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– Aquí, mi ayudante, la señora Hoxton.

– Hola, encanto.

– En la carta que te escribí ya explicaba en qué consiste nuestro trabajo, alcaide, pero si tienes alguna pregunta, la contestaré con sumo gusto.

Jeannie tuvo que decirlo, aunque le consumía la impaciencia por ver a Dennis Pinker.

– Es preciso que comprendáis que Pinker es un sujeto violento y peligroso -advirtió Temoigne-. ¡Conocéis los detalles de su delito!

– Creo que agredió sexualmente a una mujer en una sala cinematográfica y que la mató cuando ella intentó resistirse.

– Estás muy cerca. Fue en el cine Eldorado, en Greensburg. Proyectaban una película de terror. Pinker bajó al sótano y cortó la corriente eléctrica. A continuación, cuando los espectadores eran presa del pánico en la oscuridad, Pinker se dedicó a sobar a las chicas.

Jeannie intercambió con Lisa una mirada sobrecogida. Se parecía mucho a lo sucedido el domingo en la Universidad Jones Falls. Una maniobra de diversión creó el desconcierto y el pánico y proporcionó al agresor su oportunidad. También había un toque similar de fantasía adolescente en las dos escenas del crimen: manoseo de jóvenes en la sala del cine sumida en la oscuridad y observación de mujeres corriendo desnudas de un lado para otro en el vestuario del gimnasio. Si Steve Logan y Dennis Pinker eran gemelos idénticos, al parecer habían cometido delitos muy semejantes.

– Una mujer cometió la imprudencia de resistírsele -prosiguió Temoigne- y la estranguló.

Jeannie se picó. -Si te hubieran metido mano a ti, alcaide, ¿hubieras cometido la imprudencia de resistirte?

– Yo no soy una chica -replicó Temoigne con el aire del que pone sobre la mesa el as del triunfo.

Intervino Lisa, diplomática: -Debemos poner manos a la obra, doctora Ferrami… Nos queda un montón de trabajo por hacer.

– Tienes razón.

– Normalmente -dijo Temoigne-, tendríais que entrevistar al recluso a través de una reja. Habéis solicitado de modo especial estar con él en la misma habitación y desde las alturas me han ordenado que os lo permita. A pesar de todo insisto en que volváis a pensarlo. Ese hombre es un criminal peligroso y violento.

Un estremecimiento de angustia sacudió a Jeannie, pero se mantuvo exteriormente fría.

– Habrá un guardia armado en la estancia durante todo el tiempo que estemos con Dennis.

– Claro que sí. Pero me sentiría mucho más cómodo si hubiese una rejilla de acero entre vosotras y el preso. -Temoigne le dedicó una sonrisa zalamera-. Un hombre ni siquiera tiene que ser un psicópata para que le acose la tentación al verse ante dos jóvenes atractivas.

Jeannie se puso en pie bruscamente.

– Te agradezco tu preocupación, alcaide, de veras. Pero tenemos que cumplir determinados pasos, tales como tomar una muestra de sangre, fotografiar al sujeto y etc., cosas que no pueden realizarse a través de los barrotes. Además, ciertas partes de la entrevista tratan de temas íntimos y pensamos que, si una barrera artificial se interpusiera entre nosotras y el sujeto, eso comprometería nuestros resultados.

Temoigne se encogió de hombros.

– Bueno, supongo que sabréis lo que hacéis. -Se levantó-. Os acompañaré al bloque de celdas.

Abandonaron el despacho y cruzaron un patio de tierra batida hacia una especie de bloque de hormigón de dos plantas. Un guardia abrió la puerta de hierro y les franqueó el paso. En el interior reinaba el mismo calor de horno que fuera.

– Robinson se encargará de vosotras a partir de ahora -dijo el alcaide-. Cualquier cosa que necesitéis, chicas, dadme un grito.

– Gracias, alcaide -dijo Jeannie-. Apreciamos tu colaboración.

Robinson era un negro tranquilizadoramente alto, de unos treinta años. Llevaba pistola en una funda abotonada y una porra de aspecto impresionante. Las introdujo en un locutorio de reducidas dimensiones, con una mesa y media docena de sillas amontonadas. Había un cenicero encima de la mesa y un refrigerador de agua en un rincón. El suelo estaba embaldosado en plástico gris y las paredes pintadas de un color similar. No había ventanas.

– Pinker estará aquí dentro de un minuto -dijo Robinson.

Ayudo a Jeannie y a Lisa a disponer la mesa y las sillas. Luego se sentaron.

Al cabo de un momento se abrió la puerta.

16

Berrington Jones se reunió con Jim Proust y Preston Barck en el Monóculo, un restaurante próximo al edificio que albergaba los despachos del Senado, en Washington. Era un local donde solían almorzar personas relacionadas con el poder y que estaba lleno de gente que conocían: congresistas, asesores políticos, periodistas, ayudantes de confianza. Berrington había llegado a la conclusión de que era una tontería tratar de ser discreto. Todos eran bastante conocidos, en especial el senador Proust, con su calva y su enorme nariz. De haberse reunido en algún local más o menos disimulado, no faltaría un reportero que los viese y se apresurara a publicar un comentario en plan chismoso preguntando por qué celebraban conciliábulos secretos. Era mejor ir a un sitio en el que varias personas les reconociesen y dieran por supuesto que celebraban una reunión acerca de sus legítimos intereses mutuos.

El objetivo de Berrington consistía en mantener sobre los raíles el trato con la Landsmann. Aquel negocio siempre había sido una aventura arriesgada, y ahora Jeannie Ferrami la había convertido en verdaderamente peligrosa. Pero la disyuntiva era renunciar a sus sueños. A su única oportunidad de hacer dar media vuelta a Norteamérica y situarla de nuevo en el camino de la integridad racial. No suponía que fuera demasiado tarde, no del todo. La visión de unos Estados Unidos blancos, cumplidores de la ley, practicantes de la religión y orientados hacia la familia podía convertirse en realidad. Pero ellos se encontraban ya cerca de los sesenta años de edad: si perdían aquella, no iban a tener otra oportunidad.

Jim Proust era el gran personaje, estentóreo y jactancioso; pero aunque a menudo hastiaba a Berrington, este sabía cómo buscarle las vueltas y convencerle. Preston, con sus modales suaves, era mucho más amable, pero también obstinado.

Berrington les llevaba malas noticias, y las expuso en cuanto el camarero hubo tomado nota de lo que deseaban tomar. -Jeannie Ferrami ha ido hoy a Richmond, a ver a Dennis Pinker.

Jim frunció el entrecejo.

– ¿Por qué infiernos no se lo impediste?

La voz de Proust era profunda y áspera, resultado de años y años de aullar órdenes.

Como siempre, la actitud dominante de Jim irritó a Berrington.

– ¿Qué se supone que tenía que hacer, atarla?

– Tú eres su jefe, ¿no?

– Estamos en una universidad, Jim, no en el jodido ejército.

– Bajemos el volumen, compañeros -dijo Preston nerviosamente. Llevaba unas gafas de montura negra y delgada: las había estado llevando de ese estilo desde I959, y Berrington no dejó de observar que ahora volvían a estar de moda-. Sabíamos que esto podía ocurrir en cualquier momento. Propongo que tomemos la iniciativa y lo confesemos todo inmediatamente.

– ¿Confesar? -observó Jim, incrédulo-. ¿Acaso se supone que hemos hecho algo malo?

– Puede que la gente lo considere así…

– Permíteme recordarte que cuando la CIA sacó a relucir el informe que inició todo esto, «Nuevos avances de la ciencia soviética», el mismísimo presidente Nixon declaró que era la noticia más alarmante llegada de Moscú desde que los soviéticos dividieron el átomo.

– Puede que el informe no dijese la verdad… -apuntó Preston.

– Pero creímos que era verídico. Y lo que es más importante, nuestro presidente lo dio por bueno. ¿No os acordáis del maldito miedo que nos entró entonces?

Desde luego, Berrington se acordaba. La CIA había dicho que los soviéticos contaban con un programa de procreación de seres humanos. Mediante el mismo planeaban crear científicos perfectos, ajedrecistas perfectos, atletas perfectos… y soldados perfectos. Nixon ordenó a la Unidad de Investigación Clínica del ejército de Estados Unidos, como se denominaba entonces, que concibiera un programa paralelo y descubriese el modo de engendrar soldados norteamericanos perfectos. A Jim Proust se le encargó la tarea de llevarlo a la práctica.

Recurrió de inmediato a Berrington en busca de ayuda. Unos cuantos años antes, Berrington había dejado estupefactos a todos, en especial a su esposa, Vivvie, al alistarse en el ejército precisamente cuando el sentimiento antibélico hervía entre los hombres de su edad. Fue a trabajar a Fort Detrick, en Frederick (Maryland), donde emprendió una investigación sobre el cansancio en los soldados. A principios de los setenta era la máxima autoridad mundial en características hereditarias del personal castrense, tales como agresividad y resistencia física. Mientras tanto, Preston, que permaneció en Harvard, llevó a cabo una serie de avances en el terreno de la fertilización humana. Berrington le persuadió para que dejase la universidad y pasara a formar parte del gran experimento, junto con él y con Proust.

Había sido el momento más glorioso de Berrington.

– También me acuerdo de lo emocionante que era -dijo-. Estábamos en la primera línea de la ciencia, situando a Estados Unidos en el buen camino, y nuestro presidente nos había pedido que continuáramos trabajando.

Preston jugueteó con su ensalada.

– Los tiempos han cambiado. Ahora ya no constituye ninguna excusa decir: «Lo hice porque el presidente de Estados Unidos me pidió que lo hiciera». Hay hombres que fueron a la cárcel por hacer lo que el presidente les encargó.

– ¿Qué tuvo aquello de malo? -preguntó Jim malhumoradamente-. Era secreto, si. Pero ¿qué hay que confesar, por el amor de Dios?

– Estábamos en la clandestinidad -especificó Preston.

Jim se sonrojó bajo su bronceado.

– Transferimos nuestro proyecto al sector privado.

Eso no dejaba de ser un sofisma, pensó Berrington, aunque se abstuvo de crear polémica expresándolo en voz alta. Aquellos payasos del Comité para la Reelección del Presidente se dejaron atrapar dentro del hotel Watergate y todo Washington corrió asustado. Preston creó la Genético como empresa particular limitada y Jim aportó suficientes contratos militares tipo «pan y mantequilla» para hacerla financieramente viable. Al cabo de una temporada, las clínicas de fertilidad se convirtieron en un negocio tan lucrativo que sus beneficios sufragaban los gastos del programa de investigación sin necesidad de la ayuda del estamento militar. Berrington regresó al mundo académico y Jim pasó del ejército a la CIA y después ingresó en el Senado.

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