Cuando el coche se alejó, Reina dejó caer la cortina de la ventana y masculló mientras arreglaba uno de los ramos que adornaban la mesa:
– Comida, techo…, ¡sólo faltaba la ropa!
Bajaron por la calle California. En el semáforo del cruce con la calle Polk se detuvieron justo al lado del coche del inspector Pilguez. Zofia bajó la ventanilla para saludarlo. El policía estaba escuchando un mensaje que le transmitían por radio.
– No sé qué pasa esta semana, pero todo el mundo se está volviendo loco. Es la quinta pelea seria en Chinatown. Los dejo, que pasen un buen día -dijo, poniéndose en marcha.
El vehículo del policía giró a la izquierda con la sirena en marcha; el suyo se detuvo, diez minutos después, al final del muelle 80. Miraron el viejo carguero que se balanceaba indolentemente en el extremo de las amarras.
– Se me ha ocurrido una idea que quizá pueda evitar lo inevitable -dijo Zofia-: llevarte conmigo.
Lucas la miró, inquieto.
– ¿Adonde?
– Con los míos. Ven conmigo, Lucas.
– ¿Cómo? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo? -repuso Lucas con ironía.
– Cuando uno no quiere seguir trabajando para una empresa, tiene que hacer todo lo contrario de lo que se espera de él. ¡Haz que te despidan!
– ¿Tú has leído mi currículo? ¿Crees que puedo borrarlo o reescribirlo en cuarenta y ocho horas? Y aunque pudiera, ¿crees de verdad que tu familia me recibiría con los brazos abiertos y el corazón rebosante de buenos sentimientos? Zofia, antes de que hubiera cruzado el umbral de tu casa, una horda de guardias se abalanzaría sobre mí para devolverme al lugar del que procedo, y dudo mucho que hiciera el viaje de vuelta en primera clase.
– He dedicado mi alma a los demás, a convencerlos de que no se resignen nunca a la fatalidad, así que ahora me toca a mí, me ha llegado el momento de saborear la felicidad, de ser feliz. El paraíso es ser dos, y me lo merezco.
– Pides lo imposible. Su oposición es demasiado grande, jamás dejarán que nos amemos.
– Bastaría un poco de esperanza, un indicio. Tan sólo tú puedes decidir cambiar, Lucas; dales una prueba de buena voluntad.
– ¡Me gustaría tanto que lo que dices fuese verdad y que resultara tan fácil!
– ¡Entonces inténtalo, por favor!
Lucas no contestó y se hizo el silencio. Se alejó unos pasos hacia el estrave herrumbroso del gran buque. Cada vez que sus amarras crujían al tensarse, emitiendo unos chirridos salvajes, el Valparaíso adoptaba el aspecto de un animal que lucha para conquistar la libertad, para escoger su última morada: un hermoso naufragio en alta mar.
– Tengo miedo, Zofia…
– Yo también. Deja que te lleve a mi mundo, guiaré todos tus pasos, aprenderé tus despertares, inventaré tus noches, permaneceré junto a ti. Borrare todos los destinos escritos, coseré todas las heridas. Los días que la cólera te domine, te ataré las manos a la espalda para que no te hagas daño, pegaré mi boca a la tuya para ahogar tus gritos y nada será nunca más igual. Y si tú estás solo, estaremos solos en pareja.
Lucas la tomó entre sus brazos, le rozó una mejilla y le acarició una oreja con el timbre grave de su voz.
– Si supieras todos los caminos que he tomado para llegar hasta ti… No sabía, Zofia, me he equivocado muchas veces y siempre he vuelto a empezar con más alegría aún, con más orgullo. Quisiera que nuestro tiempo se detuviese para poder vivirlo, descubrirte y amarte como mereces, pero este tiempo nos une sin pertenecemos. Yo soy de otra sociedad donde todo es nadie, donde todo es único; yo soy el mal y tú el bien, yo soy tu diferencia, pero creo que te amo, así que pídeme lo que quieras.
– Tu confianza.
Abandonaron la zona portuaria y el coche subió por la calle Tercera. Zofia buscaba una gran arteria, un lugar de mucho tránsito, poblado de hombres y de vehículos.
Blaise entró avergonzado, con el semblante macilento, en el gran despacho.
– ¿Vienes a darme la clase particular de ajedrez? -gritó el Presidente caminando arriba y abajo junto al interminable ventanal-. Vuelve a definirme el concepto de «jaque mate».
Blaise se acercó un gran sillón negro.
– ¡Quédate de pie, cretino! ¡Aunque no, siéntate, cuanto menos te veo, mejor me siento! Bien, para resumir la situación, parece ser que nuestra elite ha cambiado de chaqueta.
– Presidente…
– ¡Calla! ¿Me has oído pedirte que hables? ¿Has visto que mi boca dijera que mis oídos desean escuchar el sonido de tu voz gangosa?
– Yo…
– ¡Cállate!
El Presidente había chillado tan fuerte que Blaise se encogió cinco buenos centímetros.
– Es inadmisible que lo perdamos para nuestra causa -prosiguió el Presidente- y es inadmisible que perdamos sin más. ¡Llevaba toda la eternidad esperando esta semana y no voy a permitir que lo estropees todo, gusano! ¡No sé cuál era tu definición del infierno hasta ahora, pero es posible que tenga una nueva para ti! ¡Sigue callado! Arréglatelas para que no vuelva a ver moverse tus labios adiposos. ¿Tienes algún plan?
Blaise tomó una hoja de papel y escribió unas líneas a toda prisa. El Presidente le arrebató la nota y la leyó mientras se alejaba hacia el otro extremo de la mesa. Si la victoria parecía comprometida, se podía interrumpir la partida y empezar de nuevo. Blaise proponía llamar a Lucas antes de que finalizara el plazo. Lucifer, furibundo, arrugó el papel antes de arrojarlo contra Blaise.
– Lucas me lo pagará muy caro. Tráelo aquí antes del anochecer, ¡y esta vez que no se te ocurra fallar!
– No vendrá de buen grado.
– ¿Insinúas que su voluntad es superior a la mía?
– Insinúo simplemente que tendrá que morir…
– ¡Dejando a un lado un pequeño detalle…, hace tiempo que está muerto, imbécil!
– Si una bala ha podido herirlo, existen otros medios de alcanzarlo.
– Entonces, ¡encuéntralos en vez de hablar!
Blaise se eclipsó. Era mediodía; el sol se pondría al cabo de cinco horas, lo que le dejaba poco tiempo para redactar un terrible contrato. Para organizar el asesinato de su mejor agente, no podía dejar nada en manos del azar.
El Ford estaba aparcado en la intersección de Polk y California, frente a una gran superficie comercial. A esas horas del día, la caravana de coches era interminable. Zofia vio a un hombre mayor con un bastón, que parecía dudar en aventurarse a cruzar por el paso de cebra. Disponía de muy poco tiempo para atravesar los cuatro carriles.
– Y ahora ¿qué hacemos? -preguntó Lucas, desanimado.
– Ayúdalo -respondió ella, señalando al anciano.
– ¿Es una broma?
– En absoluto.
– ¿Quieres que ayude a un viejo a cruzar una avenida? No me parece tan complicado…
– Entonces, hazlo.
– Muy bien, voy a hacerlo -dijo Lucas, andando hacia atrás. Se acercó al hombre, pero enseguida volvió sobre sus pasos-. No le encuentro ningún sentido a lo que me pides.
– ¿Prefieres empezar pasándote la tarde animando a personas hospitalizadas? Tampoco es una cosa muy complicada; basta con ayudarlos a asearse, preguntarles cómo les va, tranquilizarlos sobre la evolución de su estado, sentarse a su lado y leerles el periódico…
– ¡Está bien! ¡Voy a ocuparme del viejo!
Se alejó de nuevo… e inmediatamente regresó junto a Zofia.
– ¡Te lo advierto, si ese mocoso de ahí enfrente que está jugando con su teléfono con cámara digital hace una sola foto, lo mando a jugar al satélite de una patada en el culo!
– ¡Lucas!
– ¡Vale, vale! ¡Ya voy!
Lucas, sin ningún miramiento, arrastró de un brazo al hombre, que lo miraba desconcertado.
– ¡No creo que hayas venido a contar los coches, así que agarra bien fuerte el bastón o harás en solitario la travesía de la calle California!
El semáforo se puso en rojo y la pareja avanzó por la calzada. En la segunda raya del paso de cebra, Lucas empezó a sudar; en la tercera, tuvo la impresión de que una colonia de hormigas se había instalado en los músculos de sus piernas; en la cuarta, le dio un violento calambre. Tenía el corazón desbocado, y al aire cada vez le costaba más encontrar sus pulmones. Antes de llegar al centro de la calzada, Lucas se ahogaba. La zona protegida permitía hacer un alto, de cualquier forma impuesto por el color del semáforo, que acababa de ponerse en verde, igual que el semblante de Lucas.
– ¿Se encuentra bien, joven? -preguntó el anciano-. ¿Quiere que lo ayude a cruzar? No se suelte de mi brazo, ya falta poco.
Lucas cogió el pañuelo de papel que el hombre le tendía para secarse la frente.
– ¡No puedo! -dijo con voz trémula-. ¡Me resulta imposible! ¡Lo siento, lo siento mucho!
Y salió corriendo hacia el coche donde Zofia lo esperaba sentada sobre el capó, con los brazos cruzados.
– ¿Piensas dejarlo ahí?
– ¡He estado a punto de dejarme el pellejo! -dijo Lucas, jadeando.
Zofia, sin siquiera oír el final de la frase, se precipitó entre los coches, que tocaban el claxon, para alcanzar la plataforma central. Una vez allí, asió al anciano.
– Estoy avergonzada, terriblemente avergonzada. Es un principiante, era la primera vez que lo hacía -dijo, nerviosa.
El hombre se rascó la nuca mirando a Zofia cada vez más intrigado. Mientras el semáforo se ponía en rojo, Lucas llamó a Zofia.
– ¡Déjalo ahí! -gritó.
– ¿Qué dices?
– ¡Me has oído perfectamente! Yo he recorrido la mitad del camino hacia ti; ahora te toca a ti recorrer la otra mitad hacia mí. ¡Déjalo donde está!
– ¿Te has vuelto loco?
– ¡No, lógico! He leído en un magnífico libro de Hilton que amar es compartir, dar cada uno un paso hacia el otro. Tú me has pedido lo imposible y yo lo he hecho por ti; acepta tú también renunciar a una parte de ti misma. Deja a ese hombre donde está. ¡O el viejecito o yo!
El anciano le dio unas palmadas en el hombro a Zofia.
– No quiero interrumpirlos, pero al final van a conseguir que llegue tarde. Vamos, vaya a reunirse con su amigo.
Y sin esperar más, el hombre cruzó la otra mitad de la avenida.
Zofia encontró a Lucas apoyado en el coche; había tristeza en su mirada. Él le abrió la puerta, esperó a que se sentara y se instaló al volante, pero el Ford permaneció inmóvil.
– No me mires así, siento muchísimo no haber podido llegar hasta el final -dijo.
Ella respiró hondo antes de decir, pensativa:
– Hacen falta cien años para que crezca un árbol y sólo unos minutos para quemarlo…