– Se debe de estar preguntando si no tendrás algún problema.
– ¡Ella tampoco intenta nada!
– Ésa es la mejor. ¿Ahora somos nosotras las que tenemos que dar el primer paso?
– ¿Estás empujándome a sus brazos?
– Tengo la impresión de que no habrá que empujarte mucho para que caigas.
– ¿Acaso te gustaría?
– Tu pregunta es extraña.
– Es la duda lo que te corroe, Susan. Resulta tan fácil cuando alguien decide por ti…
– Pero ¿decidir qué?
– No dejarnos esperanzas.
– Ése es otro tema, Philip. Para una historia hacen faltan las personas adecuadas en el momento adecuado.
– Es tan cómodo decirse que no es el momento adecuado, que el destino nos obliga a tomar determinadas decisiones…
– ¿Quieres saber si te echo de menos? La respuesta es sí. ¿A menudo? Casi siempre. En fin, cuando tengo tiempo. Y, aunque te parezca absurdo, también sé que no soy un cura.
Ella le cogió la mano y se la llevó a su mejilla. Él se dejó hacer. Ella cerró los ojos y a él le pareció que se iba a quedar dormida en la serenidad de aquel instante. Le habría gustado que durase más tiempo, pero la voz del altavoz ya anunciaba su separación. Ella dejó pasar unos segundos, como si no hubiese oído el aviso. Cuando él hizo un gesto, ella asintió para indicar que ya lo había oído. Permaneció así unos minutos, con los ojos cerrados, la cabeza descansando sobre el antebrazo de Philip. Con movimiento súbito, Susan se incorporó y abrió los ojos. Ambos se levantaron y él le pasó el brazo por el hombro, llevando la bolsa en su mano libre. En el pasillo que les conducía hacia el avión ella le besó en la mejilla.
– ¡Deberías ir a visitar a tu amiga, la gran reportera de moda femenina! En fin, si se lo merece. En cualquier caso, tú no mereces quedarte solo.
– Pero ¡si estoy muy bien solo!
– ¡Para! Te conozco demasiado bien. Tu horror a la soledad es proverbial, Philip. La idea de que me esperas resulta tranquilizadora, pero demasiado egoísta para que yo la asuma. En realidad no estoy segura de que algún día quiera vivir con alguien y, aunque no tuviese ninguna duda de que ese alguien fueras tú, esta apuesta sobre el futuro sería injusta. Terminarás detestándome.
– ¿Has acabado? ¡Se te va a escapar el avión!
Ambos echaron a correr hacia aquella puerta que estaba demasiado cerca.
– Y, al fin y al cabo, un pequeño ligue no puede hacerte daño.
– ¿Y quién te dice que sólo será un ligue?
Ella agitó su dedo meñique y adoptó una postura maliciosa, mirándose la uña: «¡Él!». Entonces le saltó al cuello, le besó en la nuca y se precipitó hacia la pasarela mientras se daba la vuelta una última vez para enviarle un beso. Cuando desapareció, él murmuró: «Tres pequeños puntos suspensivos hasta el año que viene».
Al volver a casa se negó a dejarse arrastrar por la tristeza que le embargaba durante los días siguientes a su marcha. Descolgó el teléfono y pidió a la telefonista de la revista que le pusiese con Mary Gautier Thomson.
Se encontraron al anochecer al pie del rascacielos. Las luces relumbrantes conferían extrañas tonalidades a los transeúntes en Times Square. En la sala de cine, sumida en la penumbra de Una mujer bajo influencia , él acarició su brazo. Dos horas más tarde subían a pie por la calle Cuarenta y dos. Al cruzar la Quinta Avenida, él tomó su mano y la arrastró antes de que el semáforo liberase la marea de coches. Un taxi amarillo les condujo al Soho. En Fanelli's compartieron una ensalada y una conversación sobre la película de Cassavetes. Al llegar a la puerta de su casa, él se le acercó y el roce de sus mejillas se deslizó hasta los labios y los latidos del corazón.
La lluvia caía sin cesar desde hacía varios días. Cada tarde el viento anunciaba las tormentas que estallarían en el valle al llegar la noche. Las calles de tierra se llenaban de riachuelos, el agua alcanzaba las entradas de las casas, laminando sus precarias bases. Persistentes, los chaparrones se colaban por los tejados e inundaban las buhardillas. Los gritos y las risas de los niños que llamaban «maestra» a Susan acompañaban sus mañanas, que transcurrían en la granja que hacía las veces de escuela. Por la tarde casi siempre cogía el Jeep Wagoneer, más dócil y manejable que su viejo Dodge, al que sin embargo añoraba, y se dirigía al valle cargada de medicinas, alimentos y, en ocasiones, documentos administrativos que ayudaba a rellenar. Tras las jornadas agotadoras venían los días de fiesta. Entonces se dirigía a los bares donde los hombres acudían a beber cerveza y la bebida local favorita, el guajo. Para hacer frente a la soledad del invierno hondureño, que llegaba antes de lo previsto, trayendo consigo su cortejo de tristeza y lucha contra una naturaleza rebelde, a veces Susan pasaba las noches en brazos de un hombre, no siempre el mismo.
10 de noviembre de 1977
Susan:
Eres la persona con la que quiero compartir esta noticia: mi primera gran campaña publicitaria acaba de ser aceptada. En unas pocas semanas uno de mis proyectos se convertirá en un inmenso cartel que se distribuirá por toda la ciudad. Se trataba de promover el Museo de Arte Moderno. Cuando estén impresos, te enviaré uno. Así pensarás en mí de vez en cuando. También te haré llegar el artículo que aparecerá en una revista profesional. Acabo de salir de la entrevista. Echo de menos tus cartas. Sé que tienes mucho trabajo, pero también sé que ésa no es la única razón de tu silencio. Te echo de menos, en serio. Probablemente no debería decírtelo, pero no voy a jugar contigo al estúpido juego del disimulo.
Pensaba en ir a visitarte en la primavera. Me siento culpable por no habértelo propuesto antes. Como todo el mundo, soy egoísta. Quiero ir a descubrir ese mundo tuyo y comprender qué es lo que te retiene tan lejos de nuestra vida y de todas las confidencias de nuestra infancia. Paradoja de la omnipresencia de tu ausencia, salgo a menudo con esa amiga de la que ya te he hablado. Siento que cada vez que te hablo de ella, de algún modo huyo. ¿Por qué te cuento esto? Porque todavía tengo la sensación absurda de traicionar una esperanza no confesada. Tengo que desembarazarme de este sentimiento. Quizás escribirte sea una manera de despertarme.
Tal vez regreses algún día, y entonces ¡cómo desearé no haberte esperado, no escuchar todas las palabras que me dirás o simplemente hacer caso omiso de ellas como contrapartida a tu ausencia!
No iré a verte en primavera, era una mala idea, a pesar de que me muero de ganas de hacerlo. Creo que tengo que tomar cierta distancia con respecto a ti, y por lo poco que me escribes, adivino que tú piensas lo mismo.
Te abrazo.
Philip
P. D.: Siete de la mañana. Tomando el desayuno vuelvo a leer lo que te escribí ayer. Esta vez te dejaré leer lo que habitualmente tiro a la papelera.
Al igual que tantas cosas a su alrededor, Susan también cambiaba. La aldea abrigaba doscientas familias y los ritmos de todas esas existencias apenas cicatrizadas poco a poco se confundían con los de un pueblo. Aquel invierno las cartas de Philip se hicieron más esporádicas, las repuestas más difíciles de escribir. Susan festejó la Nochevieja con su equipo al completo en un restaurante de Puerto Cortés. Hacía un tiempo extraordinario y la noche acabó en el malecón, frente al mar. Al amanecer del nuevo año todo el país parecía haber recuperado la actividad. El puerto había recobrado la agitación y desde hacía varias semanas el baile de las grúas que giraban sobre los portacontenedores era incesante. Desde la madrugada hasta la puesta del sol el cielo era recorrido por los aviones que garantizaban las comunicaciones entre los diferentes aeropuertos. No se habían reconstruido todos los puentes, pero las huellas del huracán eran casi inapreciables, ¿o acaso es que la gente se había acostumbrado a ellos?
Las noches estrelladas prometían un año hermoso y el retorno de las cosechas generosas. La sirena de un carguero anunciaba la medianoche y la salida de un cargamento de plátanos rumbo a Europa.
Philip pasó a buscar a Mary por su casa. Tenían que ir a la fiesta de Nochevieja que organizaba su revista en la planta treinta tres de un rascacielos cercano al del New York Times . Bajo el abrigo ella llevaba puesto un largo y ceñido vestido negro; se había colocado una estola de seda sobre los hombros. Ambos estaban de buen humor. Aunque de vez en cuando se daban la vuelta para llamar a un taxi, sabían que esa noche de fiesta tendrían que ir a pie hasta Times Square. La noche era estrellada y apacible. Mary, silenciosa, sonreía y Philip, animado por su diatriba, le describía los males de la publicidad. Un semáforo los retuvo en el cruce de la calle Quince.
– Hablo demasiado, ¿no?
– ¿Tengo cara de aburrirme? -respondió ella.
– Eres demasiado educada para demostrarlo. Lo siento, pero se me escapan las palabras que no he podido pronunciar en toda la semana. He trabajado tanto que casi no he hablado.
Se abrieron camino entre las trescientas personas congregadas en las oficinas donde se celebraba la fiesta, que estaba en su apogeo. El bufé había sido tomado al asalto. Una brigada de camareros se esforzaba en servir comida. En la mayoría de los casos estos soldados vestidos de blanco debían dar la media vuelta, puesto que las bandejas que portaban eran saqueadas antes de llegar a su destino. Hablar, escuchar e incluso bailar era algo imposible debido a la cantidad de gente. Dos horas más tarde Mary hizo una señal con la mano a Philip, que hablaba animadamente a pocos metros de ella.
El ruido le impedía entender la más mínima palabra, pero su índice señalaba la dirección que le interesaba, que era la de la puerta de salida. Con un movimiento de la cabeza, él le indicó que había entendido el mensaje y se dispuso a dejar la sala. Quince minutos más tarde se encontraron delante del guardarropa. Una vez cerrada la puerta, el silencio que había en el rellano de los ascensores resultaba impresionante. Mientras Philip apretaba el botón, manteniéndose delante de las puertas de cobre, Mary se alejó para dirigirse lentamente hacia los ventanales desde los que se dominaba la ciudad:
– ¿Qué te hace pensar que es ése el que llegará antes y no el de la derecha o el de la izquierda?
– Nada, sólo la costumbre. Pero si me coloco en el centro estaré más cerca de cualquiera de las puertas.
Apenas hubo terminado la frase, la luz verde que estaba encima de su cabeza se iluminó al tiempo que sonaba una campanilla.