Esa mañana, cuando la reunión estaba en lo mejor y yo me encontraba otra vez en el cuarto de Larry admirando la luz roja y recordando la noche que habíamos traído a Micky y la habíamos «hecho» los tres, Adam, Larry y yo, y habíamos fumado y bebido un enorme cocktail de sexo, algo extraordinario, entró Larry y me dijo: «Oye, ¿piensas conseguírtela esta misma noche?» «Me gustaría, pero no sé…» «Bueno, viejo, trata de averiguarlo, no te queda mucho tiempo; qué. te pasa, traemos a toda esta gente a casa y les damos toda esta droga y para colmo toda la cerveza que tenía en la nevera, hombre, tenemos que sacarle algún provecho, muévete…» «Oh, ¿así que te gusta?» «Me gustan todas, hombre, pero en fin, después de todo…» Lo que me indujo a efectuar una nueva tentativa breve, desganada, destinada al fracaso; una mirada, una observación, sentado a su lado en el rincón, pero al fin renuncié, y al alba se fue con los demás que habían salido para tomar un café y yo bajé también con Adam para volver a verla (habiéndolos seguido escaleras abajo cinco minutos después) y allí estaban todos pero ella no; independiente, oscura, pensativa, se había ido a su sofocante cuartito de Heavenly Lañe en Telegraph Hill.
Por lo tanto me fui a casa y durante varios días se me apareció en mis fantasías sexuales; era ella, pies oscuros, correas en las sandalias, ojos negros, carita delicada morena, pómulos y mejillas de Rita Savage, pequeña intimidad secreta y no sé ahora por qué con un suave encanto serpentino como corresponde a una mujercita morena que prefiere vestir de oscuro, pobres vestidos de beat, de subterránea…
Varias noches después, con una sonrisa maligna, Adam me anunció que la había encontrado en un ómnibus de la calle Tercera y que habían ido a casa de él para conversar y beber algo y habían tenido una larguísima conversación que, al estilo Leroy, culminó con Adam desnudo leyendo poesía china y luego pasando la droga para terminar en la cama: «¡Y es tan cariñosa, Dios santo, tiene esa manera de envolverte de pronto en sus brazos como sin el menor motivo salvo el puro afecto repentino!» «¿Y piensas seguir la aventura con ella?» «Bueno, te diré, realmente… esta mujer es todo un caso, y bastante loca además, se está haciendo una cura, según parece, y hace muy poco estuvo muy mal, creo que fue por culpa de Julien, se está haciendo una cura con el psicoanalista pero no lo dice, se pasa las horas sentada o acostada, leyendo, o sin hacer nada, salvo mirar el techo todo el santo día en su cuarto, dieciocho dólares al mes en Heavenly Lañe, al parecer recibe una especie de pensión que depende no sé cómo de los médicos qU e la atienden o de no sé quién, relacionada con su incapacidad de trabajar o algo así, está siempre hablando del asunto, y en realidad habla demasiado, por lo menos para mi gusto, según parece padece de verdaderas alucinaciones con las monjas del orfelinato donde se crió, las ha visto y hasta las ha oído proferir amenazas; y también otras cosas, como la sensación de pincharse morfina aunque nunca la ha probado, solamente conoce a algunos morfinómanos.» «¿Julien?» «Julien se pincha cada vez que se le presenta una ocasión, lo que no ocurre a menudo porque no tiene dinero y su ambición en realidad es llegar a ser un verdadero morfinómano; pero en todo caso la chica ha tenido alucinaciones, no exactamente de tomarla, pero sí de que alguien o algo se la inyectaba, no sé cómo, secretamente, gente que la sigue por la calle, imagínate, y está verdaderamente loca; es demasiado para mí, y al fin de cuentas, considerando que es una negra, no quiero atarme a ella demasiado.» «¿Es bonita?» «Hermosa, pero no puedo, ésa es la verdad.» «Pero hombre, no se puede negar que tiene cuerpo y todo lo demás…» «Bueno, muy bien, querrás decir que tú puedes; podrías ir a verla, te doy la dirección, o mejor todavía, la invito a venir aquí y charlamos, puedes hacer la prueba si te parece, pero aunque siento una fortísima atracción sexual hacia ella, y todo lo demás, realmente no quiero meterme demasiado con ella, no solamente por las razones que te digo, sino también en el fondo por un motivo serio, pues si debo tener algo con una mujer quisiera que esta vez fuera algo permanente, permanente y serio y por mucho tiempo, y con ella no podría.» «A mí también me gustaría algo largo y permanente, etcétera…» «Bueno, veremos.»
Me dijo que una de esas noches ella vendría para comer alguna cosita improvisada que él mismo prepararía, de modo que cuando llegó yo también estaba en casa, fumando hierba en el living-room bajo una luz roja opaca; entró con su aspecto de siempre pero esta vez llevaba una sencilla camisa deportiva de seda azul y pantalones de fantasía, y yo no me moví, con aire distante, simulando desdén, con la esperanza de que ella lo advirtiera, así que cuando la dama entró en el cuarto no me levanté.
Mientras ellos comían en la cocina hice como que leía. Simulé no prestarles ni la más mínima atención. Después salimos a dar una vuelta los tres pero la tensión había disminuido y los tres tratábamos de conversar, como tres buenos amigos que desean estrechar sus vínculos y decirse todo lo que les pasa por la imaginación, en amistosa rivalidad. Fuimos al Red Drum a oír un poco de jazz, esa noche estaba Charlie Parker con Honduras Jones a la batería y otros personajes interesantes, probablemente estaba también Roger Beloit, con quien ahora deseaba encontrarme; y ese entusiasmo del bop tierno y nocturno de San Francisco en el aire, pero ahora en la fresca y tierna y descansada Playa; fue así como desde la casa de Adam en Telegraph Hill bajamos corriendo por la calle blanca bajo los faroles, corrimos, saltamos, mostramos nuestras habilidades, nos divertimos; nos sentíamos dichosos, algo palpitaba, y me gustaba que ella pudiera caminar tan rápido como nosotros, una belleza pequeña, delgada y vigorosa con la cual uno podía pasear por la calle, y tan llamativa que todos se volvían para mirarla y para mirarnos, Adam extraño y barbudo, la morena Mardou con esos pantalones raros y yo, corpulento, facineroso y feliz.
Llegamos al Red Drum, una mesa cubierta de vasos de cerveza (unos cuantos vasos para ser exacto), y todos los chicos que entraban y salían en grupos, pagando un dólar veinticinco en la entrada, con ese tipo bajito de cara de comadreja y ondulaciones de la cadera que vendía las entradas junto a la puerta; Paddy Cordavan que entraba casi flotando como había sido profetizado (un subterráneo alto y corpulento, rubio, con aire de mecánico y de vaquero, que venía del estado de Washington con blue jeans a esta fiesta de la generación loca, toda llena de humo y enloquecida; le grité: «¡Paddy Cordavan!», y él contestó «Sí» y se acercó); todos sentados juntos, grupos interesantes en varias mesas, Julien, Roxanne (una mujer de veinticinco años que parecía profetizar el futuro estilo norteamericano con el pelo corto casi a la marinera pero negro, rizado y serpentino, y una cara pálida, anémica de morfi-nómana; y hoy decimos morfinómano cuando en sus tiempos Dostoievski hubiera dicho ¿qué?, ¿tal vez ascético o santo?, pero no en este caso, la cara pálida y fría de la muchacha fría y azul con su camisa blanca de hombre con los puños desabotonados, así la recuerdo, inclinada hacia adelante charlando con alguien después de haberse abierto paso a través de toda la sala de rodillas, a fuerza de hombros, inclinándose para hablar con una colilla muy corta de cigarrillo en la mano, y recuerdo la exacta sacudida que le daba en ese momento para hacer caer la ceniza, no una sino varias veces, con uñas largas de dos centímetros, y también ellas eran orientales y serpentinas); grupos de todas clases, y Ross Wallenstein, y la aglomeración, y allá arriba en la tarima Bird Parker con sus ojos solemnes, porque había perdido su anterior popularidad, hacía muy poco de eso, y ahora regresaba a una especie de San Francisco muerto para el bop, aunque acababa de descubrir o le habían hablado del Red Drum, había sabido que los chicos de la grandiosa nueva generación se reunían y aullaban allí, de modo que allí estaba, sobre la tarima, examinándolos con la mirada mientras soplaba sus notas «locas» pero ahora-calculadas, los tambores resonantes, los agudos altísimos; y Adam que para hacerme un favor se retiró prudentemente a eso de las once de la noche para poder irse a la cama y levantarse a trabajar por la mañana, después de una rápida salida con Paddy y conmigo para beber una cerveza de diez centavos, rápidamente, en el bar Pantera, donde Paddy y yo en nuestra primera conversación echamos un pulso en broma; y luego Mardou salió conmigo, con los ojos alegres, entre dos números, también para beber una cerveza, pero ante su insistencia en vez de Pantera en el Mask donde cuestan quince centavos, pero ella tenía algunas monedas y fuimos y empezamos a conversar seriamente y a sentirnos excitados por la cerveza; era por fin el principio. Volvimos al Red Drum para oír a Bird, el cual, lo vi claramente, miró con curiosidad varias veces a Mardou, y también me miraba a mí, directamente a los ojos, para averiguar si yo era realmente el gran escritor que creía ser, como si conociera mis pensamientos y mis ambiciones o me recordara de otros locales nocturnos y de otras costas, otros Chicagos; no era una mirada de desafío, sino la mirada del rey y fundador de la generación del bop, por lo menos así parecía mientras observaba su auditorio espiando los ojos, los ojos secretos que le vigilaban, y al mismo tiempo soplaba con los labios y ponía en acción sus grandiosos pulmones y sus dedos inmortales, con sus ojos separados, interesados y humanos, el más simpático músico de jazz que se pueda imaginar, y al mismo tiempo, naturalmente, el más grande; observándonos a Mardou y a mí en la infancia de nuestro amor, y probablemente preguntándose por qué, o sabiendo que no podría durar, o viendo cuál de los dos habría de sufrir; y ahora, evidentemente, pero no del todo todavía, eran los ojos de Mardou los que brillaban en mi dirección; salvo una circunstancia, que al volver a casa, terminada la reunión y bebida la cerveza en el Mask, íbamos en el ómnibus de la calle Tercera, tristemente, a través de la noche y las luces pulsantes de neón; repentinamente me incliné sobre ella para gritarle algo y su corazón (en su secreto interior, según confesiones posteriores) dio un salto al percibir la «dulzura de mi aliento» (así dijo) y de pronto casi me amó; y yo sin saberlo, cuando llegamos a la puerta triste, oscura y rusa de Heavenly Lañe, un gran portón de hierro que chirriaba sobre las baldosas al abrirse, entre las entrañas desparramadas de los cubos de basura malolientes, tristemente apoyados unos sobre otros, espinazos de pescado, gatos, y por fin la callejuela; era la primera vez que yo la veía (la prolongada historia y la inmensidad de esa callejuela en mi alma, desde aquella vez en 1951, cuando pasando con mi cuaderno de apuntes un crudo atardecer de octubre, ocupado en descubrir mi propia alma de literato, vi por fin al subterráneo Víctor que una vez se había venido a Big Sur en motocicleta, y según se decía había ido hasta Alaska con esa misma motocicleta y con la nena subterránea Dorie Kiehl; allí me lo vi venir con su abrigo harapiento de Jesús, en dirección a su cuartito de Heavenly Lañe, y le seguí un rato, preguntándome cómo sería esa Heavenly Lañe, recordando las largas conversaciones que durante años había tenido con personas como MacJones acerca del misterio y del silencio de los subterráneos, esos «Thoreau urbanos» como los llamaba Mac, también Alfred Kazin en las conferencias de la Nueva Escuela de Nueva York, cuando comentaba que todos los estudiantes se interesaban por Whitman desde un punto de vista sexual-revoluciona-rio y en Thoreau desde un punto de vista contemplativo místico y antimaterialista como si se tratase de un existen-cialista o lo que fuese; el asombro y la inocencia estilo fierre de Melville ante esa callejuela, los vestiditos oscuros de algodón de las beal, las historias que corrían de grandes saxofonistas que se inyectaban morfina junto a las ventanas rotas y se ponían a tocar, o de grandes poetas jóvenes con barba que yacían allá arriba sumidos en sus santas oscuridades estilo Rouault; Heavenly Lañe, la famosa Heavenly Lañe donde todos los subterráneos, tarde o temprano, terminaban por irse a vivir, como Alfred y su enfermiza mujercita, parecía algo salido directamente de los arrabales del San Petersburgo de Dostoievski, pero en realidad eran los verdaderos idealistas barbudos norteamericanos; en todo caso era el producto genuino en su plena perfección), era la primera vez que la veía, pero con Mardou, la ropa colgada en el patio, en realidad el patio del fondo de una gran casa de apartamentos con veinte familias y ventanas como balcones; la ropa colgada delante de las ventanas y por la tarde la vasta sinfonía de madres italianas, de criaturas, de padres que se hacían los Finne-gan y chillaban desde lo alto de una escalerita, olores, gatos que maullaban, mexicanos, la música de todas las radios, con los boleros de los mexicanos y los tenores italianos de los comedores de spaguettis y las sinfonías KPEA, a veces a todo volumen, de los conciertos de intelectuales tipo clavicordio, el estruendo tremendo que terminé por oír todo el verano acurrucado en los brazos de mi amor; entraba por fin, y subía por las escaleras angostas y mohosas como en un antro, y por fin su puerta.