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– No os merezco, chicas, lo sé -reconoció el padre, al tiempo que se sentaba de nuevo.

– Te traeré otra taza de café -ofreció Patty.

El cirujano del televisor decía: «Vayámonos, tu y yo solos, a algún lugar maravilloso», y la beldad respondía: «¿Y tu esposa?», lo que obligaba al médico a poner una cara muy larga. Jeannie apagó el aparato y se sentó junto a su padre.

– ¿Qué has querido dar a entender cuando dijiste que has perdido las agallas? -preguntó, curiosa-. ¿Qué ha pasado?

El hombre suspiró.

– Cuando salí de la cárcel fui a echarle un vistazo, en plan reconocimiento del terreno, a un edificio de Georgetown. Se trataba de un pequeño negocio, una sociedad de arquitectos que acababa de reequipar completamente su estudio con algo así como quince o veinte ordenadores personales y otros aparatos por el estilo, impresoras y máquinas de fax. El tipo que suministró el equipo me dio el soplo y me propuso el asunto: iba a comprarme los aparatos y se los volvería a vender a la empresa cuando cobrara el dinero del seguro. El golpe me proporcionaría diez mil dólares.

– No quiero que mis chicos oigan esto -dijo Patty.

Se cercioró de que no estaban en el pasillo y cerró la puerta del salón.

– ¿Qué salió mal? -le preguntó Jeannie a su padre.

– Llevé la furgoneta, en marcha atrás, a la parte posterior del edificio, desconecté la alarma antirrobo y abrí la puerta del andén de carga. Entonces empecé a pensar en lo que ocurriría si apareciese por allí un poli. En los viejos tiempos eso siempre me había importado un rábano, pero calculo que han pasado diez años desde la última vez que hice un trabajo así. De todas formas, estaba tan arrugado que empecé a temblar. Entré en el edificio, desenchufé un ordenador, lo saqué, lo cargué en la furgoneta y me largué a toda pastilla. Al día siguiente fui a tu casa.

– Y me robaste.

– No tenía intención de hacerlo, cariño. Creí que me ayudarías; levantar cabeza y a encontrar alguna clase de trabajo legal. Luego cuando te fuiste, la vieja vocación se apoderó de mí. Estaba allí sentado, con la cadena estereofónica ante los ojos, y entonces pensé que podría sacar doscientos pavos por ella, y quizás otros cien por el televisor, así que arramblé con los aparatos. Te juro que después de venderlos me entraron ganas de suicidarme.

– Pero no te suicidaste.

– ¡Jeannie! -se escandalizó Patty.

– Tomé unos tragos -siguió explicando el padre-, me lié en una partida de póquer y por la mañana estaba otra vez en la más negra miseria.

– Así que viniste a ver a Patty.

– No te haré eso a ti, Patty. No se lo haré a nadie nunca jamás. Voy a ir por el camino recto.

– ¡Más te vale! -dijo Patty.

– He de hacerlo, no tengo más remedio.

– Pero todavía no -dijo Jeannie.

Los dos se la quedaron mirando. Patty preguntó nerviosamente:

– Jeannie, ¿de qué estás hablando?

– Tienes que hacer un trabajo más -dijo Jeannie a su padre-. Para mí. Un robo. Esta noche.

42

Empezaba a oscurecer cuando llegaron al campus de la Jones Falls.

– Es una lástima que no tengamos un coche más discreto -comentó el padre, mientras Jeannie conducía el Mercedes rojo hacia el aparcamiento destinado a estudiantes-. Un Ford Taurus estaría bien, o un Buick Regal. Se ven cincuenta de esos al día, nadie los recuerda.

Se apeó del vehículo, con una deslucida cartera de cuero marrón en la mano. La camisa de cuadros y los arrugados pantalones, junto con la alborotada pelambrera y los deslustrados zapatos, inducían a cualquiera a tomarle por un profesor del centro.

Jeannie se sentía extraña. Estaba enterada desde años atrás de que su padre era un ladrón, pero ella nunca había cometido un delito más grave que el de conducir a ciento diez kilómetros por hora. Ahora estaba a punto de entrar ilegalmente en un edificio. Era como cruzar una frontera significativa. No creía hacer nada malo, pero, con todo, la imagen que tenía de sí misma vacilaba un poco. Siempre se había tenido por una ciudadana respetuosa de la ley. Siempre le pareció que los delincuentes, incluido su padre, pertenecían a otra especie. Ahora se estaba integrando en el gremio de los criminales.

Casi todos los estudiantes y profesores se habían ido a casa, pero aún quedaban unas cuantas personas yendo por allí de un lado para otro: profesores que trabajaban hasta tarde, alumnos que asistían a alguna reunión o acontecimiento social, bedeles que echaban la llave y guardias de seguridad que cumplían sus rondas. Jeannie confió en no tropezarse con alguien que la conociese.

Estaba tensa como una cuerda de guitarra, a punto de saltar. Temía por su padre más que por ella misma. Caso de que los sorprendieran, sería profundamente humillante para ella, pero nada más; los tribunales no la envían a una a la cárcel por entrar a la fuerza en el propio despacho y robar un disquete. Pero a su padre, con los antecedentes que tenía le iban a caer unos cuantos años. Sería anciano cuando saliera de la cárcel.

Empezaron a encenderse las farolas de la calle y las luces exteriores de los edificios. Jeannie y su padre dejaron atrás la pista de tenis, donde dos mujeres jugaban bajo la claridad de los focos. Jeannie recordó la escena cuando Steve le dirigió la palabra por primera vez, el domingo anterior. Se lo había quitado de encima automáticamente, pero el muchacho no dejó de mostrarse confiado y satisfecho de sí mismo. ¡Qué equivocada estuvo en su primera impresión del chico!

Indicó con la cabeza el Pabellón de Psicología Ruth W. Acorn.

– Es ahí -dijo-. Todo el mundo lo llama la Loquería.

– Sigue andando al mismo ritmo de marcha -aconsejó el hombre-. ¿Cómo se entra por la puerta frontal?

– Se abre con una tarjeta de plástico, lo mismo que la puerta de mi despacho. Puedo conseguir que alguien me preste una.

– No hace falta. Me molestan los cómplices. ¿Por dónde se va a la parte posterior?

– Te lo enseñaré.

Un sendero cruzaba el césped de la otra parte lateral de la Loquería, hacia la zona de aparcamiento destinada a los visitantes. Jeannie lo siguió, hasta desembocar en el patio pavimentado de la parte trasera del edificio. Su padre recorrió con mirada profesional la elevación que había detrás.

– ¿Qué es esa puerta? -señaló.

– Creo que es una salida de incendios.

El hombre asintió con la cabeza.

– Probablemente tendrá un travesaño al nivel de la cintura, la clase de barra que abre la puerta si uno la empuja.

– Creo que sí. ¿Vamos a entrar por ahí?

– Sí.

Jeannie recordó que por dentro había un letrero que decía: «PUERTA DOTADA DE SISTEMA DE ALARMA».

– Dispararás la alarma -advirtió.

– De eso, ni hablar -respondió su padre. El hombre miro en torno-. ¿Pasa mucha gente por aquí detrás?

– No. De noche, sobre todo, no suele venir nadie.

– Muy bien. Manos a la obra.

Depositó la cartera en el suelo, la abrió y extrajo de ella una cajita de plástico negro, con una esfera. Pulsó un botón y lo mantuvo apretado mientras recorría con la cajita el marco de la puerta, fija la mirada en la esfera. La aguja empezó a oscilar al llegar la cajita a la esquina superior derecha de la puerta. El padre de Jeannie emitió un gruñido de satisfacción.

Devolvió la cajita al interior de la cartera y sacó otro aparato similar, junto con un rollo de cinta aislante. Fijó el aparato a la esquina superior derecha de la puerta y accionó un interruptor. Empezó a oírse un leve zumbido sordo.

– Eso confundirá a la alarma antirrobo -dijo.

Tomó un largo trozo de alambre que tiempo atrás había sido un colgador de camisas de los que usan en las lavanderías. Lo dobló con cuidado hasta que adoptó la adecuada forma retorcida e insertó una punta en la rendija de la puerta. Movió el alambre durante unos segundos y luego dio un tirón.

La puerta se abrió.

No sonó la alarma.

Recogió la cartera y entró en el edificio.

– Espera -dijo Jeannie-. Esto no está bien. Cierra la puerta y volvamos a casa.

– Ea, vamos, no tengas miedo.

– No puedo hacerte esto. Si te cogen, vas a estar en la cárcel hasta los setenta años.

– Jeannie, quiero hacerlo. He sido para ti un padre pésimo durante demasiado tiempo. Es mi ocasión de ayudarte, para variar. Tiene mucha importancia para mí. Vamos, por favor.

Jeannie entró.

Su padre cerró la puerta.

– Indícame el camino.

Jeannie subió corriendo por la escalera de incendios hasta la segunda planta y luego recorrió el pasillo y llegó a su despacho. Señaló la puerta.

El padre sacó de la cartera otro instrumento electrónico. Este llevaba una placa metálica del tamaño de una tarjeta de cuenta, unida mediante cables. Introdujo la placa en el lector de instrumentos y accionó el interruptor del instrumento.

– Prueba toda posible combinación -explicó.

A Jeannie le maravilló lo fácilmente que su padre había entrado en un edificio que disponía de un sistema de seguridad con los últimos adelantos.

– ¿Quieres que te diga una cosa? -declaró el hombre-. ¡No tengo ni pizca de miedo!

– Cielo santo, pues yo sí -confesó Jeannie.

– No, en serio, he recuperado el valor, quizá porque tú vienes conmigo. -Sonrió-. Vaya, podríamos formar equipo.

Ella movió negativamente la cabeza.

– Olvídalo. No aguantaría la tensión.

Se le ocurrió que era posible que Berrington hubiese entrado allí y se hubiese llevado el ordenador y todos los disquetes. Habría sido espantoso que hubieran corrido aquel riesgo tan terrible para nada.

– ¿Cuánto tardarás? -preguntó, impaciente.

– Cuestión de un segundo.

Al cabo de un momento, la puerta giró suavemente sobre sus goznes.

– ¿No vas a pasar? -incitó el padre, orgulloso.

Jeannie entró y encendió la luz. Su computadora seguía encima de la mesa. Abrió el cajón de la mesa. Allí estaba su caja de disquetes de seguridad. La examinó a toda velocidad. El disquete de COMPRAS.LST se encontraba dentro. Lo cogió.

– Gracias a Dios.

Ahora que lo tenía en su poder no le era posible perder un segundo en leer la información que contenía. Aunque anhelaba desesperadamente verse fuera de la Loquería, le tentación de echar un vistazo al archivo en aquel preciso instante era muy fuerte. En casa no tenía ordenador; papá lo había vendido. Para leer el disco iba a tener que pedir prestado un ordenador. Lo que requeriría tiempo y explicaciones.

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