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– ¡Lo conseguiste! -exclamó. Le echó los brazos al cuello. Y entonces se le ocurrió una pega-. Pero ¿cuál de los ocho cometió la violación?

– Tendremos que descubrirlo -dijo Steve-. Y no va a ser fácil. La dirección que tenemos de cada uno de ellos es la del lugar donde vivían sus padres en la fecha en que los chicos nacieron. Casi con toda seguridad habrán cambiado.

– Podemos rastrearlas. Esa es la especialidad de Lisa. -Jeannie se puso en pie-. Será mejor que vuelva a Baltimore. Esto va a llevar casi toda la noche.

– Iré contigo.

– ¿Y tu padre? Tienes que arrancarlo de las manos de la policía militar.

– Haces falta aquí, Steve -corroboró Lorraine-. Ahora mismo llamo a nuestro abogado, tengo su número particular, pero tú tendrás que contarle lo sucedido.

– Está bien -se avino Steve de mala gana.

– Tengo que llamar a Lisa antes de salir, para que esté a punto -dijo Jeannie. El teléfono descansaba encima de la mesa del patio-. ¿Puedo?

– Naturalmente.

Marcó el número de Lisa. El teléfono sonó cuatro veces en el otro extremo de la línea y luego se produjo la típica pausa previa a la puesta en funcionamiento del contestador automático.

– Maldita sea -se lamentó Jeannie, mientras escuchaba el mensaje de Lisa. Cuando concluyó, Jeannie dijo-: Llámame, Lisa, por favor. En este momento salgo de Washington; estaré en casa alrededor de las diez. Ha sucedido algo importante de veras.

Colgó.

– Te acompañaré a tu coche -se ofreció Steve.

Jeannie se despidió de Lorraine, quien le dio un caluroso abrazo.

Fuera, Steve le tendió el disquete. -Cuídalo -recomendó-. No hay ninguna copia y tampoco tendremos otra oportunidad.

Jeannie lo guardó en el bolso de mano.

– No te preocupes. También es mi futuro. Le besó con fuerza.

– ¡Muy bien! -dijo Steve al cabo de un momento-. ¿Podríamos repetirlo pronto un montón de veces?

– Sí. Pero procura no arriesgarte mientras llega el momento. No me gustaría perderte. Ten cuidado.

– Me encanta que te preocupes por mí -sonrió Steve-. Casi merece la pena.

Ella volvió a besarle; con suavidad esta vez.

– Te llamaré.

Subió al coche y arrancó. Condujo a bastante velocidad y antes de una hora ya estaba en casa.

Se sintió decepcionada al no encontrar ningún recado de Lisa en el contestador. Se preguntó, inquieta, si no estaría Lisa dormida o enfrascada viendo la tele, sin molestarse en escuchar los mensajes. «Que no cunda el pánico», se dijo. Salió corriendo y condujo hasta el domicilio de Lisa, un edificio de apartamentos en Charles Village. Pulsó el timbre del portero automático, pero no hubo respuesta. ¿Adónde diablos habría ido Lisa? No tenía un novio con el que salir el sábado por la noche. «Por favor, Dios santo, que no se haya ido a Pittsburg a ver a su madre.»

Lisa ocupaba el 12B. Jeannie tocó el timbre del 12A. Tampoco le contestaron. Hirviendo de frustración, probó con el 12C. Una voz masculina que rezumaba mala uva preguntó:

– ¿Sí, quién es?

– Perdone que le moleste, pero soy amiga de Lisa Hoxton, su vecina del piso de al lado y necesito con verdadera urgencia ponerme en contacto con ella. ¿Por casualidad no sabe usted dónde está?

La voz malhumorada replicó:

– ¿Dónde te crees que estás, joven… en la aldea de Hicksville? Ni siquiera sé qué aspecto tiene esa vecina.

– ¿De dónde es usted, de Nueva York? -se dirigió Jeannie, furiosa, al insensible altavoz.

Volvió a casa, conduciendo como si participase en una carrera, y llamó al contestador automático de Lisa.

– Lisa, por favor, llámame en el preciso instante en que llegues, sea la hora de la madrugada que sea. Estaré esperando junto al teléfono.

A partir de ahí, ya no podía hacer nada más. Sin Lisa, ni siquiera le era posible entrar en la Loquería. Tomó una ducha y se envolvió en su albornoz color fucsia. Le pareció que tenía apetito y pasó por el microondas un bollo de canela congelado, pero comer le revolvía el estómago, así que lo arrojó y bebió un café con leche. Le hubiera gustado tener el televisor para distraerse.

Sacó la foto de Steve que le había dado Charles. Tendría que buscarle un marco. Le puso un imán y la pegó en la puerta del frigorífico.

Se animó entonces a mirar sus álbumes de fotografías. Sonrió al ver a su padre con traje marrón a rayas blancas, de anchas solapas y pantalones acampanados, de pie junto a un Thunderbird color turquesa. Había varias páginas dedicadas a Jeannie con blanca vestimenta de tenis, mientras alzaba en triunfo diversas placas y copas de plata. Allí estaba mamá empujando un anticuado cochecito de ruedas en el que iba Patty. Y allí estaba Will Temple tocado con un sombrero de vaquero, haciendo el ganso y provocando las carcajadas de Jeannie…

Sonó el teléfono.

Jeannie dio un salto y el álbum de fotografías fue a parar al suelo mientras ella cogía el auricular.

– ¿Lisa?

– Hola, Jeannie. ¿Qué es esa emergencia tan importante?

Jeannie se dejó caer en el sofá, débil de gratitud.

– ¡Gracias a Dios! Te estoy llamando desde hace horas, ¿dónde anduviste?

– Fui al cine con Catherine y Bill. ¿Es eso un crimen?

– Lo siento. No tengo derecho a someterte al tercer grado…

– Está bien. Soy tu amiga. Puedes echarme los perros si quieres. Yo haré lo mismo contigo algún día.

Jeannie se echó a reír.

– Gracias. Escucha. Tengo una lista de cinco nombres de personas que pueden ser dobles de Steve. -Quitaba importancia al caso deliberadamente; lo cierto era que apenas podía tragar saliva-. Necesito rastrearlos, localizarlos esta noche. ¿Me ayudarás?

Hubo una pausa.

– Jeannie, casi me vi en un aprieto serio cuando intenté entrar en tu despacho. Faltó muy poco para que al guardia de seguridad y a mí nos despidieran. Me gustaría ayudarte, pero necesito este empleo.

Un ramalazo de gélida aprensión surcó el ánimo de Jeannie. «No, no puedes dejarme en la estacada, ahora que estoy tan cerca, no.»

– Por favor.

– Estoy asustada.

Una determinación feroz sustituyó al temor. «Rayos, no voy a permitir que te escabullas de esto así como así.»

– Casi estamos a domingo, Lisa. -«No me gusta hacerte esto, pero no me queda otro remedio.» -Hace ocho días entré en un edificio en llamas para ir en tu busca.

– Lo sé, lo sé.

– También yo estaba asustada entonces.

Un prolongado silencio.

– Tienes razón -dijo Lisa por último-. Está bien. Lo haré.

Jeannie contuvo un grito de triunfo.

– ¿Cuánto tardaras en llegar allí?

– Quince minutos.

– Nos encontraremos en la entrada.

Jeannie colgó. Entró corriendo en el dormitorio, dejó caer el albornoz sobre el suelo y se puso unos vaqueros negros y una camiseta azul turquesa. Se echó sobre los hombros una cazadora Levis negra y se precipitó escaleras abajo.

Salió de casa a medianoche.

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