– La miseria para mí era que mi madre no estuviera a mi lado para cogerme en los brazos cuando yo tenía necesidad de ella. La soledad: no tienes idea de la soledad en la que viví durante los primeros años que pasé sin ti. La muerte era el miedo a olvidar tu olor. En cuanto llovía salía a escondidas de casa para coger un poco de tierra húmeda y olerla, para acordarme de los olores de «allí». Tenía realmente miedo de que llegara a olvidar el olor de tu piel.
– Dejé que te marchases hacia una vida nueva, en el seno de una verdadera familia; a una ciudad en la que un ataque de apendicitis no significara la muerte porque el hospital se hallaba demasiado lejos. Un hogar donde podrías aprender en los libros y vestirte con otra cosa que no fuesen prendas remendadas y aprovechadas al máximo a medida que ibas creciendo, donde habría respuestas para todas las preguntas que planteases, donde jamás tendrías miedo de la lluvia que cae durante la noche, ni yo de que una tormenta te llevase para siempre.
– Pero te olvidaste del mayor de todos los miedos, el de estar sin ti. ¡Tenía nueve años, mamá! ¡Tantas veces me mordí la lengua!
– Era una oportunidad para ti, amor mío. Y mi único remordimiento era dejar detrás de ti una madre que jamás pudo o jamás supo serlo.
– ¿Tanto miedo tenías de quererme, mamá?
– ¡Si supieses lo difícil que fue tomar esa decisión!
– ¿Para ti o para mí?
Susan retrocedió para observar a Lisa, cuya cólera se iba transformando en tristeza. La lluvia que había entrado en su cabeza chorreaba por sus mejillas.
– Para las dos, supongo. Lo comprenderás más tarde, Lisa. Pero al contemplarte sobre aquella prestigiosa tribuna, tan guapa con tu vestido de ceremonia, al verte con los que ahora constituyen tu familia sentados en primera fila, comprendí que para mí la paz y la tristeza podían ser hermanas, al menos en el instante de una respuesta que al fin he encontrado.
– ¿Papá y Mary sabían que estabas viva?
– No, hasta ayer no. No debería haber venido, probablemente no tenía derecho a hacerlo. Pero estaba ahí, como cada año, para verte desde detrás de la valla de tu escuela. Aunque sólo fuera unos minutos, sin que jamás lo supieses. El tiempo justo para verte.
– Yo no tuve ese privilegio; el de saber, por unos segundos al menos, que estabas viva. ¿Qué has hecho de tu vida, mamá?
– No me arrepiento, Lisa. No ha sido fácil, pero la he vivido y estoy orgullosa de ella. He cometido errores, pero los asumo.
El camarero mexicano colocó delante de Susan una copa que contenía dos bolas de helado de vainilla, recubiertas de chocolate y almendras laminadas, todo ello copiosamente regado con caramelo líquido.
– Lo había pedido antes de que entrases. Tienes que probarlo -dijo Susan-. ¡Es el mejor helado del mundo!
– No me apetece comer nada.
En el vestíbulo de la terminal, Philip paseaba arriba y abajo. Corroído por la inquietud, a veces salía a la acera, permaneciendo siempre junto a las puertas automáticas. Mojado bajo la lluvia, volvía a la gran escalera mecánica, donde se quedaba inmóvil, contemplando su movimiento infinito.
Susan y Lisa comenzaban a entenderse. Continuaron así, hurgando en el pasado con las uñas, en la intimidad de un largo momento fuera del tiempo en el que las tristezas de Lisa y Susan se fundían en una misma esperanza no confesada de que aún no era demasiado tarde. Susan ordenó un nuevo helado, que Lisa al fin probó.
– ¿Querías que volviese contigo? ¿Es por eso por lo que me han traído aquí?
– ¡Había citado a Philip!
– Y, en tu opinión, ¿qué debo hacer?
– Lo que yo hice a tu edad: ¡tomar mis propias decisiones!
– ¿Me has echado de menos?
– Todos los días.
– ¿A él también lo echabas de menos?
– Eso es asunto mío.
– ¿Quieres saber si él te echaba de menos?
– Eso es asunto suyo.
Susan se quitó la medalla que llevaba colgada al cuello y se la mostró a Lisa.
– Es un regalo para ti.
Lisa contempló la medalla y cerró delicadamente la mano de su madre.
– Desde siempre es a ti a quien esta medalla protege. Yo tengo una familia que ya se encarga de cuidarme.
– De todas maneras, me gustaría que te la quedaras.
En un impulso de amor infinito, Susan se inclinó hacia Lisa y la tomó en sus brazos. En un abrazo delicioso, le murmuró al oído: «¡Estoy tan orgullosa de ti!». El rostro de Lisa se iluminó con una sonrisa frágil.
– Tengo un amigo. Quizás el año que viene nos instalemos en Manhattan, cerca de la universidad.
– Lisa, sea cual sea tu elección, siempre te querré. A mi manera, aunque no sea la de una madre.
Lisa colocó su mano sobre la de Susan y, con una sonrisa de una ternura incontrolable, acabó por decirle:
– ¿Sabes cúal es mi paradoja? Quizá yo no he sido tu hija, pero tú siempre serás mi madre.
Se prometieron que al menos intentarían escribirse de vez en cuando. Incluso tal vez llegaría el día en que Lisa la iría a visitar. Luego la joven se levantó, rodeó la mesa, abrazó a su madre y colocó la cabeza sobre su hombro, aspirando el perfume de un jabón que despertaba muchos recuerdos en ella.
– Ahora tengo que marcharme. Me voy a Canadá -dijo Lisa-. ¿Quieres bajar conmigo?
– No. Él no ha querido subir y creo que es mejor así.
– ¿Quieres que le diga algo?
– No -respondió Susan.
Lisa se levantó y se dirigió hacia la salida. Cuando estaba cerca de la puerta Susan la llamó:
– ¡Te has dejado la medalla sobre la mesa!
Lisa se dio la vuelta y le sonrió:
– No, mamá. Te lo aseguro. No me he dejado nada.
La puerta con el gran ojo de buey se cerró a sus espaldas.
El tiempo pasaba y Philip perdía la calma. Un sentimiento de pánico vino a sustituir su paciencia. Subió por la escalera mecánica y se cruzó con su hija, que bajaba. Ella le sonrió.
– ¿Me esperas abajo o te espero arriba? -preguntó Lisa en voz alta.
– Espérame, no te muevas. Bajo ahora mismo.
– ¡No soy yo la que se mueve, sino tú!
– Espérame abajo, eso es todo. Enseguida estoy contigo.
El ritmo de su corazón se aceleró. Empujó a varios pasajeros para abrirse camino en tanto el movimiento de la escalera mecánica los iba separando. En el punto donde los escalones desaparecen, levantó la vista y en el rellano vio a Susan.
– ¿Te he hecho esperar? -preguntó ella con una sonrisa de emoción en los labios.
– No.
– ¿Estás aquí desde hace rato?
– Ya no tengo la menor idea.
– Has envejecido, Philip.
– Muy simpática, gracias.
– No, te encuentro muy guapo.
– Tú también.
– Lo sé. También yo he envejecido. Era inevitable.
– No. Lo que quería decir es que tú también estás muy guapa.
– Es sobre todo Lisa la que está extraordinariamente guapa.
– Sí, es verdad.
– Es extraño que nos encontremos aquí, Susan.
Philip lanzó una mirada inquieta en dirección a la cafetería.
– Quieres que…
– No creo que sea una buena idea. Y, además, es posible que la mesa ya esté ocupada -añadió ella al tiempo que esbozaba de nuevo una sonrisa.
– ¿Cómo hemos llegado a esto, Susan?
– Lisa tal vez te lo explique. ¡O tal vez no! Lo siento mucho, Philip.
– ¡No, no lo sientes!
– Es verdad, es probable que tengas razón. Pero, sinceramente, ayer no quería que me vieses.
– ¿Cómo el día de mi boda?
– ¿Supiste que estaba allí?
– En el mismo segundo en que entraste en la iglesia. Conté cada paso cuando te fuiste.
– Philip, jamás ha habido mentiras entre nosotros.
– Lo sé, sólo algunas excusas y algunos pretextos que se confundían entre sí.
– La última vez que nos vimos aquí, aquella cosa tan importante de la que te había hablado en mi carta -inspiró hondo-, lo que había venido a decirte aquel día es que estaba embarazada de Lisa y…
El altavoz que resonó en el vestíbulo ahogó el final de la frase.
– ¿Y? -retomó él.
Una azafata anunció la última llamada para embarcar en el vuelo a Miami.
– Es mi avión -dijo Susan-. Last Call … ¿Te acuerdas?
Philip cerró los ojos. La mano de Susan rozó su mejilla.
– Has conservado la sonrisa de Charlie Brown. Baja deprisa. Ve junto a ella. Te mueres de ganas de hacerlo, y yo voy a perder mi avión si te quedas ahí plantado delante de mí.
Philip abrazó a Susan y le dio un beso en la mejilla.
– Cuídate mucho, Susan.
– No te preocupes, estoy acostumbrada. ¡Vete ya!
Puso el pie en el primer escalón y ella lo llamó una última vez.
– ¿Philip?
Él se dio la vuelta.
– ¿Susan?
– ¡Gracias!
Sus rasgos se distendieron.
– No es a mí a quien tienes que dar las gracias, sino a Mary.
Y antes de que desapareciese de su campo de visión, ella hinchó exageradamente sus mejillas para soplarle un beso con la mano, dejándole como última imagen ese tierno gesto de payaso.
En el vestíbulo del aeropuerto, sorprendidos, algunos viajeros miraban a una joven que esperaba a un hombre completamente empapado, con los brazos abiertos de par en par y al pie de una escalera mecánica cuyos colores se confundían en la memoria con los de un tobogán rojo.
Él la abrazó con fuerza.
– ¡Estás completamente mojado! ¿Llovía tanto ahí fuera? -dijo ella.
– ¡Un diluvio! ¿Qué quieres hacer?
– ¡Mi avión sale esta tarde! Llévame a casa.
Lisa cogió la mano de Philip y lo condujo hasta la puerta.
Desde lo alto de la escalerilla, el rostro de Susan se llenó de ternura al verlos salir juntos del recinto de la terminal.
Ya en el coche, Philip telefoneó a casa. Mary descolgó al instante.
– Está conmigo. Volvemos a casa. Te quiero.