Jane hundió la cuchara en lo que parecía alguna incógnita clase de postre.
– Ni siquiera me doy cuenta de lo que como, Berry, pienso en mi acelerador de partículas. Háblame de esa nueva biblioteca.
En otro tiempo, Berrington había sido igual que ella: un obseso del trabajo. Nunca se permitió ir por ahí con aspecto de vagabundo, debido a ello, pero si fue un joven científico que había vivido por la emoción del descubrimiento. Sin embargo, su existencia tomó otro rumbo. Sus libros fueron trabajos de divulgación de obras ajenas; en quince o veinte años no había escrito nada original. Se preguntó fugazmente si habría sido más feliz de elegir otra opción. La zarrapastrosa Jane, que engullía comida barata mientras le daba vueltas en la cabeza a problemas de física nuclear, tenía un aire de tranquilidad y satisfacción que Berrington jamás llegó a conocer.
Y no podía decirse que se las estuviera arreglando bien para encandilarla. Jane era demasiado lista. Tal vez debería halagarla intelectualmente.
– Creo que mereces que tus ingresos sean más altos. Eres el físico más veterano y competente del campus, uno de los científicos más distinguidos que tiene la UJF… debes participar en el proyecto de esta biblioteca.
– ¿Es que va a materializarse?
– Creo que la Genético está dispuesta a financiarla.
– Vaya, esa sí que es una buena noticia. Pero ¿qué interés tienes tú?
– Hace treinta años me hice un nombre a base de empezar a preguntar qué características humanas se heredan y cuáles se aprenden. Gracias a mi trabajo y al de otros como yo, ahora sabemos que la herencia genética de los seres humanos es más importante que la instrucción y el entorno, a la hora de determinar un radio completo de rasgos psicológicos.
– Constitución, no educación.
– Exacto. Demostré que el ser humano es su ADN. A la generación joven le interesa el modo en que funciona este proceso. Qué es el mecanismo a través del cual una combinación de sustancias químicas me proporciona ojos azules, en tanto otra combinación te los facilita a ti de un color castaño oscuro profundo, casi como el chocolate, supongo.
– ¡Berry! -dijo Jane con una sonrisa irónica-. Si fuese una secretaria de treinta años y pechos provocativos podría pensar que tratas de ligarme.
Esto ya va mejor, se dijo Berrington. Por fin se había suavizado.
– ¿Provocativos? -sonrió. Miró con deliberado descaro el busto de Jane y luego desvió la vista hacia su rostro-. Creo que uno es tan provocativo como se siente.
Ella se echó a reír, pero Berrington comprendió que estaba muy complacida. Por fin llegaba a alguna parte con ella. Y entonces Jane dijo:
– Tengo que irme.
Maldición. No podía conservar el dominio de aquella interacción. Debía recuperar su interés de inmediato. Se levantó, dispuesto a marcharse con ella.
– Probablemente habrá un comité que supervisará la creación de la nueva biblioteca -manifestó cuando abandonaban la cafetería-. Quisiera que me dieses tu opinión respecto a las personas susceptibles de formarlo.
– ¡Cielos! Tendré que pensar luego en ello. Ahora he de dar una clase sobre antimateria.
Maldita sea, se me está escapando de entre las manos, pensó Berrington.
A continuación, Jane dijo:
– ¿Podemos volver a hablar del asunto?
Berrington se agarró a aquel clavo ardiendo.
– ¿Mientras cenamos, por ejemplo?
Jane pareció sorprendida.
– Está bien -aceptó al cabo de un momento.
– ¿Esta noche? La perplejidad se enseñoreó del rostro de Jane.
– ¿Por qué no?
Eso le concedía al menos otra oportunidad. Aliviado, Berrington sugirió:
– Pasaré a recogerte a las ocho.
– De acuerdo.
Jane le dio su dirección, que él apuntó en un cuaderno de notas de bolsillo.
– ¿Qué clase de platos te gustan? -le preguntó-. ¡Ah, no me contestes, ahora recuerdo que tu comida favorita es pensar en tu acelerador de partículas. -Salieron al ardiente sol. Berrington le dio un leve apretón en el brazo-. Hasta la noche.
– Berry -silabeó ella-, no andarás detrás de algo, ¿eh?
Él le dedicó un guiño.
– ¿Qué es lo que tienes?
Jane se echo a reír y se alejó.
Niños probeta. Fertilización in vitro. Esa era la conexión. Jeannie lo veía ya todo claro.
Charlotte Pinker y Lorraine Logan habían recibido tratamiento contra la esterilidad en la Clínica Aventina. El centro médico fue un adelantado de la fertilización in vitro: proceso por el cual el espermatozoide del padre y el óvulo de la madre se unen en el laboratorio y de ello resulta el embrión que posteriormente se implanta en el útero de la mujer.
Los gemelos idénticos se dan cuando un embrión se divide por la mitad, en el útero, y produce dos individuos. Eso puede haber ocurrido en la probeta. Después, los dos gemelos de la probeta pueden implantarse en dos mujeres distintas. De ese modo, dos madres que no tuvieran ninguna relación entre sí podían alumbrar sendos gemelos idénticos. Bingo.
La camarera le sirvió la ensalada, pero Jeannie estaba demasiado exaltada para comerla.
Tenía la certeza de que al principio del decenio de los setenta los niños probeta no eran más que una teoría. Pero, evidentemente, la Genético llevaba años de adelanto en la investigación.
Tanto Lorraine como Charlotte dijeron que se les había aplicado terapia de hormonas. Al parecer, la clínica les mintió respecto al tratamiento a que las había sometido.
En sí, eso ya era bastante malo, pero al profundizar un poco más en sus implicaciones, Jeannie comprendió que había algo aún peor. El embrión que se dividió podía haber sido el hijo biológico de Lorraine y Charles o el de Charlotte y el comandante…, pero no de ambos. A una de las dos mujeres se le había implantado el hijo de la otra pareja.
El corazón de Jeannie se saturó de horror y aversión al comprender que podían haber dado a ambas mujeres hijos de personas absolutamente desconocidas.
Se preguntó porqué la Genético engañó a sus pacientes de aquella manera tan espantosa. La técnica no se había experimentado lo suficiente: quizá necesitaban cobayas humanas. Tal vez solicitaron permiso y se lo negaron. O puede que tuvieran algún otro motivo para actuar en secreto.
Fuera cual fuese la razón para mentir a las mujeres, Jeannie comprendía ahora por qué su investigación provocaba un pánico tan cerval a la Genético. Fecundar a una mujer con un embrión extraño, sin que ella lo supiera, era tan inmoral como pudiera imaginarse. No era de extrañar que se esforzase tan desesperadamente por ocultarlo. Si Lorraine llegaba a enterarse algún día de lo que le hicieron se lo cobraría de un modo infernal.
Jeannie tomó un sorbo de café. Conducir hasta Filadelfia no había sido una pérdida de tiempo, después de todo. Aún no contaba con todas las respuestas, pero había resuelto el núcleo central del rompecabezas. Lo cual resultaba profundamente satisfactorio.
Alzó la mirada y se quedó de piedra al ver entrar a Steve.
Parpadeó, con la vista clavada en el muchacho. Vestía pantalones caqui y camisa azul suelta y abotonada hasta abajo y, una vez dentro, cerró la puerta a su espalda con el talón.
Le dirigió una amplia sonrisa y se puso en pie para recibirle con los brazos abiertos.
– ¡Steve! -exclamó encantada.
Al recordar su resolución, le echó los brazos al cuello y le besó en la boca. El chico olía de un modo distinto, menos a tabaco y más a especias. Él se apretó contra Jeannie y le devolvió el beso.
Jeannie oyó una voz femenina que comentaba:
– Dios mío, recuerdo cuando yo sentía lo mismo.
Y varias personas soltaron la carcajada.
Retiró el abrazo.
– Siéntate aquí. ¿Quieres comer algo? Comparte mi ensalada. ¿Qué estás haciendo aquí? No puedo creerlo. Debes de haberme seguido. No, no, conocías el nombre de la clínica y decidiste venir a encontrarte aquí conmigo.
– Sencillamente, deseaba que charlásemos un poco.
Steve se atusó las cejas con la yema del dedo índice. Algo en aquel gesto despertó cierta ambigua inquietud en el subconsciente de Jeannie -«¿A qué otra persona he visto hacer eso?»-, pero la arrinconó en el fondo de su cerebro.
– Te gusta dar sorpresas.
De pronto, Steve pareció nervioso.
– ¿Ah, sí?
– Te gusta aparecer inesperadamente, ¿verdad?
– Supongo.
Jeannie volvió a sonreírle.
– Hoy estás un poco raro. ¿Qué intenciones tienes?
– Oye, me estás poniendo de un caliente tremendo y temo perder la compostura -dijo Steve-. ¿Por qué no nos vamos de aquí?
– Claro.
Jeannie puso un billete de cinco dólares sobre la mesa y se levantó.
– ¿Dónde has dejado el coche? -preguntó al salir del local.
– Cojamos el tuyo.
Subieron al Mercedes rojo. Jeannie se abrochó el cinturón de seguridad, pero Steve no. Apenas había arrancado el vehículo, Steve se acercó a Jeannie en el corrido asiento delantero, le levantó el pelo y empezó a besarla en el cuello. A ella no dejaba de gustarle, pero se sintió un tanto violenta y dijo:
– Me parece que soy un poco mayorcita para hacer esto en un coche.
– Vale -se avino Steve. Dejo de besuquearla y volvió la cara al frente, pero dejó el brazo sobre los hombros de Jeannie. La mujer condujo hacia el este, por Chestnut. Cuando llegaban al puente, Steve dijo-: Tira hacia la autopista… quiero enseñarte una cosa.
Siguiendo las señales indicadoras, Jeannie torció a la derecha, por la avenida Schuylkill y se detuvo ante un semáforo en rojo.
La mano que descansaba sobre el hombro descendió y empezó a acariciarle los pechos. Jeannie notó que, en respuesta al contacto, el pezón se le puso rígido, aunque pese a ello, seguía sintiéndose incómoda. Era una sensación desairada, como notar que le meten mano a una en el metro.
– Me gustas, Steve -confesó-, pero vas demasiado deprisa para mí.
Él no contestó, pero sus dedos encontraron el pezón y lo oprimieron con fuerza.
– ¡Ay! -se quejó Jeannie-. ¡Me has hecho daño! ¡Santo cielo, ¿qué mosca te ha picado?
Le apartó mediante un empujón con la mano derecha. El semáforo cambió a verde y Jeannie descendió por la rampa que desembocaba en la autopista Schuylkill.
– No sé a qué atenerme contigo -se lamentó el muchacho-. Primero me besas como una ninfómana y luego actúas como una frígida.
«¡Y yo imaginaba que este chico era maduro!»
– Mira, una chica te besa porque desea hacerlo. Pero eso no te da permiso para que hagas con ella lo que te pase por el forro. Y nunca debes hacerle daño. Tomó la dirección sur de la autopista, que en aquel punto tenía dos carriles.