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– Si tiene la bondad de acompañarme…

Le tendió el brazo y la ayudó a bajar. Caminaron por la acera que bordeaba el mar. Al otro lado de la calle, un magnífico golden retriever con el pelaje de color arena llevaba de la correa a su amo. Al pasar a su altura, el hombre miró a Zofia y se dio de narices contra una farola.

Ella hizo ademán de cruzar para ayudarlo, pero Lucas la retuvo por el brazo: ese tipo de perro estaba especializado en salvamentos. La arrastró hasta el interior del establecimiento. La camarera los acompañó a una mesa de la terraza y anotó dos menús. Lucas invitó a Zofia a sentarse en la silla que quedaba de cara al mar y pidió un vino blanco de aguja. Ella separó un trocito de pan para echárselo a una gaviota que la miraba desde la barandilla. El pájaro atrapó el pan al vuelo, echó a volar y cruzó la bahía con un amplio batir de alas.

A unos kilómetros de allí, en la otra orilla, Jules recorría los muelles. Se acercó al borde del agua y le dio una patada a una piedra, que rebotó siete veces antes de hundirse. Se metió las manos en los bolsillos de su viejo pantalón de tweed y miró la línea de la orilla opuesta, que se recortaba en el agua. Tenía una expresión tan turbia como el mar, y su estado de ánimo estaba igual de agitado. El coche del inspector Pilguez, que subía desde el Fisher's Deli hacia la ciudad con la sirena puesta, lo sacó de sus cavilaciones. Una riña había acabado en un grave disturbio en Chinatown y estaban llamando a todas las unidades para que acudieran como refuerzo. Jules frunció el entrecejo y regresó mascullando bajo su arco. Sentado sobre una caja de madera, reflexionó: algo lo contrariaba. Una hoja de periódico transportada por el viento se posó sobre un charco, justo delante de él. Se empapó de agua y, poco a poco, apareció la foto de Lucas reproducida en el reverso. A Jules no le gustó nada el escalofrío que acababa de recorrerle la espalda.

La camarera dejó en la mesa una marmita humeante de la que sobresalían pinzas de cangrejo. Lucas sirvió a Zofia y echó un vistazo a los baberos que acompañaban el lavafrutas. Le ofreció uno, pero ella lo rechazó. Lucas también renunció a atarse uno alrededor del cuello.

– Tengo que reconocer que no es un complemento que siente muy bien. ¿No come? -preguntó.

– No, creo que no.

– ¡Es vegetariana!

– La idea de comer animales siempre me ha resultado un poco rara.

– Forma parte del orden de las cosas, no tiene nada de raro.

– ¡Un poco sí!

– Todas las criaturas de la Tierra se comen a otras para sobrevivir.

– Sí, pero a mí los cangrejos no me han hecho nada. Lo siento -dijo, apartando el plato, que a todas luces le repugnaba.

– Está equivocada. Así es como la naturaleza quiere que sea. Si las arañas no se alimentaran de insectos, los insectos se nos comerían a nosotros.

– Exacto, y los cangrejos son como arañas grandes, así que hay que dejarlos tranquilos.

Lucas se volvió y llamó a la camarera. Pidió la carta de postres e indicó, muy cortésmente, que habían terminado.

– No pretendo impedirle comer a usted -dijo Zofia, poniéndose colorada.

– ¡Ha hecho que me solidarice con la causa del crustáceo!

Lucas abrió la carta y señaló con el dedo una tarta de chocolate.

– Con esto creo que sólo nos haremos daño a nosotros mismos. ¡Debe de tener mil calorías como mínimo!

Zofia, deseosa de poner a prueba lo acertado de su intuición sobre los Ángeles Verificadores, interrogó sobre sus verdaderas funciones a Lucas, que eludió responder. Había otros asuntos más interesantes que le apetecía compartir con ella; para empezar, qué hacía aparte de velar por la seguridad del puerto mercante. ¿A qué dedicaba su tiempo libre? La expresión «tiempo libre», dijo ella, le resultaba desconocida. Aparte de las horas que pasaba en los muelles, trabajaba en varias asociaciones, enseñaba en el instituto para personas con trastornos de visión y se ocupaba de ancianos y niños hospitalizados. Le gustaba su compañía, algo mágico los unía. Los niños y los ancianos veían lo que muchos hombres ignoraban: el tiempo perdido siendo adultos. Para ella, las arrugas de la vejez formaban la escritura más bella de la vida, aquella en la que los niños aprendían a leer sus sueños.

Lucas la miró, fascinado.

– ¿De verdad hace todo eso?

– Sí.

– Pero ¿por qué?

Zofia no respondió. Lucas bebió el último sorbo de café simulando aplomo y pidió otro. Se lo tomó con toda la calma del mundo, sin importarle si se enfriaba ni si el cielo gris se oscurecía todavía más. Hubiera querido que aquella conversación no se acabara, por lo menos aún no. Le propuso a Zofia dar un paseo por la orilla del mar. Ella se subió el cuello del jersey y se levantó. Le dio las gracias por la tarta; era la primera vez que probaba el chocolate y había descubierto que tenía un sabor increíble. Lucas le dijo que estaba convencido de que se burlaba de él, pero, por la expresión alegre que le dirigió la joven, supo que no le mentía. Otra cosa lo desconcertó todavía más; en ese preciso instante, Lucas leyó algo increíble en el fondo de los ojos de Zofia: no mentía nunca. Por primera vez, lo asaltó la duda y se quedó boquiabierto.

– Lucas, no sé lo que he dicho, pero, como no haya ninguna araña, corre un gran peligro.

– Perdón…

– Si sigue con la boca así de abierta, acabará por comerse una mosca.

– ¿No tiene frío? -dijo Lucas irguiéndose, más tieso que un palo.

– No, estoy bien, pero si nos ponemos en marcha estaré mejor.

La playa estaba prácticamente desierta. Una inmensa gaviota parecía correr sobre el agua tratando de alzar el vuelo. Sus patas se separaron del agua y arrancaron un poco de espuma de la cresta de las olas. El pájaro echó por fin a volar, describió con lentitud una curva y se alejó indolentemente por el rayo de luz que atravesaba la capa de nubes. El batir de alas se fundió con el chapaleteo del agua. Zofia se inclinó, luchando contra el viento que soplaba a ráfagas y levantaba arena. Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo. Lucas se quitó la chaqueta para ponérsela sobre los hombros. El aire cargado de rocío le azotaba las mejillas. Una inmensa sonrisa le iluminó el rostro, como una última muralla a la risa que la invadía, una risa sin motivo, sin razón aparente.

– ¿De qué se ríe? -preguntó Lucas, intrigado.

– No tengo ni la menor idea.

– Pues no pare, le sienta de maravilla.

Empezó a caer una fina lluvia que sembró la playa de pequeños cráteres.

– Mire -dijo Zofia-, parece la Luna, ¿verdad?

– Sí, un poco.

– De repente se ha puesto triste.

– Me gustaría que el tiempo se detuviese.

Zofia bajó los ojos y echó a andar.

Lucas se volvió de cara a ella y continuó caminando de espaldas, adelantándose a los pasos de Zofia, que se divertía poniendo meticulosamente los pies encima de sus huellas.

– No sé cómo decir estas cosas -confesó con una expresión infantil.

– Entonces, no diga nada.

El viento alborotó el cabello de Zofia delante de su cara y ella se lo retiró hacia atrás. Un fino mechón se había enredado en sus largas pestañas.

– ¿Puedo? -dijo él, acercando la mano.

– Es curioso, parece haberse vuelto tímido de repente.

– No me había dado cuenta.

– Pues siga así…, le sienta muy bien.

Lucas se acercó a Zofia y la expresión de sus rostros cambió. Ella sintió en el pecho algo que no poseía: «Un ínfimo latido que le retumbaba hasta en las sienes». Los dedos de Lucas temblaban delicadamente, reteniendo la promesa de una caricia frágil que depositó en la mejilla de Zofia.

– Ya está -dijo él.

Un relámpago desgarró el oscuro cielo; el trueno rugió y una pesada lluvia empezó a caer sobre ellos.

– Me gustaría volver a verla -dijo Lucas.

– A mí también. Quizás en un ambiente un poco más seco, pero a mí también -contestó Zofia.

Lucas le pasó un brazo por los hombros y la llevó corriendo hacia el restaurante. La terraza de madera pintada de blanco se había quedado vacía. Se refugiaron bajo el sobradillo de tejas de pizarra y miraron juntos el agua que salía por el canalón. Sobre la barandilla, la gaviota glotona los observaba sin importarle el chaparrón. Zofia se agachó y cogió un trozo de pan mojado. Lo escurrió y lo lanzó a lo lejos. El animal se alejó hacia el mar con la boca llena.

– ¿Cómo volveré a verla? -preguntó Lucas.

– ¿De qué mundo viene?

Él vaciló.

– ¡Algo así como el infierno!

Zofia vaciló también, lo miró de hito en hito y sonrió.

– Es lo que suelen decir los que han vivido en Manhattan cuando llegan aquí.

La tormenta se acercaba y ya casi había que gritar para oírse. Zofia tomó a Lucas de la mano y le dijo con dulzura:

– Primero se pondrá en contacto conmigo. Me preguntará qué tal estoy y, durante la conversación, me propondrá que nos veamos. Yo le contestaré que tengo trabajo, que estoy ocupada; entonces usted sugerirá otro día y yo le diré que ése me va de maravilla, porque precisamente acabaré de anular algo.

Otro relámpago cruzó el cielo, que se había puesto negro. En la playa, el viento soplaba con fuerza. Parecía el fin del mundo.

– ¿No cree que deberíamos ponernos más a resguardo? -preguntó Zofia.

– ¿Cómo está? -dijo Lucas por toda respuesta.

– Bien. ¿Por qué? -repuso ella, sorprendida.

– Porque me habría gustado invitarla a pasar la tarde conmigo…, pero no está libre, tiene trabajo, está ocupada. ¿Qué le parece cenar esta noche?

Zofia sonrió. Él desplegó su abrigo para cubrirla y la condujo así hasta el coche. El mar embravecido inundaba la acera desierta. Lucas rodeó el vehículo con Zofia. Le costó abrir la portezuela debido a los embates del viento. El ruido ensordecedor de la tormenta quedó amortiguado una vez que estuvieron dentro y se pusieron en camino bajo la intensa lluvia. Lucas dejó a Zofia delante de un garaje, tal como ella le había pedido. Antes de despedirse, consultó el reloj. Ella se acercó a su ventanilla.

– Tengo una cena, pero intentaré anularla. Lo llamaré al móvil.

Él sonrió y arrancó. Zofia lo siguió con la mirada hasta que el coche desapareció en el río de vehículos de la avenida Van Ness.

Fue a pagar la recarga de la batería y los gastos de remolcar el coche. Cuando se adentró en Broadway, la tormenta había pasado. El túnel desembocaba directamente en el corazón del barrio de prostitutas. En un paso de cebra, vio a un carterista que se disponía a abalanzarse sobre su víctima. Aparcó en doble fila, bajó del Ford y corrió hacia él.

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