
Steve no tenía ningún tío Preston. Enarcó las cejas, desconcertado. Al cabo de unos segundos llegó otra voz por el teléfono.
– ¿Hay alguien contigo? ¿Está ella escuchando?
De súbito, Steve lo comprendió. La perplejidad dio paso al desconcierto. No sabía cómo reaccionar.
– Un momento. -Cubrió el micrófono con la mano y anunció a Jeannie-: ¡Creo que es Berrington Jones! Y me ha tomado por Harvey. ¿Qué rayos tengo que hacer?
Jeannie extendió las manos en ademán de absoluta perplejidad.
– Improvisa -fue su escueta recomendación.
– ¡Vale, muchas gracias! -Steve se llevó el aparato al oído-. Ejem, sí, Steve al habla.
– ¿Qué ocurre? ¡Llevas horas ahí!
– Supongo que si…
– ¿Has averiguado ya que trama Jeannie?
– Ejem… sí.
– Entonces vuelve aquí y cuéntanoslo.
– De acuerdo.
– No estarás atrapado de alguna manera, ¿verdad?
– No.
– Supongo que te la has estado follando.
– Si tú lo dices…
– ¡Ponte de una vez los jodidos pantalones y vuelve a casa! ¡Estamos todos en un buen lío!
– De acuerdo.
– Ahora, cuando cuelgues, dices que alguien que trabaja para el abogado de tus padres ha llamado para decirte que se te necesita en Washington lo antes posible. Esa es la excusa, te proporciona el motivo que justificará las prisas. ¿Conforme?
– Muy bien. Me tendréis ahí enseguida.
Berrington colgó y Steve hizo lo propio.
Steve hundió los hombros, aliviado.
– Creo que se la pegué.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Jeannie.
– Fue muy interesante. Parece que enviaron aquí a Harvey para que se enterara de tus intenciones. Les inquieta lo que puedas hacer con las cosas que sabes.
– ¿Les? ¿A quiénes?
– A Berrington y a alguien llamado tío Preston.
– Preston Barck, el presidente de la Genético. ¿Por qué llamaron?
– Impaciencia. Berrington se hartó de esperar. Sospecho que él y sus compinches confiaban en averiguar qué pensabas hacer para luego idear la respuesta adecuada. Me dijo que fingiera que tenía que ir a Washington para ver al abogado y que, una vez fuera de aquí, me dirigiera a su casa, a la de Berrington, a toda velocidad.
Jeannie pareció preocupada.
– Mal asunto. Cuando Harvey no se presente, Berrington comprenderá que algo marcha mal. Los de la Genético tomarán sus precauciones. Y cualquiera sabe lo que pueden hacer: trasladar la conferencia de prensa a otro lugar, reforzar la vigilancia para que no podamos acceder al local donde se celebre e incluso cancelarla y firmar los documentos en el bufete de un abogado.
Steve contempló el suelo, con la frente surcada de arrugas reflexivas. Se le había ocurrido una idea, pero no se atrevía a exponerla. Por último, dijo:
– En ese caso, Harvey debe volver a casa.
Jeannie negó con la cabeza.
– Ha estado ahí tirado todo el rato y ha oído cuanto hemos dicho. Se lo contará de pe a pa.
– No, si voy yo en su lugar.
Jeannie y Lisa se lo quedaron mirando, pasmadas.
Steve no había ultimado el plan; pensaba en voz alta.
– Iré a casa de Berrington y me haré pasar por Harvey. Les tranquilizaré.
– Es muy arriesgado, Steve. No sabes nada acerca de su vida. Ni siquiera sabes dónde está el lavabo.
– Si Harvey pudo engañarte a ti, supongo que yo puedo engañar a Berrington -Steve trató de demostrar más confianza de la que sentía.
– Harvey no me engañó. Le descubrí.
– Te engañó durante un rato.
– Menos de una hora. Tú tendrías que estar con ellos más tiempo.
– No mucho. Normalmente, Harvey vuelve a Filadelfia el domingo por la tarde, lo sabemos. Estaré aquí de vuelta para la medianoche.
– Pero Berrington es el padre de Harvey. Es imposible.
Steve no ignoraba que Jeannie tenía razón.
– ¿Tienes una idea mejor?
Tras un prolongado momento de meditación, Jeannie dijo:
– No.
Steve se puso los pantalones de pana azul y el jersey azul celeste de Harvey, cogió el Datsun de éste y se dirigió a Roland Park. Había oscurecido cuando llegó a la casa de Berrington. Aparcó detrás de un Lincoln Town Car y permaneció unos instantes en el asiento, a fin de hacer acopio de valor.
Tenía que actuar sin fallos. Como descubrieran su impostura, Jeannie estaría acabada. Pero no contaba con ninguna base, ninguna información sobre la que proceder. Debería mantener continuamente alerta los cinco sentidos, ser sensible a lo que pudiera surgir, no perder la calma en el caso de cometer algún error. Deseó ser actor.
¿De qué talante se encontraría Harvey?, se preguntó. Su padre le había llamado a casa más bien de manera perentoria. El chico debería estar pasándoselo bomba con Jeannie. Pensó que estaría de un humor de perros.
Suspiró. No podía aplazar por más tiempo el temido instante. Se apeó del coche y anduvo hacia la puerta frontal.
Había varias llaves en el llavero de Harvey. Steve escudriñó la cerradura de la puerta de entrada a la casa. Le pareció distinguir la palabra «Yale». Busco una llave Yale. Antes de que la hubiera seleccionado Berrington abrió la puerta.
– ¿Qué haces ahí como un pasmarote? -preguntó enojado-. Entra de una vez.
Steve entró.
– Ve al estudio -ordenó Berrington.
«¿Dónde rayos está el estudio?» Steve combatió como pudo la oleada de pánico. Era una casa suburbana en serie, estilo rancho, de dos niveles, típica construcción de los setenta. A su izquierda, pasado un arco, vio un salón con mobiliario formal y en el que no había nadie. Al frente había un pasillo con varias puertas, que, aventuró, darían paso a los dormitorios. A su derecha tenía dos puertas cerradas. Probablemente, una de ellas sería la del estudio…, pero ¿cuál?
– Ve al estudio -repitió Berrington, como si fuera posible que no le hubiese oído la primera vez.
Steve eligió una puerta al azar. Se equivocó. Era un lavabo.
Berrington le lanzó una mirada cargada de irritación.
Steve vaciló un segundo, pero recordó al instante que teóricamente debía de estar de mal humor.
– Puedo echar una meada primero, ¿no? -saltó. Sin esperar contestación, entró y cerró la puerta. Era el aseo de los invitados, con una taza de inodoro y un lavabo. Se inclinó por encima de la taza y se echó un vistazo en el espejo.
– Tienes que estar loco -le dijo a su imagen. Tiró de la cadena, se lavó las manos y salió.
Oyó voces masculinas que sonaban más al interior de la casa. Abrió la puerta siguiente a la del lavabo: aquel era el estudio. Entró, cerró la puerta a su espalda y lanzó una rápida ojeada a la estancia. Había una mesa escritorio, un archivador de madera, numerosas estanterías, un televisor y algunos sofás. Encima de la mesa vio la fotografía de una mujer rubia, de unos cuarenta años, vestida con prendas pasadas de moda, parecían de veinte años atrás. Llevaba un niño en brazos. «¿La ex esposa de Berrington? ¿Mi "madre"?»
Abrió los cajones del escritorio, uno tras otro, y examinó su interior; después miró en el archivador. Había una botella de whisky escocés Springbank y unos vasos de cristal en el departamento inferior, casi como si pretendieran tenerlos escondidos allí. Tal vez se trataba de un capricho de Berrington. Acababa de cerrar el cajón del archivador cuando se abrió la puerta y entró Berrington, seguido por otros dos hombres. Steve reconoció al senador Proust, cuya enorme cabeza calva y su no menos inmensa nariz le eran familiares por haberle visto en los noticiarios de la televisión. Supuso que el hombre de pelo negro y aire tranquilo seria el «tío» Preston Barck, el presidente de la Genético.
Recordó que él, Harvey, estaba de muy mal humor.
– No hacía falta que me obligaseis a venir aquí tan condenadamente deprisa.