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Naturalmente, era una comisaria judicial. Steve recordó entonces aquella parte del curso de un procedimiento criminal. Un comisario era un funcionario de los tribunales, de categoría muy inferior a la de un juez. Se encargaba de las órdenes de prisión y otros trámites legales de menor cuantía. Recordó que tenía atribuciones para conceder fianzas y eso le levantó la moral. Tal vez estaba a punto de salir en libertad.

– Estoy aquí- prosiguió la mujer- para informarle de la acusación formulada contra usted, de la fecha, hora y lugar en que se celebrará el juicio, de si se fijará una fianza o si se le dejará en libertad bajo palabra y, en este caso, bajo qué condiciones.

La mujer hablaba muy deprisa, pero Steve captó la alusión a la fianza que confirmaba su recuerdo. Aquella era la persona a la que debía convencer de que él iba a presentarse ante el tribunal en el momento del juicio. De que se podía confiar en él.

– Comparece ante mí bajo las acusaciones de violación en primer grado, asalto con intento de violación, agresión y sodomía.

El redondo semblante de la comisaria se mantuvo impasible mientras detallaba los graves delitos de que se le acusaba. A continuación, le asignó una fecha para la vista, tres semanas después, y Steve recordó que a todo sospechoso debía fijársele una fecha de juicio que no rebasara los treinta días.

– Por el cargo de violación se enfrenta usted a la condena de cadena perpetua. Por el de asalto con intento de violación, de dos a quince años de privación de libertad. Ambas son felonías.

Steve estaba enterado de lo que significaba felonía: delito mayor, pero se preguntó si Gordinflas Butcher lo sabría.

Se acordó de que el violador también había prendido fuego al gimnasio. ¿Por qué no figuraba allí ninguna acusación de incendio premeditado? Quizá porque la policía no contaba con ninguna prueba que le relacionase directamente con el fuego.

La mujer le tendió dos hojas de papel. Una de ellas expresaba que le había sido notificado su derecho a que se le representase, la segunda le informaba acerca del modo de ponerse en contacto con un defensor de oficio. Tuvo que firmar sendas copias de ambas.

La comisaria le formuló una serie de preguntas, a ritmo de tableteo de ametralladora, y tecleó las respuestas en el ordenador.

– Diga su nombre completo. ¿Dónde vive? Y su número de teléfono. ¿Cuánto tiempo lleva viviendo en su actual domicilio? ¿Cuál era su dirección anterior?

Steve empezó a sentirse mas esperanzado y dijo a la comisaría que vivía con sus padres, que estaba en su segundo año en la facultad de Derecho y que no tenía antecedentes penales como adulto. Ella le preguntó si consumía habitualmente drogas o alcohol, a lo que Steve pudo responder negativamente, sin faltar a la verdad. El muchacho se preguntó si se le presentaría la oportunidad de exponer alguna clase de apelación de fianza, pero la funcionaria hablaba a toda velocidad y parecía obligada a seguir al pie de la letra un guión preestablecido.

– No encuentro causa probable para la acusación de sodomía -dijo la comisaria Williams. Apartó la vista de la pantalla de su ordenador y le miró-. Eso no significa que no cometiese usted el delito, sino que en el apartado de «causa probable» de la declaración del detective no figura información suficiente para que yo ratifique el cargo.

Steve se preguntó qué induciría a los detectives a incluir aquella acusación. Tal vez esperaban que el la negase indignado y se traicionara diciendo: «Eso es repugnante, me la follé, pero de sodomizarla, nada de nada, ¿por quién me habéis tomado?».

La comisaria siguió adelante:

– A pesar de todo, hay que procesarle por ese cargo.

Steve estaba hecho un lío. ¿De qué servía la resolución de la comisaria si pese a todo iban a procesarle? Y si a un estudiante de leyes que estaba en su segundo año de carrera le resultaba difícil comprender aquello, ¿cómo iba a entenderlo una persona corriente?

– ¿Alguna pregunta? -dijo la comisaria.

Steve respiró hondo.

– Deseo solicitar una fianza -empezó-. Soy inocente…

– Señor Logan -le interrumpió la mujer-, está usted ante mí acusado de varios cargos de delitos mayores incluidos en el articulo 638B del reglamento del tribunal. Lo que significa que yo, como comisaria, no estoy capacitada para, en su caso, adoptar una decisión respecto a la fianza. Eso sólo lo puede hacer un juez.

Fue como un puñetazo en pleno rostro. La decepción fue tan intensa que Steve se sintió enfermo. Se la quedó mirando, incrédulo.

– ¿A qué viene entonces toda esta farsa? -preguntó Steve en tono furioso.

– En este momento su detención no está acogida a ninguna clase de fianza.

– Así pues, ¿por qué me ha hecho todas esas preguntas y ha alimentado mis esperanzas? -alzó Steve la voz-. ¡Pensé que podía salir de aquí!

La mujer se mostró impasible.

– Los datos que me ha proporcionado relativos a su dirección y demás los comprobará un investigador preproceso, el cual informará al tribunal -dijo sosegadamente-. Mañana se presentará su solicitud de fianza y será el juez quien tome la decisión pertinente.

– ¡Me mantienen en una celda con éste! -Steve señaló al dormido Gordinflas .

– Las celdas no están bajo mi responsabilidad…

– ¡EI tipo es un asesino! ¡Si no me ha matado ya es porque no puede mantenerse despierto, esa es la única razón! Ahora me quejo formalmente ante usted, como funcionaria judicial, de que se me está torturando mentalmente y de que mi vida corre peligro.

– Cuando están ocupadas todas las celdas, se han de compartir…

– Todas las celdas no están ocupadas, no tiene usted más que asomarse a la puerta y comprobarlo. La mayoría de ellas están vacías. Me han puesto con él para que me muela a golpes. Y si ese individuo lo hace, emprenderé una acción judicial contra usted, personalmente, comisaria Williams, por permitir que eso suceda.

– Echaré un vistazo. -La comisaria se suavizó un poco-. Ahora le paso estos documentos. -Le entregó el sumario de los cargos la declaración de causa probable y otros varios papeles-. Tenga la bondad de firmar cada uno de ellos y quédese con una copia.

Frustrado y abatido, Steve tomó el bolígrafo que le ofrecía y firmó los documentos. Mientras lo hacía, el carcelero sacudió a Gordinflas hasta despertarlo. Steve devolvió los papeles a la comisaría. Ella los guardó en una carpeta. Luego se encaró con Gordinflas .

– Diga su nombre.

Steve enterró la cabeza entre las manos.

18

Jeannie fijó la mirada en la puerta de la sala de entrevistas, que se abría lentamente.

El hombre que entró era el doble exacto de Steve Logan.

Junto a sí, Jeannie oyó el grito sofocado de Lisa.

Dennis Pinker era físicamente tan idéntico a Steve que Jeannie no hubiera sido capaz de distinguir a uno de otro.

El sistema funcionaba, pensó triunfalmente. Se había reivindicado. Aunque los padres negaran con toda la vehemencia del mundo que cualquiera de aquellos dos jóvenes pudiese tener un hermano gemelo, ambos eran tan iguales como dos gotas de agua.

El rizado pelo rubio peinado del mismo modo: lo llevaban muy corto y con raya. Dennis se arremangaba los puños de la camisa del penal de manera idéntica a como lo hacía Steve con los de su camisa azul de hilo. Dennis cerró la puerta tras de sí con el tacón, tal como lo hiciera Steve cuando entró en el despacho de Jeannie en la Loquería. Al sentarse dedicó a la doctora una sonrisa atractiva y juvenil, exactamente igual a las de Steve. Jeannie a duras penas podía creer que aquel muchacho no fuera Steve.

Miró a Lisa. Ésta contemplaba a Dennis con los ojos desorbitados, redondos como platos, y con una expresión aterrada en su pálido semblante.

– Es el -jadeó.

Dennis miró a Jeannie y aseguró:

– Vas a darme tus braguitas.

La fría seguridad con que lo dijo dejó a Jeannie helada, pero también intelectualmente excitada. Steve jamás hubiera pronunciado una cosa así. Allí estaba, el mismo material genético transformado en dos individuos radicalmente distintos: uno convertido en un encantador universitario, el otro, en un psicópata. Pero ¿la diferencia era sólo superficial?

Robinson, el guardia, advirtió en tono suave:

– Vamos, Pinker, repórtate y se buen chico, si no quieres verte en un apuro muy serio.

Dennis repitió su sonrisa juvenil, pero sus palabras tenían una inflexión escalofriante.

– Robinson ni siquiera sabrá que ocurrió, pero tu sí -dijo a Jeannie-. Cuando salgas de aquí, sentirás el aire sobre tu culito desnudo.

Jeannie se tranquilizó. Aquello era pura fanfarronada. Ella era inteligente y dura: a Dennis no le resultaría nada fácil atacarla, incluso aunque se encontrara sola. Con un alto y robusto guardia de prisiones cerca, provisto de porra y arma de fuego, estaba perfectamente a salvo.

– ¿Te encuentras bien? -le murmuró a Lisa.

Lisa estaba blanca como el papel, pero sus labios apretados trazaban una línea de determinación.

– Me encuentro estupendamente -dijo, torva la voz.

Al igual que sus padres, Dennis había rellenado previamente varios impresos. Lisa empezó ahora con unos cuestionarios más complicados, que no podían cumplimentarse marcando simplemente con una cruz las casillas. Durante la operación, Jeannie pasaba revista a los resultados y comparaba a Dennis con Steve. Las semejanzas eran asombrosas: perfil psicológico, intereses, aficiones y pasatiempos, gustos, habilidades físicas… todo era idéntico. Dennis tenía incluso el mismo cociente intelectual, sorprendentemente alto, del que estaba dotado Steve.

Que despilfarro, pensó Jeannie. Este joven podría llegar a ser un científico, un cirujano, un ingeniero, un diseñador de programas informáticos. Y en cambio está aquí, vegetando.

La gran diferencia entre Dennis y Steve estribaba en su mundología. Steve era un hombre maduro, cuya capacidad para alternar con la gente superaba el nivel medio, sabía comportarse cuando le presentaban a alguien desconocido, estaba preparado para aceptar a la autoridad legítima, se sentía a gusto entre amigos, le encantaba formar parte de un equipo. Dennis tenía las aptitudes interpersonales de un chiquillo de tres años. Se apoderaba de lo que quería, le costaba trabajo compartir algo con los demás, temía a los desconocidos y cuando no lograba salirse con la suya perdía los estribos y se tornaba violento.

Jeannie se acordaba de cuando tenía tres años. Era su recuerdo más antiguo. Se veía a sí misma asomándose por el borde de la cuna en la que dormía su hermana recién nacida. Patty llevaba un pijamita rosa con flores de color azul claro bordadas en el cuello. Jeannie aún tenía presente la inquina que le había embargado mientras miraba aquel rostro diminuto. Patty le había robado a mamá y a papá. Jeannie deseó con toda el alma matar a aquella intrusa que le arrebató gran parte del cariño y de las atenciones reservadas hasta entonces en exclusiva para Jeannie. Tía Rosa le había dicho: «Quieres mucho a tu hermanita, ¿verdad?», y Jeannie replicó: «La odio, me gustaría que se muriese» Tía Rosa la había abofeteado y Jeannie se sintió doblemente maltratada.

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