– Puede que conozcan a John Smith.
– ¿Cómo?
– Podría ser su conserje o algo por el estilo.
– ¡Oh, venga ya!
– Cabe esa posibilidad.
– ¿Por ahí van a ir los tiros de su reportaje?
– Quizás.
– Muy bien, eso es teóricamente posible, pero las probabilidades son tan ínfimas que cualquier persona razonable lo podría descartar.
– Eso es discutible.
Jeannie pensó que la periodista estaba firmemente decidida a ver un atropello, a pesar de los hechos; empezó a preocuparse. Ya tenía suficientes problemas sin que los malditos profesionales de la noticia se le echaran encima.
– ¿Hasta qué punto es real todo esto? -dijo-. ¿Ha tropezado usted con alguien que considere que se ha violado su intimidad?
– Me interesa la potencialidad.
Una sospecha asaltó a Jeannie.
– De todas formas, ¿quién le ha indicado que me llame?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Tiene que haber alguna razón para que me formule esas preguntas. Me gustaría saber la verdad.
– No puedo decírselo.
– Eso es muy interesante -repuso Jeannie-. Le he hablado con cierta amplitud de mi investigación y de mis métodos. No tengo nada que ocultar. Pero usted no puede decir lo mismo. Parece sentirse, bueno, avergonzada, sospecho. ¿Se avergüenza del procedimiento que ha empleado para enterarse de lo referente a mi proyecto?
– No me avergüenzo de nada -replicó, brusca, la periodista.
Jeannie se dio cuenta de que empezaba a enojarse. ¿Quién se creía que era aquella mujer?
– Bueno, pues alguien está avergonzado. De no ser así, ¿por qué no quiere decirme quién es ese hombre? O esa mujer.
– Debo proteger mis fuentes.
– ¿De qué? -Jeannie comprendía que lo mejor era dejarlo correr. Nada se ganaba enemistándose con la prensa. Pero la actitud de aquella mujer era insufrible-. Como ya le he dicho, mis métodos no tienen nada de incorrecto y no amenazan la intimidad de nadie. ¿Porqué, pues, ha de mantenerse en secreto la identidad de su informante?
– La gente tiene motivos…
– Da la impresión de que las intenciones de su informador eran perversas, ¿no le parece?
Al tiempo que lo decía, Jeannie estaba pensando: ¿por qué iba a querer alguien hacerme esta jugada?
– Sobre eso no puedo hacer ningún comentario.
– Nada de comentarios, ¿eh? -la voz de Jeannie rezumaba sarcasmo-. Recordaré esa frase.
– Doctora Ferrami, quisiera darle las gracias por su colaboración.
– De nada -replicó Jeannie, y colgó.
Permaneció un buen rato contemplando el teléfono.
– Y ahora, ¿a qué infiernos viene todo esto? -articuló.