Zofia necesitaba tomar el aire. Se concedió unos minutos de descanso para caminar por el muelle. A unos pasos, la proa oxidada del Valparaíso se balanceaba en un extremo de las amarras; el barco estaba encadenado como un animal de mal agüero. La sombra del gran carguero se reflejaba intermitentemente en las manchas oleosas que se ondulaban a capricho del agua. Hombres uniformados iban y venían a lo largo de las crujías, realizando toda clase de inspecciones. El comandante del buque los observaba, apoyado en la barandilla de su atalaya. A juzgar por la forma en que lanzó el cigarrillo por encima de la borda, era de temer que las horas siguientes serían todavía más movidas que las aguas en las que había caído la colilla. La voz de Jules rompió la soledad del lugar donde reinaban los graznidos de las gaviotas.
– No entran ganas de darse un chapuzón, ¿verdad? ¡A no ser que sea el definitivo!
Zofia se volvió y lo miró con ternura. Sus ojos azules estaban apagados, llevaba una barba indecorosa y unas ropas gastadas, pero la indigencia no le restaba un ápice de encanto. Aquel hombre llevaba la elegancia en el fondo del corazón. Jules había hundido las manos en los bolsillos de su viejo pantalón de tweed con motivos de cuadros.
– Es príncipe de Gales, pero creo que hace bastante tiempo que el príncipe hizo las maletas.
– ¿Y la pierna?
– Sigue aguantando al lado de la otra, y eso ya es mucho.
– ¿Ha ido a que le cambien el vendaje?
– ¿Y tú? ¿Cómo estás?
– Me duele la cabeza. Esa reunión no se acababa nunca.
– ¿También te duele un poco el corazón?
– No. ¿Por qué?
– Porque a las horas a las que últimamente paseas por aquí, dudo mucho que vengas para tomar el sol.
– Estoy bien, Jules, sólo tenía ganas de tomar un poco de aire fresco.
– Y el más fresco que has encontrado ha sido en una dársena que apesta a pescado podrido. Pero supongo que tienes razón: ¡estás muy bien!
Los hombres que inspeccionaban el viejo barco bajaron por la escala del portalón. Montaron en dos Ford negros (cuyas portezuelas no hicieron ningún ruido al cerrarse) y se alejaron lentamente hacia la salida de la zona portuaria.
– Si pensabas hacer fiesta mañana, olvídate. Me temo que será un día más agitado aún que de costumbre.
– Yo también.
– Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado?
– En el momento en que yo iba a discutir con usted para llevarlo a que le cambien el vendaje. Espere aquí, voy a buscar el coche.
Zofia se alejó sin darle oportunidad de replicar.
– ¡Tramposa! -masculló Jules.
Después de haber acompañado a Jules de vuelta al muelle, Zofia se marchó a casa. Conducía con una mano mientras buscaba el móvil con la otra. Debía de estar perdido en el fondo de su gran bolso, y como no lo encontraba, el primer semáforo se puso en rojo. Cuando se detuvo, volcó el contenido del bolso en el asiento de al lado y recuperó el aparato de un confuso montón de cosas.
Lucas había dejado un mensaje: pasaría por su casa a buscarla a las siete y media. Zofia consultó el reloj; le quedaban exactamente cuarenta y siete minutos para llegar, saludar a Mathilde y a Reina y cambiarse. Por una vez, y sin que sirviera de precedente, se inclinó, abrió la guantera y colocó el girofaro azul sobre el techo del vehículo. Con la sirena puesta, subió por la calle Tercera a toda velocidad.
Lucas se disponía a salir del despacho. Tomó la gabardina colgada en un perchero y se la puso sobre los hombros. Al apagar la luz, la ciudad apareció en blanco y negro detrás del ventanal. Ya iba a cerrar la puerta cuando sonó el teléfono. Volvió sobre sus pasos para responder a la llamada. Ed lo informó de que la cita que había solicitado sería a las siete y media en punto. En la penumbra, Lucas escribió la dirección en un trozo de papel.
– Le llamaré en cuanto haya encontrado un terreno de entendimiento con nuestro interlocutor.
Lucas colgó sin más comentarios y se acercó al ventanal. Miraba las calles que se extendían abajo. Desde aquella altura, las hileras de luces blancas y rojas de los faros de los coches dibujaban una inmensa telaraña que titilaba en la noche. Lucas apoyó la frente en el cristal; delante de su boca se formó un círculo de vaho en cuyo centro parpadeaba un puntito de luz azul.
Zofia apagó la sirena y guardó el girofaro; había un sitio libre delante de la puerta de su casa y se apresuró a aparcar. Subió los escalones de cuatro en cuatro y entró en sus habitaciones.
– ¿Te persigue alguien? -preguntó Mathilde.
– ¿Cómo?
– ¡Ah, pero si puedes hablar! ¡Si te vieras la cara!
– Voy a arreglarme, se me ha hecho tardísimo. ¿Qué tal has pasado el día?
– A la hora de comer, he hecho una carrera con Carl Lewis y le he ganado.
– ¿Te has aburrido mucho?
– Han pasado sesenta y cuatro coches por tu calle. Diecinueve eran verdes.
Zofia se acercó a ella y se sentó a los pies de la cama.
– Haré todo lo posible para volver más pronto mañana.
Mathilde miró de reojo el reloj que estaba sobre el velador y meneó la cabeza.
– No quiero meterme en lo que no me importa…
– Voy a salir, pero no volveré tarde. Si no estás dormida, podremos hablar -dijo Zofia, levantándose.
– ¿Hablarás tú o lo haré yo? -murmuró Mathilde mientras la veía desaparecer en el dormitorio.
Zofia reapareció diez minutos más tarde en el salón. Una toalla envolvía sus cabellos mojados y otra su cuerpo, todavía húmedo. Dejó una bolsa de aseo sobre la repisa de la chimenea y se acercó al espejo.
– ¿Vas a cenar con Lu? -preguntó Mathilde.
– ¿Ha telefoneado?
– No, qué va.
– Entonces, ¿cómo lo sabes?
– Pura intuición.
Zofia se volvió hacia Mathilde con aire decidido y puso los brazos en jarras.
– ¿Has intuido, así sin más, que voy a cenar con Lucas?
– Si no me equivoco, lo que tienes en la mano derecha se llama rímel, y lo que tienes en la izquierda es una brocha para aplicar colorete.
– No veo la relación.
– ¿Quieres que te dé una pista? -dijo Mathilde en tono irónico.
– Me harías muy feliz -contestó Zofia, ligeramente irritada.
– Eres mi mejor amiga desde hace más de dos años… -Zofia inclinó la cabeza hacia un lado y una generosa sonrisa iluminó el rostro de Mathilde-. Bueno…, y es la primera vez que te veo maquillarte.
Zofia se volvió hacia el espejo sin responder. Mathilde sostuvo con indolencia el suplemento de los programas de televisión y se puso a leerlo por sexta vez en el día.
– No tenemos tele -dijo Zofia, extendiendo delicadamente con el dedo un poco de brillo de labios.
– Mejor, me horroriza -contestó Mathilde inmediatamente, pasando la página.
Dentro del bolso que Zofia había dejado sobre la cama de Mathilde sonó un teléfono.
– ¿Quieres que conteste? -preguntó ésta con voz inocente.
Zofia se precipitó sobre el bolso y metió la mano. Sacó el aparato y se fue a la otra punta de la habitación.
– No, no quieres -masculló Mathilde, consultando la programación del día siguiente.
Lucas lo sentía muchísimo, se le había hecho tarde y no podía pasar a buscarla. Tenían reservada una mesa a las ocho y media en el último piso del edificio del Bank of America, en la calle California. El restaurante de tres tenedores a cuyos pies se veía la ciudad ofrecía una magnífica vista del Golden Gate. Se reunirían allí. Zofia colgó, fue a la cocina y abrió el frigorífico. Mathilde oyó la voz cavernosa de su amiga preguntarle, con la cabeza medio metida en la nevera:
– ¿Qué te apetece? Tengo un poco de tiempo para prepararte algo de cenar.
– Un combinado «tortilla-ensalada-yogur».
Un rato después, Zofia sacó el abrigo del ropero, le dio un beso a Mathilde y cerró con suavidad la puerta.
Se sentó al volante del Ford. Antes de arrancar, bajó la visera y se miró unos segundos en el espejo. Con un mohín dubitativo, la levantó e hizo girar la llave de contacto. Cuando el coche desapareció al final de la calle, la cortina de la ventana de Reina cayó despacio sobre el cristal.
Zofia dejó el vehículo a la entrada del aparcamiento y le dio las gracias al aparcacoches con librea roja que le tendía un resguardo.
– Me gustaría ser el hombre con el que va a cenar -dijo el joven.
– Muchas gracias -dijo ella, sonrojada y feliz.
La puerta giratoria se movió y Zofia apareció en el vestíbulo. Tras el cierre de las oficinas, sólo quedaban abiertos al público el bar, en la planta baja, y el restaurante panorámico, en el último piso. Se dirigía con decisión al ascensor cuando notó una peculiar sensación de sequedad en la boca. Por primera vez, Zofia tenía sed. Consultó la hora en su reloj y comprobó que había llegado con diez minutos de antelación. Al ver la barra de cobre detrás de la cristalera de la cafetería, cambió de dirección. Se disponía a entrar en el local cuando reconoció el perfil de Lucas, sentado a una mesa y hablando con el director de los servicios inmobiliarios del puerto. Retrocedió, confusa, y volvió hacia el ascensor.
Poco después, Lucas se dejaba guiar por el maître hasta la mesa donde Zofia lo esperaba. Ella se levantó, él le besó la mano y la invitó a sentarse de cara al exterior.
Durante la cena, Lucas hizo cientos de preguntas a las que Zofia contestó con otras tantas. Él saboreaba con deleite el menú gastronómico; ella no tocaba la comida, se limitaba a apartarla delicadamente hacia los bordes del plato. Las interrupciones del camarero les parecía que duraban minutos eternos. Cuando éste se acercó otra vez, armado con un recogemigas que parecía una hoz barbuda, Lucas se sentó al lado de Zofia y sopló con fuerza sobre el mantel.
– ¡Ya está limpio! Puede retirarse, muchas gracias -le espetó al camarero.
La conversación se reanudó de inmediato. Lucas apoyó el brazo en el respaldo del asiento y Zofia notó el calor de su mano, muy cerca de su nuca.
El camarero se acercó de nuevo, provocando la indignación de Lucas, y depositó ante ellos dos cucharas y una tarta caliente de chocolate. Hizo girar el plato para presentárselo, se puso más tieso que un palo y anunció con orgullo su contenido.
– Ha hecho bien en precisarlo -dijo Lucas, irritado-, si no, habríamos podido confundirlo con un soufflé de zanahorias.
El camarero se alejó discretamente. Lucas se inclinó hacia Zofia.