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Quinn hizo caso omiso y preguntó a Berrington:

– ¿Cuál fue la reacción de la doctora Ferrami?

– Se puso muy furiosa…

– ¡Maldito embustero! -gritó Jeannie.

Berrington enrojeció ante la acusación.

Intervino Jack Budgen: -Por favor, nada de interrupciones -dijo.

Steve clavó la vista en la comisión. Todos sus miembros miraban a Jeannie; apenas podían evitarlo. Apoyó una mano en el brazo de la muchacha, como si pretendiera contenerla.

– ¡Está diciendo mentiras con todo el descaro del mundo! -protestó indignada Jeannie.

– ¿Qué esperabas? -dijo Steve en voz baja-. Su juego es la agresividad.

– Lo siento -murmuró Jeannie.

– No lo sientas -le aconsejó Steve al oído-. Sigue así. Verán que tu indignación es auténtica.

Berrington continuó:

– Se mostró irritable, justo como ahora. Me dijo que podía hacer lo que le diese la gana, que tenía un contrato.

Uno de los hombres de la comisión, Tenniel Biddenham, frunció el ceño siniestramente: saltaba a la vista que le fastidiaba que un miembro subalterno del profesorado restregase por la cara su contrato al profesor que estaba por encima de él. Steve comprendió que Berrington era listo. Sabía como darle la vuelta al asunto de modo que un punto en contra suya se tornara a su favor.

Quinn pregunto a Berrington:

– ¿Qué hizo usted?

– Bueno, comprendí que podía equivocarme. No soy abogado, así que decidí procurarme asesoramiento jurídico. Si mis temores se confirmaban, podría mostrar a la doctora Ferrami pruebas independientes. Pero si resultaba que lo que ella estaba haciendo no causaba perjuicio a nadie, yo podría abandonar el asunto sin que hubiese enfrentamiento de ninguna clase.

– ¿Y recibió usted ese asesoramiento jurídico?

– Tal como se desarrolló todo, me vi rebasado por los acontecimientos. Antes de que tuviese tiempo de consultar a un abogado, el New York Times se enteró del caso.

– Mentiras -susurró Jeannie.

– ¿Estás segura? -le preguntó Steve.

– Desde luego.

Steve tomó nota.

– Tenga la bondad de decirnos qué sucedió el miércoles -pidió Quinn a Berrington.

– Mis peores temores se hicieron reales. El presidente de la universidad, Maurice Obell, me llamó a su despacho y me pidió que le explicara por qué estaba recibiendo virulentas llamadas de la prensa relativas a la investigación que se estaba llevando a cabo en mi departamento. Redactamos un borrador de comunicado de prensa como base de discusión y convocamos a la doctora Ferrami.

– ¡Santo cielo! -musitó Jeannie.

Berrington prosiguió:

– Ella se negó en redondo a hablar del comunicado de prensa. De nuevo abrió la caja de los truenos, insistió en que haría lo que le viniese en gana, y se marchó hecha un basilisco.

Steve lanzó una mirada interrogadora a Jeannie, que dijo en voz baja:

– Una mentira muy hábil. Me presentaron la nota de prensa como un hecho consumado.

Steve asintió con la cabeza, pero decidió no sacar a relucir aquel punto en el contrainterrogatorio. De todas formas, los miembros de la comisión probablemente opinarían que Jeannie no debió de salir del despacho de Obell hecha una fiera.

– La periodista nos dijo que la edición se cerraba al mediodía y esa era su hora límite -continuó Berrington en tono normal-. El doctor Obell comprendió que la universidad tenía que decir algo definitivo, y debo confesar que, por mi parte, estaba de acuerdo con él al ciento por ciento.

– ¿Y el comunicado de prensa tuvo el efecto que esperaban?

– No. Fue un fracaso absoluto. Pero porque la doctora Ferrami lo saboteó por completo. Dijo a la reportera que pasaba de nosotros y que no podíamos hacer absolutamente nada al respecto.

– ¿Alguien ajeno a la universidad hizo comentarios referentes a la historia?

– Ciertamente.

Algo relativo al modo en que Berrington respondió a la pregunta hizo sonar un timbre de alarma en la cabeza de Steve, que tomó unas notas.

– Recibí una llamada telefónica de Preston Barck, presidente de la Genético, firma que es una importante benefactora de la universidad y, particularmente, financia todo el programa de investigación de los gemelos -prosiguió Berrington-. Como es lógico, le preocupaba la forma en que se invertía su dinero. El artículo daba la impresión de que las autoridades universitarias se veían impotentes. Preston llegó a preguntarme: «De cualquier modo, ¿quién dirige ese maldito colegio?». Fue muy embarazoso.

– ¿Era esa su principal preocupación? ¿La incomodidad de verse desobedecido por un miembro subalterno del profesorado?

– Claro que no. El problema principal lo constituía el perjuicio que el trabajo de la doctora Ferrami pudiera causar a la Jones Falls.

Un movimiento inteligente, pensó Steve. En el fondo de sus corazones a todos los miembros de la comisión les sentaría como un tiro que los desafiara un profesor auxiliar, y Berrington se había ganado su simpatía. Pero Quinn había actuado con rapidez para situar la queja en peso en un nivel mental más alto, de modo que pudieran decirse que al despedir a Jeannie, no sólo castigaban a un subordinado rebelde, sino que también protegían a la universidad.

– Una universidad -dijo Berrington- ha de ser sensible a las cuestiones de la intimidad personal. Los donantes nos dan dinero y los estudiantes compiten por las plazas que tenemos aquí, porque esta es una de las instituciones educativas más venerables de la nación. La simple insinuación de que somos negligentes en la defensa de los derechos civiles de las personas es muy perjudicial.

Era una formulación expuesta con elocuencia y sosiego y que todo el grupo aprobaría. Steve inclinó la cabeza para manifestar que también la suscribía, con la esperanza de que los miembros de la comisión se percatasen al final de que aquel no era el punto que se debatía.

Quinn preguntó a Berrington:

– En ese punto, ¿a cuántas opciones se enfrentaba?

– Exactamente a una. Teníamos que dejar bien claro que no convalidábamos la violación de la intimidad por parte de los investigadores universitarios. Y también necesitábamos demostrar que poseíamos la autoridad precisa para obligar a cumplir nuestras propias reglas. El modo de hacerlo era despedir a la doctora Ferrami. No existía otra alternativa.

– Gracias, profesor -dijo Quinn, y se sentó.

Steve se sentía pesimista. Quinn era todo lo hábil que podía esperarse de él e incluso algo más. Berrington se había manifestado convincente. Había presentado la imagen de un hombre razonable y preocupado que se esforzaba al máximo para tratar con una subordinada negligente e iracunda. Resultaba todavía más creíble al existir un enlace con la realidad: Jeannie tenía muy mal genio.

Pero esa no era la verdad. Eso era todo lo que tenía para él. Jeannie estaba en lo cierto. Era cuestión de demostrarlo.

– ¿Tiene alguna pregunta, señor Logan? -dijo Jack Budgen.

– Desde luego -repuso Steve. Hizo una pausa para ordenar sus ideas.

Aquella era su fantasía. No estaba en una sala de tribunal, ni siquiera era abogado, pero estaba defendiendo a una persona desvalida frente a la injusticia de una institución poderosa. Lo tenía todo en contra, pero la verdad estaba de su parte. Era lo que había soñado.

Se puso en pie y miró a Berrington con dureza. Si la teoría de Jeannie era cierta, el hombre tenía que sentirse extraño en aquella situación. Debía de ser como el doctor Frankenstein interrogado por su propio monstruo. Steve deseaba jugar un poco con eso, sacudir la compostura de Berrington, antes de empezar a hacerle las preguntas materiales.

– Usted me conoce, ¿verdad, profesor? -dijo Steve.

Berrington pareció alarmarse un poco.

– Ah… creo que nos vimos el lunes, sí.

– Y lo sabe todo acerca de mí.

– No…, no acabo de entenderle.

– En el laboratorio me sometieron durante un día completo a toda clase de pruebas, así que posee usted una gran cantidad de información sobre mí.

– Ahora sé adónde quiere ir a parar, sí. El desconcierto había tomado carta de naturaleza en Berrington.

Steve se situó detrás de la silla de Jeannie, para que todos pudieran verla. Era mucho más difícil pensar mal de alguien que le devuelve a uno la mirada con expresión abierta y sin miedo.

– Profesor, permítame empezar con la primera declaración que ha hecho, según la cual acudió en busca de consejo jurídico tras su conversación el lunes con la doctora Ferrami.

– Sí.

– ¿De veras no había visto a ningún abogado?

– No, los acontecimientos me rebasaron.

– ¿No concertó ninguna cita con un abogado?

– No tuve tiempo…

– En los dos días que transcurrieron entre su conversación con la doctora Ferrami y el doctor Obell referente al New York Times , ¿ni siquiera indicó a su secretaria que concertase una cita con un abogado?

– No.

– ¿Ni preguntó a nadie o habló con sus colegas, para que le sugiriesen el nombre de un jurisconsulto apropiado?

– No.

– En realidad, esta afirmación no está usted en condiciones de autentificarla.

Berrington sonrió pleno de confianza.

– Sin embargo, tengo fama de hombre honesto.

– La doctora Ferrami recuerda la conversación con toda claridad.

– Bueno.

– Dice que usted no hizo mención alguna a problemas legales ni a cuestiones de privacidad; lo único que a usted le preocupaba era el funcionamiento del programa de búsqueda.

– Quizá se le ha olvidado.

– O quizás es la memoria de usted la que se equivoca. -Steve se dio cuenta de que se había apuntado aquel tanto y cambio súbitamente de rumbo-. La reportera del New York Times, la señora Freelander, ¿dijo cómo llegó a su conocimiento el trabajo de la doctora Ferrami?

– Si lo hizo, el doctor Obell no me lo mencionó.

– De modo que usted no lo preguntó.

– No.

– ¿No se le ocurrió preguntarse cómo pudo enterarse la periodista del asunto?

– Supongo que di por supuesto que los reporteros tienen sus fuentes.

– Puesto que la doctora Ferrami no ha publicado nada acerca de este proyecto, la fuente tiene que haber sido algún particular.

Berrington vaciló y lanzó una mirada a Quinn, en petición de ayuda. Quinn se puso en pie.

– Señor -se dirigió a Jack Budgen-, al testigo no se le puede pedir que haga especulaciones.

Budgen asintió.

– Pero esta es una audiencia no oficial… -dijo Steve-, no tenemos por qué ceñirnos estrictamente a los rígidos procedimientos de una sala de Justicia.

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