El agente le asestó un puñetazo en el estómago. Era un tipo corpulento, el policía, y puso en el golpe todo el peso de su cuerpo. Dorothy se dobló sobre sí mismo, dando un grito ahogado.
«Al diablo con todo», se dijo Steve, y echó a andar hacia la esquina.
«¿Qué rayos estás haciendo, Steve?»
Dorothy continuaba doblado por la cintura, jadeando.
– Buenas noches, agente -dijo Steve.
El policía le lanzó un vistazo.
– Piérdete, hijo de puta -ordenó.
– Ni hablar -contestó Steve.
– ¿Qué has dicho?
– He dicho que de eso, nada, agente. Deje en paz a este hombre.
«Márchate, Steve, maldito inflagaitas, lárgate.»
El desafío de su actitud envalentonó un poco a los chicos.
– Sí, tiene razón -dijo un mozalbete alto y delgado, de cabeza rapada-. No hay motivo para que jodas así a Dorothy, no ha violado ninguna ley.
El polizonte apuntó al muchacho con un dedo índice agresivo.
– Si estás loco por que te empapele por tráfico de droga, no tienes más que seguir hablándome así.
El rapaz bajó los ojos.
– Pero la cuestión es que el joven ha dicho una verdad -insistió Steve-. Dorothy no ha quebrantado ninguna ley.
El policía se acercó a Steve.
«No le sacudas, hagas lo que hagas, no le toques. Acuérdate de Tip Hendricks.»
– ¿Estás ciego?-preguntó el policía.
– ¿Qué quiere decir?
Terció el otro agente:
– Eh, Lenny, ¿a quién le importa un carajo? Olvídalo.
Parecía sentirse violento.
Lenny no le hizo caso y dirigió la palabra a Steve:
– ¿Es que no lo entiendes? Eres el único blanco de la fotografía. Este no es tu sitio.
– Pero acabo de ser testigo de un delito.
El agente se irguió muy cerca de Steve, demasiado cerca para que este pudiera sentirse cómodo.
– ¿Quieres dar un garbeo hasta la comisaría? ¿O prefieres irte ahora mismo a tomar por culo de una puta vez?
Steve no deseaba ni mucho menos que le llevasen a la comisaría. A los agentes les era muy fácil plantarle un poco de droga en los bolsillos, o arrearle una tunda y decir que se resistió a la detención. Steve estaba estudiando derecho: si le declaraban convicto de un delito nunca podría ejercer. Se arrepintió de la postura que había adoptado. No merecía la pena arrojar por la borda toda su carrera sólo porque un policía la tomaba con un travestido.
Pero era una injusticia. Ahora se estaba intimidando a dos personas, a Dorothy y a Steve. Era el poli el que violaba la ley. Steve no podía retirarse de allí como si tal cosa. Pero adoptó un tono conciliador:
– No quiero follones, Lenny -dijo-. ¿Por qué no deja que Dorothy se vaya y olvidamos que usted le agredió?
– ¿Me estás amenazando, capullo?
«Un directo al plexo solar y una tunda de golpes en la cara. Una por el dinero, dos por la escenita. El poli se derrumbará como un caballo con una pata rota.»
– Sólo hacía una sugerencia amistosa.
El agente parecía estar deseando armar jaleo. A Steve no se le ocurría ninguna forma de evitar el enfrentamiento. Deseó que Dorothy hiciese mutis silenciosamente, mientras Lenny le daba la espalda; pero el travestido seguía plantado allí: contemplaba la escena, se frotaba con una mano el dolorido estómago y disfrutaba de la furia del poli.
Intervino entonces la suerte. Cobró vida sonora la radio del coche patrulla. Los dos agentes se pusieron rígidos, todo oídos. Steve no logró desentrañar el significado de la mezcla de palabras y números de código, pero el compañero de Lenny dijo:
– Agente en apuros. Vayámonos de aquí.
Lenny vaciló, aún fulminando a Steve con la vista, pero a Steve le pareció captar un toque de alivio en los ojos del policía. Quizás a el también le rescataban de una situación comprometida. Pero en su tono sólo había malevolencia:
– Recuérdame -le dijo a Steve-. Porque yo me acordaré de ti.
Subió al vehículo, cerró la portezuela de golpe y el coche arrancó a toda velocidad.
Los chicos aplaudieron y se mofaron a gritos.
– ¡Ufff! -pronunció Steve, agradecido-. Ha sido algo espeluznante.
«También fue estúpido. Sabes perfectamente como hubiera acabado la cosa. Sabes lo que eres.»
En aquel momento apareció su primo Ricky.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, con la mirada en la patrulla que desaparecía en la distancia.
Se acercó Dorothy y puso las manos sobre los hombros de Steve.
– Héroe mío -dijo en tono insinuante-. Mi John Wayne.
Steve se sintió incómodo.
– Eh, vamos…
– En cualquier momento que te apetezca aventurarte por la senda del frenesí salvaje, John Wayne, acude a mí. Te llevaré gratis.
– Gracias…, a pesar de todo.
– Te besaría, pero ya veo que eres vergonzoso, así que sólo te diré adiós. Agitó en el aire sus dedos de uñas lacadas de rojo y se alejó.
– Adiós, Dorothy.
Ricky y Steve se marcharon en dirección contraria.
– Veo que ya has hecho amistades en la vecindad -comentó Ricky.
Steve soltó una carcajada en la que había más alivio que otra cosa.
– Casi me meto en un lío grave de veras -explicó-. Un pasma tonto del culo le arreó un puñetazo a ese tipo de la minifalda y yo fui lo bastante idiota como para intentar pararle los pies.
Ricky estaba atónito. -Tienes suerte de estar aquí.
– Ya lo sé.
Llegaron a casa de Ricky y entraron. Olía a queso, o acaso se tratara de leche agria. Había pintadas en las paredes de color verde.
Rodearon las bicicletas encadenadas que había en el vestíbulo y echaron escaleras arriba.
– Es que me volví loco, nada mas -dijo Steve-. ¿Por qué tenía que asestarle un puñetazo en la boca del estómago? Si al pobre fulano le gusta llevar minifalda y embadurnarse de maquillaje, ¿a quién le importa?
– Tienes razón.
– ¿Y por qué tenía Lenny que quedar impune, sólo porque lleva uniforme? Los policías deberían dar ejemplo, precisamente por su posición de privilegio.
– Cuando las ranas críen pelo.
– Esa es una de las cosas por las que quiero ser abogado. Para impedir que esta clase de mierda siga ocurriendo. ¿Tienes tu algún héroe, alguien a quién te gustaría parecerte, ser como él?
– Casanova, quizás.
– Ralph Nader. Es abogado. Ese es mi personaje modelo. Se enfrentó a las empresas más poderosas de Estados Unidos… ¡Venció!
Ricky se echó a reír, pasó los brazos en torno a los hombros de Steve y ambos entraron en su cuarto.
– Mi primo el idealista.
– Ah, rayos.
– ¿Quieres un poco de café?
– Claro.
El cuarto de Ricky era pequeño y estaba amueblado a base de trastos viejos. Sólo tenía una cama, un escritorio destartalado, un sofá hundido y un televisor enorme. En la pared, el cartel de un desnudo con los nombres de todos los huesos del esqueleto humano, desde los parietales de la cabeza hasta las falanges distales de los dedos de los pies. Había aire acondicionado, pero al parecer no estaba en marcha.
Steve se sentó en el sofá.
– ¿Qué tal tu cita?
– No tan ardiente como se anunciaba. -Ricky puso agua en la cafetera-. Melissa es mona, sí, pero yo no estaría en casa tan temprano si estuviese tan loquita por mí como se me había hecho creer. Y tú, ¿qué tal?
– Anduve por el campus de la Jones Falls. Hay bastante clase por allí. También encontré a una chica. -Se animó al recordarlo-. La vi jugar al tenis. Era una chica impresionante… alta, fuerte, un rato bien formada. Tenía un servicio que era como el disparo de un jodido lanzagranadas, te lo juro.
– Es la primera vez que oigo que alguien se cuelga por una chica por su forma de jugar al tenis -sonrió Ricky-. ¿Es guapa de cara?
– Bueno, tiene un rostro enérgico de verdad. -Steve podía verla en aquel momento-. Ojos castaño oscuro, cejas negras, masa de pelo moreno… y aquel primoroso arito de plata que le perforaba la aleta izquierda de la nariz.
– No bromeas. Algo extraordinario, ¿eh?
– Tú lo has dicho.
– ¿Cómo se llama?
– No lo sé. -La sonrisa de Steve era triste-. Pasó por mi lado me mandó a hacer gárgaras, sin alterar el paso. Es probable que no vuelva a verla en la vida.
Ricky sirvió café.
– Quizás eso sea lo mejor… Sales en serio con una chica, ¿no?
– Algo así. -Steve se había sentido un poco culpable al verse tan atraído por la jugadora de tenis-. Se llama Celine. Estudiamos juntos.
Steve iba a la universidad en Washington, D.C.
– ¿Te has acostado con ella?
– No.
– ¿Por qué no?
– Creo que no he llegado a ese nivel de compromiso.
Ricky pareció sorprenderse.
– Ese es un idioma que no se hablar. ¿Tienes que considerarte comprometido con una chavala antes de follártela?
Steve se sintió violento.
– Eso es lo que pienso, ya lo sabes.
– ¿Siempre has pensado así?
– No. Cuando estaba en el instituto llegaba hasta donde las chicas me permitían llegar, era como una especie de competición o algo por el estilo. Hacía lo mío con cualquier chica bonita que se quitara las bragas… pero eso era entonces, ahora es ahora, y ya no soy ningún mocoso. Creo.
– ¿Cuántos años tienes?, ¿veintidós?
– Exacto.
– Yo tengo veinticinco y sospecho que no soy tan maduro como tú.
Steve detectó cierta nota de resentimiento.
– ¡Eh, nada de críticas! ¿Vale?
– Está bien. -Ricky no parecía ofendido en absoluto-. Así, ¿qué hiciste después de que te mandara a paseo?
– Me fui a un bar de Charles Village y me tome un par de cervezas con una hamburguesa.
– Eso me recuerda que… tengo hambre. ¿Quieres comer algo?
– ¿Qué tienes?
Ricky abrió una alacena.
– ¿Boo Berry, Rice Krispies o Count Chocula?
– Ah, chico, Count Chocula suena de maravilla.
Ricky puso tazones y leche encima de la mesa y ambos hicieron los honores al «banquetazo».
Al terminar, limpiaron los tazones de cereales y se dispusieron a acostarse. Steve se tendió en el sofá, en calzoncillos: hacia demasiado calor para echarse encima una manta. Ricky se quedó con la cama. Antes de irse a dormir, preguntó a Steve:
– Entonces, ¿qué vas a hacer en Jones Falls?
– Me han pedido que participe en un estudio. He de someterme a pruebas psicológicas y todo eso.
– ¿Por qué tú precisamente?
– No lo sé. Dijeron que yo era un caso especial y que me lo explicarían todo cuando estuviese allí.
– ¿Qué te indujo a aceptar? Parece algo así como una pérdida de tiempo.