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De modo que nos fuimos todos a casa de Larry y Julien se sentó en el suelo delante de un diario abierto sobre el cual había volcado la marihuana (L.A. de mala calidad, pero bastante buena de todos modos) y empezó a liar los cigarrillos, o a «retorcerlos», como me había dicho Jack Steen, el ausente, el día de Nochevieja, y ése había sido mi primer contacto con los subterráneos, se había ofrecido para liarme un leño y yo le había contestado bastante fríamente. «¿Por qué? Yo me lío los míos», e inmediatamente una nube había atravesado su carita sensitiva, etcétera, y me odió -y por tanto me volvió la espalda toda la noche- cada vez que se le presentó la ocasión; pero ahora era Julien el que estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, era él el que preparaba los cigarrillos y todos hablaban como zumbando, conversaciones que por cierto no repetiré, salvo que era algo así como, «Estoy buscando este libro de Percepied… ¿quién és Percepied?, ¿no lo han reventado todavía?», y cosas por el estilo, o mientras escuchábamos a Stan Kenton que hablaba de la música del porvenir y oíamos a un nuevo tenor que estaba abriéndose camino, Ricci Comucca, y de pronto Roger Beloit dice, con una mueca de sus labios expresivos, delgados y purpúreos: «¿Y ésta es la música de mañana?», mientras Larry O'hara nos cuenta las habituales anécdotas de su repertorio. Al venir, en el Chevrolet 36, Julien, sentado a mi lado en el suelo, había tendido la mano y había exclamado: «Me llamo Julien Alexander, algo tengo, he conquistado Egipto», y a continuación Mardou le había tendido la manu a Adam Moorad y se había presentado diciendo, «Mardou Fox», pero no se le ocurrió hacerlo conmigo, lo que hubiera sido mi primer atisbo de la profecía de lo que sucedería después, de modo que tuve que darle yo la mano y decirle, «Me llamo Leo Percepied…» v, siempre buscamos a los que realmente no nos buscan, ella en realidad estaba interesada en Adam Moorad, ya que Julien acababa de rechazarla, fría y subterráneamente; a ella le interesaban los flacos, ascéticos, extraños intelectuales de San Francisco y Berkeley, y no los vagos corpulentos paranoicos como yo, que viajaban en barcos y en trenes y escribían novelas y todas esas cosas odiosas que en mí son tan evidentes para mí y por lo tanto también lo serán para los demás; aunque sin ver, tal vez porque era diez años más joven que yo, ninguna de mis virtudes que de todos modos hace tiempo han quedado sumergidas bajo años de drogas y de desear morir, renunciar a todo y olvidarlo todo, morir en la estrella oscura: fui yo quien le di la mano a ella, no ella, ¡ah, qué tiempos!

Pero mientras observaba sus diminutos encantos tenía todo lo más la sola idea de que debía a toda costa sumergir mi alma solitaria («un hombre grandote, triste y solitario», según me dijo ella una noche más tarde al verme de pronto en el sillón) en el baño cálido y en la salvación de sus muslos, anhelaba esas intimidades de los jóvenes amantes en la cama, altos, los ojos ante los ojos, el pecho contra el pecho desnudo, órgano contra órgano, rodilla que se aprieta contra rodilla temblorosa y pecosa, cambiándose actos de amor y de existencia por el gusto de hacerlo. «Hacerlo», la gran expresión suya; me parece estar viendo sus diente-citos salientes entre los labios rojos, viendo «hacerlo», la clave del dolor sentada en un rincón, al lado de la ventana, y demostraba sentirse «separada» o «aislada», o «dispuesta a no tener nada que ver con ese grupo» por motivos especiales suyos. Al rincón me fui, apoyando mi cabeza no sobre ella sino contra la pared, y primero probé la comunicación silenciosa, luego palabras en voz baja (como conviene en una reunión), palabras al estilo elegante de la Playa, «¿qué estás leyendo?», y por primera vez abrió la boca y me habló, comunicándome un pensamiento completo, y el corazón no se me subió exactamente a la boca, pero me pregunté, al oir la cómica entonación culta, parte estilo Playa, parte modelo de Magnin, parte Berkeley, parte negro aristocrático, algo raro, una mescolanza de idioma y entonación y uso de las palabras que yo no había oído nunca hasta ese momento, salvo en ciertas mujeres excepcionales, por supuesto blancas, algo tan raro que hasta Adam se dio cuenta en seguida y me lo comentó esa misma noche, pero era sin lugar a dudas la manera de hablar de la nueva generación del bop, con las vocales arrastradas y deformadas, como el estilo que antes se llamaba «afeminado», de modo que cuando uno lo oye en un hombre al principio suena bastante desagradable, y cuando uno lo oye en una mujer es encantador, pero resulta demasiado extraño; una entonación que yo ya había oído sin lugar a dudas con mucha curiosidad en la voz de los nuevos cantantes de bop, como Jerry Winters especialmente con la banda de Kenton en el disco Yes Daddy Yes, y tal vez en Jeri Southern, también; pero el alma se me cayó a los pies porque la Playa siempre me ha odiado, me ha hecho a un lado, me ha pasado por alto, se ha burlado de mí, desde el principio, en 1943, hasta hoy; porque naturalmente, cuando me ven pasar por la calle, soy una especie de tipo de baja extracción, pero después, cuando se enteran de que no soy eso sino una especie de santo loco, no les gusta nada y además temen que de pronto me vuelva después de todo ui tipo de baja extracción, y me ponga a pegarles, a romper cosas, y en realidad es lo que casi siempre he hecho, durante la adolescencia especialmente, como la vez que vagaba por la Playa con el equipo de basquet de Stanford, más exactamente con Red Kelly cuya mujer (¿correcto?) murió en Redwood City en 1946, con todo el equipo detrás nuestro, además de los hermanos Garetta, y Red obligó a empujones a un violinista, un homosexual, a entrar en un zaguán y yo atrapé a otro, y mientras él la emprendía a golpes con el suyo yo atravesaba al mío con la mirada; yo tenía dieciocho años, era guapo y además fresco como una rosa; y ahora, al leer ese pasado mío en el ceño fruncido y en la mirada fija y en el horror y en el desorden de mi frente orgullosa, no querían saber nada de mí, y por eso, naturalmente, también comprendí que Mardou sentía una verdadera y genuina desconfianza, hasta repugnancia por mí mientras estaba allí a su lado sentado «tratando» (no de hacerlo) sino «de hacerla»: tan poco hipster, tan atrevido, tan sonriente, con esa falsa sonrisa histérica, «compulsiva» como la llaman; yo caliente, ellos fríos, y además tenía una camisa muy llamativa, lo contrario de una camisa elegante, que había comprado en Broadway, cuando estaba en Nueva York y pensaba que no bajaría del barco hasta llegar a Kobe, una ridicula camisa hawaiana estilo Bing Crosby con dibujos estampados; de la cual, viril y vanamente, de acuerdo con la honesta humildad original de mi persona de todos los días (esto va de veras), una vez que hube fumado dos caladas de marihuana me sentí obligado a abrirme un botón más de lo normal, para mostrar mi pecho peludo y tostado, lo que le habrá causado asco; sea como fuere no miró; hablaba poco y en voz baja, todo el tiempo mirando a Julien que estaba sentado en cuclillas y le daba la espalda, y escuchaba y murmuraba siguiendo las risas de la conversación general, en gran parte dirigida por O'Hara y el vocinglero Roger Beloit y ese inteligente aventurero Rob, y yo, demasiado callado, escuchando, estudiándolos, pero con la vanidad de la droga dejando de vez en cuando caer alguna observación «perfecta» (así lo creía yo) que en realidad era «demasiado perfecta», pero para Adam Moorad, que me conocía de siempre, clara indicación de mi respeto y mi atención y en el fondo mi temor al grupo; para ellos era una persona nueva que intercalaba observaciones para demostrar su condición de hipster; era todo horrible, irredimible. Aunque en un primer momento, antes de la marihuana, que nos pasábamos por turno al estilo indio, tuve la sensación definida de que podía acercarme a Mardou y tener algo con ella y llevármela conmigo esa mismísima noche, es decir, salir con ella sola aunque fuera para tomar un café y nada más, pero después de la marihuana, que me hizo rezar reverentemente y con secreta seriedad por el retorno de mi «cordura» pre-droga, me encontré extremadamente inseguro de mí mismo, probando y probando, sabiendo que yo no le gustaba, odiando las circunstancias; recordando aquella primera noche cuando conocí a mi amor Nicki Peters, en 1948, en el cuarto de Adam Moorad, en el (entonces) Fillmore; yo estaba despreocupadamente bebiendo cerveza en la cocina como siempre (y en casa trabajando furiosamente en una enorme novela, loco, chiflado, seguro, joven, talentoso como nunca más volví a serlo) cuando ella señaló el perfil de mi sombra en la pared verde claro y dijo: «qué hermoso es tu perfil», lo que me desconcertó y (como la droga) me volvió inseguro de mí mismo, atento, tratando de «empezar a conquistarla», comportándome de una manera que a causa de su casi hipnótica sugestión me condujo a los primeros sondeos preliminares de orgulloversus orgullo y belleza o beatitud o sensibilidad versus la estúpida nerviosidad neurótica del individuo de tipo fálico, constantemente consciente de su falo, su torre, y de las mujeres en su calidad de pozos; lo que es en el fondo la verdad de la cuestión, y el hombre un descentrado, sin punto fijo; y ya no estamos en 1948 sino en 1953, con una nueva generación, y yo con cinco años más encima, o cinco años menos, obligado a hacerlo (o hacerlas) con un estilo nuevo y disimular el nerviosismo… en todo caso, renuncié a tratar conscientemente de conquistar a Mardou y me preparé para una noche de estudio del grandioso nuevo grupo de subterráneos que Adam había descubierto y denominado en la Playa.

Pero desde el primer momento Mardou se mostró realmente independiente, o dependiente de sí misma y de nadie más, anunciando que no sentía necesidad de nadie, que no quería tener nada que ver con nadie, para terminar (después de mí) como al empezar; y ahora, bajo la noche fría sin compasión, lo siento en el aire, ese anuncio suyo, y siento que sus dientecillos ya no son míos sino probablemente de mi enemigo, que se los lame y le suministra el tratamiento sádico que ella probablemente prefiere y que yo no supe darle -siento el crimen en el aire-, y esa esquina desolada donde brilla un farol, y los vientos se arremolinan, un papel, la niebla; veo mi vasta cara desolada, y mi llamado amor que se derrama por la callejuela, todo inútil; como an-tes solían ser gotas de melancolía sobre los sillones calientes, abatido de lunas (aunque esta noche es la gran noche de luna llena); como antes, cuando surgió en mí la comprensión de la necesidad de regenerar el amor universal, como corresponde a un gran escritor, como un Lutero o un Wagner, y ahora esta cálida imagen de grandeza es un vasto escalofrío en el viento, porque también la grandeza muere, ay, y ¿quién dijo que yo era grande? ¿Y suponiendo que uno fuera un gran escritor, un secreto Shakespeare, de la noche acolchada? Realmente, un poema de Baudelaire no compensa su dolor, su dolor (fue Mardou quien finalmente me dijo: «Hubiera preferido que él fuera dichoso en vez de los poemas desdichados que nos ha dejado», una opinión con la cual estoy de acuerdo, soy Baudelaire, estoy enamorado de mi amante negra, y también me incliné sobre su vientre y escuché sus rumores subterráneos); pero pensando mejor en su anuncio primero de independencia hubiera debido comprender, creer en la sinceridad del desagrado que le causaba tener algo con quien, en vez de precipitarme hacia ella como queriendo lastimarme y «lacerarme», y en realidad porque lo deseaba; otra «laceración» como ésta y me voy al cementerio, porque ahora la muerte agita sus grandes alas frente a mi ventana, la veo, la oigo, la huelo; la veo en la silueta informe de mis camisas colgadas y destinadas a no ser usadas, nuevas y viejas a la vez, elegantes y pasadas de moda, mis corbatas como serpientes colgadas que ya no usaré más, las mantas nuevas para las camas de la paz otoñal que ahora son camastros que se retuercen, se precipitan en el mar del suicidio; pérdida, odio, paranoia; era su carita lo que yo quería atravesar, y lo hice…

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